Noble colgó y miró a McVey.
– Aún no sabemos nada de Cadoux. Tampoco contestan en su número particular de Lyón.
Inquieto y descorazonado, McVey miró a Remmer, que bebía su tercera taza de café en los últimos cuarenta minutos. Habían revisado la lista de invitados veinte veces y no habían llegado a ninguna conclusión diferente de la primera. McVey le pidió a Remmer que lo revisaran todo desde una perspectiva más amplia en relación a los invitados que ya habían identificado. Tal vez no era necesario pensar en quiénes eran esos invitados o a qué se dedicaban. Tal vez, como en el caso de Klass y Halder, tenía que ver con sus antecedentes o con sus familias, con algo más que lo puramente superficial. O quizá no contaban con suficientes elementos para empezar, para que la investigación encajara con algo y descubrieran el quid con la «clave» que buscaban.
Pero, pensándolo de nuevo, puede que no hubiera nada. Tal vez la estancia de Scholl en Berlín era legal y todo el asunto de Lybarger no era más de lo que aparentaba, un auténtico testimonio de afecto para alguien que había estado enfermo. Pero McVey no quería dejarlo correr hasta estar convencido. Mientras esperaban más información de Bad Godesburg, volvieron a revisarla, esta vez incluyendo a Cadoux.
– Examinemos la situación de Klass/Halder y relacionémosla con Cadoux -dijo McVey, que permanecía sentado en una silla con los pies sobre la cama-. Tal vez tenga un padre, un hermano, un primo, lo que sea, que haya sido nazi o simpatizante de los nazis durante la guerra.
– ¿Has oído hablar alguna vez de AJAX? -preguntó Remmer.
Noble levantó la mirada.
– AJAX era una red de la policía francesa que colaboró con la Resistencia durante la ocupación. Cuando terminó la guerra descubrieron que, de hecho, sólo el cinco por ciento de sus integrantes pertenecían realmente a la Resistencia. La mayoría de ellos hacían mercado negro con el régimen de Vichy.
– El tío de Cadoux era de la policía judicial y miembro de AJAX en Niza. Después de la guerra, cuando purgaron a los colaboradores nazis, lo dieron de baja -dijo Remmer.
– ¿Y su padre? ¿También pertenecía al AJAX?
– El padre de Cadoux murió un año después de que él naciera.
– ¿Eso significa que fue su tío quien lo crió? -dijo McVey, y estornudó.
– Así es.
McVey desvió la mirada, se levantó y empezó a pasear por la habitación.
– ¿De qué va todo este asunto, Manny? ¿Acaso Scholl es un nazi? ¿Y Lybarger? -preguntó. Cogió la lista de invitados tirada sobre la cama-. ¿Acaso todos estos personajes brillantes, importantes y cultos pertenecen a una nueva carnada de nazis alemanes?
En ese momento se encendió la luz del fax y se oyó el ronroneo del papel saliendo de la impresora. Remmer lo sacó de la máquina y lo leyó.
– No existe el acta de nacimiento de Elton Lybarger en Essen, ni en 1933 ni en los años siguientes. Siguen verificando -dijo, y continuó leyendo. Luego miró a sus compañeros-. El castillo de Lybarger en Zúrich.
– ¿Qué pasa con el castillo?
– El castillo está registrado como propiedad de Erwin Scholl.
Osborn no tenía idea de lo que haría al llegar al Grand Hotel Berlin. Con Albert Merriman en París había sido diferente. Había tenido tiempo para planearlo, para pensar una estrategia mientras Jean Packard le seguía el rastro a Merriman. La pregunta más evidente ahora, mientras caminaba por un sendero iluminado que serpenteaba entre la oscuridad de los prados y árboles del Tiergarten, constaba de tres vertientes: cómo conseguir encontrarse a solas con Scholl, cómo hacerlo hablar y, finalmente, qué hacer después.
Había visto a Scholl sólo una vez en una foto de celebración del año nuevo, junto a Ronald Reagan y Gerald Ford. La foto era borrosa, pero a Osborn no le cabía duda de que lo reconocería en cuanto lo viera. Se imaginaba el aspecto que tendría un hombre de su posición y era razonable pensar que estaría rodeado de un grupo de ayudantes y secretarios y al menos un guardaespaldas, tal vez más. Eso quería decir que sería sumamente difícil, si no imposible, encontrarlo solo.
Aunque consiguiera estar a solas con él, ¿qué obligaría a Scholl a revelar lo que tenía que revelar? ¿A decir lo que él quería escuchar? Como había advertido Diedrich Honig, con o sin abogados, Scholl negaría haber conocido a Albert Merriman, al padre de Osborn o a cualquiera de los otros. La sucinilcolina podría serle útil como lo había sido con Merriman, pero en Berlín no tenía aliados que le ayudaran a conseguirla. Se distrajo pensando en cómo estaría Vera, dónde estaría. ¿Por qué tenía que suceder todo aquello? Pero enseguida descartó esos pensamientos. Tenía que concentrarse únicamente en Scholl.
Lo veían caminando más adelante, a unos doscientos metros. Continuaba solo por un sendero que al cabo de un momento lo conduciría hasta el límite del parque, frente a la puerta de Brandenburgo.
– ¿Cómo quieres hacerlo? -preguntó Viktor.
– Quiero mirarlo a los ojos -dijo Von Holden.
Osborn se miró el reloj.
Eran las diez y treinta y cinco minutos.
¿Lo estaría buscando Schneider aún o ya habría informado a Remmer de su desaparición? Si así era, McVey habría alertado a la policía y entonces tendría que cuidarse de ellos. No tenía pasaporte y McVey era capaz de hacer que lo encerraran sólo para sacárselo de encima.
De pronto pensó que tal vez no sucedería así. Y luego pensó que quizá también se había equivocado al pensar en otras cosas. Como los demás, estaba agotado. ¿Y si la obsesión de que McVey lo iba a dejar a un lado cuando fueran a por Scholl no era más que eso, una obsesión? Él era quien había buscado la ayuda de McVey y lo había acompañado hasta Berlín. ¿Por qué volverle la espalda ahora e intentar hacerlo todo solo? Osborn pensaba todo esto en un torbellino de ideas y sentía que sus emociones se le escapaban de las manos como lo habían hecho durante casi treinta años. Se encontraba demasiado cerca del final para dejar que ahora lo estropearan todo. ¿Acaso no lo entendía? Había querido ser fuerte y asumir su responsabilidad, el amor a su padre y encargarse de todo por su cuenta. Pero así no podía, no tenía ni los medios ni la experiencia para enfrentarse a alguien de la talla de Scholl. Lo había comprendido en París.
¿Por qué no comprenderlo ahora?
Se sintió desorientado y terriblemente confundido. La decisión tajante y resuelta de hacía escasos momentos se tornaba borrosa, vaga, como si perteneciera a un pasado distante. Tenía que impedir que su mente siguiera divagando, dejar de pensar, aunque fuera sólo un instante.
Miró a su alrededor intentando volver a la realidad de su entorno. Aún hacía frío pero la llovizna, había cesado. El parque estaba desierto, oscuro en medio de la espesa arboleda. Sólo el sendero iluminado y los edificios más altos en la distancia le indicaban que se encontraba en la ciudad y no en medio de un bosque. Miró por encima del hombro y vio que atrás quedaba un cruce donde se encontraban cinco senderos formando una especie de círculo. ¿Por cuál de ellos había llegado? ¿En cuál estaba ahora?
A unos metros vio un banco. Se acercó y se sentó. Esperó unos minutos mientras se aclaraba las ideas y decidía qué hacer. El aire estaba limpio y claro y respiró profundo. Se llevó las manos a los bolsillos con el gesto acostumbrado para calentárselas y, al hacerlo, con la derecha palpó la pistola. Como un objeto guardado hacía mucho tiempo y luego olvidado. En ese momento, algo le hizo levantar la mirada.
Se acercaba un hombre. Tenía el cuello del abrigo levantado y caminaba levemente inclinado hacia un lado como aquejado de un defecto físico. Al acercarse, Osborn se percató de que era más alto de lo que parecía, delgado, hombros anchos y pelo corto. Estaba a sólo unos metros cuando Osborn levantó la cabeza y los dos se miraron a los ojos.
– Guten Abend. Buenas noches -dijo Von Hol-den.
Osborn le devolvió un leve saludo con un gesto de la cabeza y luego se volvió para evitar todo contacto. Deslizó la mano en el bolsillo de la chaqueta y palpó la empuñadura de la pistola. El hombre había caminado apenas unos diez metros cuando de pronto se volvió y regresó sobre sus pasos. El movimiento tenía algo de desconcertante y Osborn reaccionó inmediatamente. Sacó la pistola de la chaqueta y apuntó directamente al pecho del hombre.
– ¡Vá-ya-se! -dijo marcando cada sílaba.
Von Holden lo miró fijamente un momento y luego su mirada se desvió hacia la pistola. Vio que Osborn estaba agitado y nervioso, pero que su pulso era firme y que apoyaba el dedo sin titubear contra el gatillo. La pistola era una CZ del 22, checa. Pequeño calibre pero certera a escasa distancia. Von Holden sonrió. Era la pistola de Bernhard Oven.
– ¿De qué se ríe? -preguntó Osborn. En ese momento vio que el hombre miraba más allá de donde estaba él. Sin dudarlo, Osborn se apartó unos pasos manteniendo la pistola a la misma altura. Se volvió a mirar brevemente hacia la derecha.
A la sombra de un árbol, a unos cinco metros, había un segundo hombre.
– Dígale que se acerque a usted -dijo Osborn volviéndose hacia Von Holden.
Von Holden guardó silencio.
– Sprechen Sie Engliscb? -preguntó Osborn.
Von Holden guardó silencio.
– Sprechen Sie Englisch? -insistió Osborn más nervioso.
Von Holden asintió con un levísimo gesto de la cabeza.
– Entonces dígale que camine hacia donde está usted -indicó, y echó el percutor atrás tensando el gatillo. Si algo sucedía, sólo tendría que dejar que el pulgar se deslizara y la pistola dispararía a bocajarro-. ¡Dígaselo ya!
Von Holden esperó apenas un momento y luego ordenó en alemán:
– ¡Haz lo que te ordena!
Obedeciendo a Von Holden, Viktor salió de debajo del árbol y cruzó el césped hasta situarse junto a Von Holden. Tendría poco más de treinta años y su constitución fibrosa le daba aspecto de duro.
Osborn los observó un momento en silencio, luego retrocedió lentamente sin dejar de apuntar al pecho de Von Holden.
Siguió retrocediendo durante otros veinte metros. De pronto, al pasar junto a un árbol, giró sobre sus talones y empezó a correr. Cruzó un camino iluminado, subió de un salto un par de peldaños y siguió corriendo por el césped entre los árboles. Miró hacia atrás. Vio que lo seguían siluetas oscuras perfilándose contra el cielo de la noche corriendo entre los árboles que quedaban a sus espaldas.
Más allá divisó los brillantes faros de los coches en Tiergartenstrasse. Volvió a mirar atrás. Los árboles se perdían en la oscuridad. Supuso que aún venían tras él pero no había manera de saberlo. Con el corazón acelerado y los pies resbalando en el césped húmedo, siguió corriendo. Finalmente sintió el pavimento bajo sus pies y supo que había llegado a los lindes del parque. Estaba justo frente a las luces de la calle y ante el flujo denso del tráfico. Sin detenerse cruzó la calle corriendo y los cláxones chillaron por todas partes. Logró esquivar un coche, luego otro. Se oyó un chirrido de neumáticos y luego un feroz estrépito de metales cuando un taxi giró para no embestirlo y se incrustó en un coche estacionado.
Al instante, otro coche se empotró en el taxi por detrás y una pieza del parachoques salió despedida hacia la oscuridad.
Osborn no volvió a mirar atrás. Con los pulmones quemándole el pecho se agachó detrás de una fila de coches y corrió con el tronco doblado a lo largo de una manzana hasta que entró en una calle lateral. Más adelante había una intersección y una calle muy iluminada. Sin aliento, dobló en la esquina y cruzó hasta la acera mezclándose entre los peatones.
Se metió la pistola bajo el cinturón, la ocultó con la chaqueta y siguió caminando intentando recuperar la calma. Pasó junto a un Burger King, miró atrás y no vio nada. Tal vez no lo habían seguido después de todo y sólo se lo había imaginado. Siguió caminando mezclado con la multitud.
Se cruzó con un grupo de adolescentes estrafalarios y una chica de pelo oscuro le sonrió. ¿Por qué había sacado la pistola? Lo único que había hecho aquel hombre era volverse. Osborn pensó que tal vez el segundo tipo ni siquiera lo acompañaba, que sólo había salido a pasear. Pero algo en la actitud poco natural del extraño, que se había vuelto con tanta precisión después de saludarlo, lo turbó y le hizo creer que lo iban a atacar. Por eso reaccionó de ese modo. Era preferible estar preparado que dejar que lo tomaran por sorpresa.
Un reloj en una ventana marcaba las 22.52.
Hasta ese momento se había olvidado completamente de McVey. Debía volver al hotel antes de ocho minutos y no tenía idea de dónde estaba. ¿Qué haría? Inventar un cuento, decir que estaba… De pronto, al doblar en una esquina, vio el Europa Center directamente enfrente. Abajo vio el rótulo luminoso del Hotel Palace colgando sobre la entrada de los coches.
A las once menos seis minutos, Osborn entró en el ascensor y pulsó el botón de la sexta planta. Las puertas se cerraron y el ascensor subió. Estaba solo y a salvo.
Intentó olvidar a los hombres del parque y se miró en el espejo del ascensor. Se arregló el pelo y se alisó la chaqueta. En la otra pared había un cartel turístico de Berlín con fotos de lugares famosos de la ciudad. Dominaba en el centro una foto del palacio de Charlottenburg. Osborn recordó lo que Remmer había dicho esa tarde. «Es una bienvenida para un tal Elton Lybarger, un empresario de Zúrich que sufrió un grave infarto hace dos años en San Francisco y que ahora está plenamente recuperado.»
– Joder -maldijo por lo bajo-. Joder.
¿Cómo era posible no haberse percatado antes?