A las siete menos diez, el taxi de McVey aún avanzaba penosamente siguiendo el tráfico. Al fin y al cabo, pensaba el policía, aquello era preferible a tener que conducir el Opel para ir de un lado a otro de París.
Sacó una agenda de tapas gastadas y miró las notas de aquel día, lunes 10 de octubre. Destacaba la anotación «Osborn… La Coupole, blvd. Montparnasse, 19 h.» Más arriba, un mensaje de Barras. El representante de los neumáticos Pirelli había examinado el molde de la huella del parque junto al río. El dibujo de los neumáticos correspondía a una partida fabricada especialmente para una gran firma de automóviles con contrato con Pirelli para incoporar a sus coches aquellos neumáticos. Se habían incorporado en doscientos modelos Ford Sierra, de los cuales se habían vendido ochenta y siete en las últimas seis semanas. Se estaba elaborando una lista de los clientes que estaría disponible el martes por la mañana. Además, el laboratorio de la policía había examinado el trozo de espejo que McVey había recogido en la calle después del tiroteo en el apartamento de Vera Monneray. Correspondía a un coche Ford pero era imposible decir de qué modelo se trataba. Se había dado orden a la policía para que informara sobre cualquier vehículo Ford o Ford Sierra con un espejo lateral roto.
La última nota en la página del 7 de octubre de la agenda de McVey registraba el mondadientes que había descubierto él entre las agujas de pino antes de encontrar la huella de la rueda. La persona que había usado el palillo era un «secretor», perteneciente a un grupo específico constituido por el sesenta por ciento de la población, personas portadoras de cierta sustancia en la sangre. A partir de otros fluidos del cuerpo, como la orina, el semen y la saliva, se podía definir el grupo sanguíneo. El grupo sanguíneo del secretor del bosque coincidía con la sangre que habían encontrado en el suelo de la cocina de Vera Monneray. Tipo O.
El taxi se detuvo frente a La Coupole exactamente a las siete y siete minutos. McVey pagó, bajó del coche y entró en el restaurante.
La gran sala del fondo estaba reservada a los clientes de la cena y sólo había unas pocas mesas ocupadas. Pero la terraza interior frente a la acera estaba repleta, sumida en el ajetreo y el bullicio.
McVey se paró en la puerta y miró a su alrededor. Si Osborn estaba allí, no lo veía. Pasó junto a un grupo de ejecutivos, encontró una mesa vacía cerca del fondo y se sentó.
Los tentáculos de la Organización llegaban mucho más allá de las actividades de sus miembros. Al igual que numerosas empresas, la Organización contrataba los servicios de terceros y normalmente aquella gente no tenía idea de para quién trabajaban.
Colette y Sami eran dos amigas del instituto, chicas de familia adinerada y colgadas de la droga. Por eso hacían lo que fuera necesario para satisfacer su adicción sin que sus familias se enteraran. Eso las convertía en personal disponible a casi cualquier hora y casi para cualquier tarea. Lo del lunes era sencillo. Tenían que vigilar la entrada de un edificio de apartamentos en el 18 Quai de Bethune que la policía no custodiaba. Era la entrada del piso del portero. Si salía un hombre atractivo de unos treinta y cinco años, debían informar de ello y luego seguirlo.
Las dos chicas siguieron a Osborn hasta la oficina del doctor Cheysson en la rué de Bassano. Después, Sami lo siguió hasta Aux trois quartiers en el bulevar de la Madeleine e incluso coqueteó con él y le pidió que le ayudara a escoger una corbata para su tío mientras él esperaba que le arreglaran el traje.
A continuación, Colette lo había seguido hasta el metro y no lo había dejado hasta llegar al café frente a La Coupole.
En ese momento tomó el relevo Bernhard Oven, que vio a Osborn salir del café y cruzar el bulevar de Montparnasse para entrar en La Coupole a las siete y cinco.
Con su metro ochenta de estatura y el pelo negro, vaqueros, cazadora de cuero, zapatillas de deporte Reebok y pendiente en la oreja izquierda, Bernhard Oven había dejado de ser el hombre rubio y alto. Pero seguía siendo igual de mortífero. En el bolsillo derecho de su chaqueta llevaba la automática CZ del calibre 22 que había utilizado con tanto éxito en Marsella.
A las siete y veinte, convencido de que McVey había venido solo, Osborn se levantó de su mesa junto a la ventana, se abrió camino entre varias mesas llenas de gente y se le acercó, ocultando la mano vendada.
McVey le lanzó una mirada a la mano, le señaló una silla y Osborn se sentó.
– Ya dije que vendría solo -dijo McVey-. Aquí me tiene.
– Dijo que podía ayudarme. ¿Qué quería decir? -inquirió Osborn. El traje nuevo y el pelo corto no habían surtido ningún efecto. McVey sabía desde el principio que Osborn estaba allí. Ahora ignoró su pregunta.
– ¿A qué grupo sanguíneo pertenece usted, doctor?
– Creía que ya lo sabía -respondió Osborn, vacilando.
– Quiero que me lo diga usted.
Se acercó un camarero de camisa blanca y pantalones negros. McVey negó con la cabeza.
– Café -pidió Osborn, y el camarero se alejó-. Soy del grupo B.
Por fin, McVey había recibido el primer informe sobre Osborn, enviado por Hernández, del Cuerpo de Policía de Los Ángeles. Entre otros datos incluía el grupo sanguíneo -grupo B. Eso significaba que Osborn decía la verdad y además, que el grupo sanguíneo del hombre alto era O.
– Hábleme del doctor Hugo Klass -dijo McVey.
– No conozco a ningún doctor Hugo Klass. -Osborn fue tajante. Aún temía que en algún rincón de la sala hubiera policías de paisano esperando la señal de McVey.
– Él lo conoce a usted -dijo McVey, mintiendo deliberadamente.
– Entonces lo he olvidado. ¿Qué tipo de medicina ejerce?
McVey pensó que Osborn mentía muy bien o que era muy inocente. Sin embargo, había mentido respecto al lodo de sus zapatos, de modo que existía la posibilidad de que ahora estuviera haciendo lo mismo.
– Es doctor en filosofía. Y es amigo de Timothy Ashford. -McVey intentó cambiar de ritmo para que Osborn tropezara.
– ¿De quién?
– Venga, doctor. Timothy Ashford. Un pintor de brocha gorda del sur de Londres. Un hombre atractivo. Veinticuatro años. Usted lo conoce.
– Lo siento, pero no lo conozco.
– ¿No?
– No.
– ¿Entonces supongo que da igual que le diga que tenemos su cabeza en un frigorífico en Londres?
Una mujer de mediana edad, vestida con un traje a cuadros y sentada en la mesa vecina, reaccionó con visible molestia.
McVey tenía los ojos fijos en Osborn. Su comentario era algo grosero pero intencionado y quería suscitar en Osborn la misma reacción que en la mujer. Pero Osborn ni siquiera pestañeó.
– Doctor, usted ya me mintió en una ocasión. Y ahora quiere que le ayude. Tiene que convencerme, darme una razón para confiar en usted.
El camarero le trajo el café a Osborn, se lo dejó en la mesa y se alejó. McVey lo observó y vio que se detenía unas mesas más allá, donde un hombre de pelo negro con chaqueta de cuero esperaba sentado. El hombre llevaba allí unos diez minutos y no había pedido nada. Llevaba un pequeño pendiente de diamante en una oreja y sostenía un cigarrillo en la mano izquierda. El camarero ya se había detenido una vez pero él no le había hecho caso. Ahora, el hombre miró en dirección a McVey y luego le dijo algo al camarero. Éste asintió con un gesto de cabeza y se alejó.
McVey volvió a mirar a Osborn.
– ¿Qué le pasa, doctor? ¿No se siente cómodo aquí? ¿Quiere que vayamos a otro sitio?
Osborn no sabía qué hacer ni qué pensar. McVey le estaba haciendo el mismo tipo de preguntas que la primera vez. Era evidente que buscaba una pista de algo y lo creía implicado, pero Osborn no tenía la menor sospecha de qué se trataba. Eso lo hacía todo más difícil, porque cada una de sus respuestas parecían eludir sistemáticamente la verdad cuando, de hecho, él pretendía decir nada más que la verdad.
– McVey, créame cuando le digo que no tengo ni idea de qué está hablando. Si lo supiera, tal vez podría ayudarle, pero no sé nada.
McVey se rascó la oreja y miró a otro lado. Luego volvió a Osborn.
– Tal vez deberíamos enfocarlo de otra manera. ¿Por qué le metió a Albert Merriman toda aquella sucinilcolina? ¿Se dice así?
Osborn no se inmutó y ni siquiera se le aceleró el pulso. Sabía que McVey era demasiado inteligente como para no haber descubierto la droga y ya estaba preparado para la pregunta.
– ¿Lo sabe la policía de París?
– Por favor, conteste la pregunta.
– Albert Merriman… mató a mi padre.
– ¿A su padre? -La respuesta cogió a McVey por sorpresa. Debería haber considerado esa posibilidad pero no se le había ocurrido. A Merriman lo perseguían por una historia de venganza.
– Sí.
– ¿Y usted contrató al hombre alto para matarlo?
– No, él apareció de improviso.
– ¿Hace cuánto tiempo mató Merriman a su padre?
– Cuando yo tenía diez años.
– ¿Diez?
– Fue en Boston, en plena calle. Yo estaba con él. Vi cómo sucedía. No he olvidado su cara, y no había vuelto a verlo hasta hace una semana, en París.
McVey entendió. Las piezas habían encajado en un instante.
– No le dijo nada a la policía de París porque aún no había saldado su cuenta con él. Contrató a Packard para que lo buscara. Después buscó un lugar para matarlo y encontró el camino junto al río. Le daría una o dos dosis de la droga, lo lanzaría al agua. Él no podría respirar ni mover los músculos, se iría flotando y se ahogaría. La corriente en ese tramo es muy fuerte y la droga se disuelve rápidamente en el organismo. El tipo estaría tan hinchado que nadie pensaría en buscar los puntos del jeringazo. Ésa era su idea.
– En cierto sentido.
– ¿En qué sentido?
– Ante todo quería saber por qué había hecho aquello.
– ¿Y lo descubrió? -De pronto, McVey desvió la mirada. El hombre de la chaqueta de cuero ya no estaba en la mesa. Estaba sentado más cerca, a dos mesas y justo a la izquierda de Osborn. Aún tenía un cigarrillo en la mano izquierda pero no se le veía la derecha, que mantenía bajo la mesa.
Osborn quiso volverse para ver hacia dónde miraba McVey cuando éste se levantó y se situó entre Osborn y el hombre de la mesa.
– Levántese y salga delante de mí. Por esa puerta. No pregunte por qué. Haga lo que le digo.
Osborn se levantó. Entonces vio a la persona que McVey estaba mirando.
– McVey, ¡es él! ¡Es el hombre alto!
McVey se volvió de golpe. Bernhard Oven se había incorporado y levantaba la CZ checa con silenciador. Alguien gritó.
De pronto el aire fue sacudido por dos detonaciones una detrás de la otra y casi inmediatamente se oyó una explosión de cristales rotos.
Bernhard Oven no entendió por qué el americano le había dado tan fuerte en el pecho. O por qué lo había golpeado dos veces. Y entonces se dio cuenta de que estaba tendido de espaldas sobre la acera pero con las piernas dentro de la terraza, balanceándose sobre el marco de la ventana con que se había estrellado. Había vidrios por todas partes. Luego oyó que la gente gritaba pero no supo por qué. Intrigado miró hacia arriba y vio al mismo americano que lo observaba. En la mano tenía un revolver Smith & Wesson de acero azulado y el cañón le apuntaba al corazón. Sacudió levemente la cabeza. Luego todo se nubló. Osborn se inclinó y le tocó la arteria carótida. A su alrededor había un pánico ensordecedor, la gente gritaba y chillaba horrorizada. Más allá, otros miraban. Unos querían alejarse del tumulto, mientras otros intentaban acercarse y mirar. Osborn miró a McVey.
– Está muerto.
– ¿Está seguro que es el hombre alto?
– Sí.
Inmediatamente, McVey pensó en dos cosas. La primera fue que en algún lugar en las cercanías había un Ford Sierra con neumáticos Pirelli y un espejo roto. La segunda la dijo en voz alta.
– Este hombre no mide un metro noventa.
Se agachó y levantó el pantalón más arriba del calcetín.
– Prostética -dijo Osborn.
– Ese truco no lo conocía.
– ¿Cree usted que lo hacía a propósito?
– ¿Amputarse las piernas para modificar su estatura? -McVey sacó un pañuelo del bolsillo, se inclinó y envolvió la CZ 22 que Oven aún sostenía en la mano. Le arrancó el arma y la observó. Tenía la empuñadura forrada en cinta, los números de serie limados y un silenciador ajustado al cañón. Era el arma de un asesino profesional.
McVey miró a Osborn.
– Sí -afirmó-. Creo que sí. Creo que se hizo cortar las piernas a propósito.