68

Yashim encontró a Amélie Lefèvre en su propio diván con un libro en las manos.

La mujer pegó un brinco cuando él entró.

– ¡Monsieur Yashim!

– ¡Madame!

Ambos se quedaron mirándose fijamente. Luego, ambos empezaron a hablar al mismo tiempo.

– Tenía curiosidad…

– No esperaba…

Amélie fue la primera en recuperarse.

– Me sentía sola. La puerta no estaba cerrada, y encontré algunos libros. Libros franceses.

Sostenía en sus manos un delgado volumen. Él lo cogió y leyó el título en el dorso. De Lacios: Las amistades peligrosas.

– No lo había leído -dijo ella.

– Trae mala suerte -replicó Yashim.

– ¿Cree usted eso?

Yashim devolvió el libro nuevamente a la estantería.

– Lo leí en una ocasión. Me gustó mucho. -Deslizó el pulgar por el dorso del volumen-. Mueren seis o siete personas.

– ¿Y ahora?

– Han muerto tres hombres -dijo él-. Uno era un librero, otro, un prestamista. Su marido fue el tercero.

Amélie pestañeó.

– Mi marido -repitió. Se rodeó con los brazos las rodillas, y se balanceó en el diván-. Dígame. Dígame quiénes son los otros.

Yashim se sentó a su lado, dejando colgar sus brazos entre las rodillas.

– Había un librero -empezó.

Y le habló de Goulandris.

– Pues ¿quién lo mató?

Yashim dejó caer su cabeza.

– Pensé, por un momento, que podía haber sido su marido.

Amélie se puso de pie.

– ¿Max?

– Por favor. Monsieur Lefèvre pagaba por tener información. El hombre al que pagó ha desaparecido. Yo pienso que está muerto. Debía dinero a un prestamista. Su marido le pagó: doscientos francos.

– Sabe usted mucho -dijo Amélie.

Su voz sonaba amarga.

– El prestamista que encontré anoche -prosiguió Yashim-. Después de que llegara usted.

– Así que Max pagaba por información. ¿Qué pasa con eso?

– El prestamista estaba muerto.

Amélie se dirigió a la estufa y se inclinó sobre ella. Se dio la vuelta.

– No comprendo. Max… ese librero, el prestamista. ¿No le gustaba a usted? Mi marido, quiero decir.

Yashim parpadeó con sorpresa.

– Me escribió sobre usted -dijo ella-. Pensaba que era usted su amigo.

– Yo pensaba… yo pensaba que éramos iguales. En cierto sentido.

– ¡Usted! -La mujer lanzó un bufido-. Max era muchas cosas, desde luego. Pero era un hombre.

Yashim pensó: «Está sola, su marido ha muerto.» Hizo un gesto hacia el diván y se sentó donde ella se había sentado la primera noche, cuando fueron amigos.

– Lo siento, monsieur. Por favor, perdóneme.

– Voy a hacer café -dijo Yashim-. ¿Querrá un poco?

Ella asintió, y Yashim se volvió, agradecido, a la estufa.

– Vino un hombre -dijo ella-. Abrió la puerta.

– ¿Sí? ¿Quién?

Yashim midió el café en el cazo de cobre.

Amélie se mordió el labio.

– No lo sé. Se limitó a… mirar fijamente.

– ¿Dijo algo?

– Probó en francés… Luego un poco de griego. Pero se marchó.

– ¿Cómo iba vestido?

Amélie se mordió los labios nuevamente.

– Parecía un bandido, realmente. Abrió la puerta con una daga.

Yashim sintió que los cabellos se le erizaban en la nuca.

– ¿Una daga?

Amélie unió sus manos bajo la barbilla.

– Perdóneme. Usted y Max se parecen, creo. A él le gusta comprobarlo todo. -Hizo una pausa, luego se corrigió-: Le gustaba, quiero decir.

– Sí. -Yashim metió el cazo en las brasas-. Quisiera saber qué estaba buscando.

Se dio la vuelta y la miró. Era una pregunta. Sus ojos se encontraron. Ella movió negativamente la cabeza y se encogió de hombros.

Debían de haber formado una extraña pareja, pensó Yashim, con su marido. Ella parecía tan… fresca, con una cara que le decía a Yashim todo lo que quería saber. ¿Cómo la había encontrado Lefèvre? En su país -eso Yashim lo sabía- la gente elige a su gusto. ¿Qué la hizo a ella elegir a Lefèvre, entonces, con todos sus secretos? Los encuentros. Las insinuaciones. Y la vida oculta también: Amélie. Ella era el secreto más sorprendente de todos.

– ¿Su marido no le dijo por qué había venido?

– Para encontrarse con algunas personas que conocía -respondió la mujer, con aire de incomodidad.

– ¿Personas?

Yashim había tenido la impresión de que Lefèvre trabajaba solo.

– Algunos griegos, creo. Estábamos trabajando en Samos. -La mujer vaciló-. Sabe usted, teníamos el dinero que mi padre me dejó al morir. Al menos yo lo pensaba así… Pero Max tuvo mala suerte en la Bolsa, y, por supuesto, hasta una pequeña excavación arqueológica puede costar mucho dinero. De manera que teníamos un problema. Max esperaba que podría encontrar algunas personas aquí, en Estambul, que lo ayudaran.

El café borboteaba. Yashim levantó el cazo por su largo mango y dejó que se asentaran los posos. Sirvió dos tazas.

– Fue a ver a Mavrogordato, el banquero -dijo Yashim.

Amélie no replicó nada. Yashim trajo el café al diván, le pasó su taza a la mujer y se sentó. Lefèvre había conseguido un poco de dinero; no se lo llevó de vuelta a Samos. Entonces algo lo asustó, y trató de llegar a Francia.

Al parecer estaba dispuesto a abandonar a su mujer.

Yashim frunció el ceño. ¿Era posible creer eso de Lefèvre? Pero, si no era así, ¿qué otra cosa había planeado cuando subió al bote, en la oscuridad?

Ése era siempre el punto de partida al que Yashim volvía una y otra vez. El paseo a través de las desiertas calles, las luces de los esquifes brillando en el Cuerno de Oro, y la mano levantada, la despedida de Lefèvre. Una valiente partida: así, al menos, había llegado a creerlo. Pero, con Lefèvre, nada era completamente cierto.

– ¿Cuánto tiempo llevaban casados, madame?

– Cinco años. -La mujer se echó para atrás los rizos; su oreja era pequeña y delicada, como un helecho blanco tierno-. Yo quería ser arqueóloga también.

Yashim la vio claramente. Una mujer joven e inteligente, una aficionada a la lectura y, ¿por qué no?, erudita… Los hombres de su misma edad se alejarían de ella, no los alentaría. Y entonces llegó Lefèvre; más viejo, establecido y hablando de arqueología y de Troya y de las cosas que ella leía; creyendo en ellas, también. Creyendo lo que leía en los libros.

Para ella… la vida que deseaba. Para él, una ayudante leal. Con una herencia, incluso. Quizás, pensó Yashim, Amélie sabía leer mejor un libro que el carácter de un hombre.

– Siempre me he sentido fascinada por el mundo antiguo. Max devolvía los griegos a la vida.

– Los antiguos griegos, sí. -Yashim se acordó de la Columna de la Serpiente, las tres serpientes entrelazadas en qué… ¿Una victoria?-. Y estaba interesado en los griegos más recientes, también… Los griegos bizantinos.

Amélie hizo una mueca.

– Solíamos discutir sobre eso. Él decía que los bizantinos eran degenerados. Los llamaba… asiáticos.

Yashim sonrió.

– Una palabra no puede herir. ¿Qué pensaba usted?

– Yo decía que eran gente espiritual. No tiene usted más que estudiar sus mosaicos, sus iconos, apreciar esas cosas. Max no estaba de acuerdo, sin embargo. Decía que había tenido demasiados amigos griegos para hacerse ilusiones sobre los bizantinos. Son la misma gente, decía. Le ponía enfermo oírles hablar, a veces.

– ¿Entendía el griego? ¿El griego moderno?

– Oh, sí. Pasó años en Grecia, en los años veinte. Eso fue lo que lo convirtió en arqueólogo.

Grecia, en los años veinte: los años revolucionarios. Era extraordinario, reflexionó Yashim, cuántos francos se habían visto atraídos por ese país. Millingen… y aquel poeta inglés que Palieski había mencionado, y ahora Lefèvre. Soñando con los antiguos griegos, había dicho Millingen. ¿Sufrieron todos una decepción, entonces? ¿Descubrieron, en vez de ello, a una raza de…? ¿De qué? ¿De asiáticos infantiles?

¿Qué esperaba esa gente? ¿Una raza de socráticos? Los antiguos griegos habían matado a Sócrates, ¿no? ¿Por qué iban a ser los griegos modernos mejores, o peores? ¿O mejores o peores que otros hombres? Todo el mundo era nuevo. Cada hombre, cada mujer, llega inocente a este mundo.

Yashim era otomano. Los otomanos siempre habían comprendido que los hombres se comportaban bien o mal, no porque fueran griegos, o serbios o campesinos de Anatolia, sino porque elegían un camino por sí mismos, seleccionaban las herramientas que deseaban en su viaje a través de la vida. A veces la elección estaba limitada. Pero muchos grandes pachás -muchos grandes visires- acariciándose la barba en el diwan mientras formulaban alguna gran política de Estado, procedían de los orígenes más humildes. Griegos, búlgaros, serbios… Le facilitas al hombre adecuado unas buenas herramientas y él les dará un buen uso.

Amar a Grecia… y odiar a los griegos; sólo un franco, pensó Yashim, podía cometer semejante error.

Se acordó del hombre de la daga.

– ¿Qué va a hacer usted ahora? -tuvo que preguntar.

– Lo ayudaré a encontrar al hombre que mató a mi marido -dijo ella.

Exactamente lo que él había esperado. Justamente lo que temía.

– Tengo que ir a palacio -explicó él-. No salga usted.

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