Los rayos del sol se filtraron por las ventanillas cuando el jet de dieciséis plazas perteneciente a la corporación atravesó el banco de nubes y enfiló hacia el noreste rumbo a Berlín. El vuelo duraría noventa minutos.
Joanna se reclinó en su asiento y cerró los ojos un momento, aliviada. Suiza, con toda su belleza, quedaba atrás. A esa misma hora, mañana, estaría en el aeropuerto de Tegel, Berlín, a punto de abordar el vuelo a Los Ángeles.
Al otro lado del pasillo, Elton Lybarger dormía apaciblemente.
Si le preocupaban los acontecimientos que tendrían lugar ese día, no se le notaba. El doctor Salettl, con el rostro macilento y ojeroso, estaba sentado frente a Lybarger escribiendo en su cuaderno de tapas de cuero negro. De vez en cuando levantaba la mirada para conversar con Uta Baur, que había viajado desde una exposición en Milán para acompañarlos a Berlín. En los dos asientos detrás de ella, los sobrinos de Lybarger, Eric y Edward jugaban una partida de ajedrez en silencio y con asombrosa rapidez.
La presencia de Salettl turbaba a Joanna como de costumbre y comenzó a pensar deliberadamente en Kelso, el cachorro San Bernardo que Von Holden le había regalado. Aquel regalo había puesto fin al episodio de su insospechado e involuntario protagonismo en los análisis médicos de Elton Lybarger. Había dado de comer a Kelso, lo había paseado y luego lo besó al despedirse. Mañana volaría directamente de Zúrich a Los Ángeles donde lo guardarían durante algunas horas hasta que ella llegara. Luego volarían rumbo a Alburquerque. Tres horas después estarían en casa en Taos.
Después de ver el vídeo, lo primero que se le ocurrió a Joanna fue hablar con un abogado y demandarlos. Pero luego pensó ¿para qué? Una demanda legal sólo perjudicaría al señor Lybarger e incluso podía procurarle serias repercusiones físicas, sobre todo si se prolongaba. Así que no lo haría, porque sentía un gran afecto por él y además porque los dos habían sido igualmente víctimas. Al descubrir la trama del vídeo, Lybarger se había mostrado igualmente horrorizado. Joanna sólo quería salir de Suiza lo más rápido posible y pensar que no había ocurrido nada de eso. Después había venido Von Holden con el cachorro y sus sinceras disculpas acompañadas al final de un talón por una exorbitante suma de dinero. La corporación presentaba sus disculpas y lo mismo hacía Von Holden. ¿Qué más podía pedir ella?
De todos modos, no sabía si al aceptar el talón había actuado correctamente. También se preguntaba si había actuado con sensatez al decirle a Ellie Barrs, la enfermera jefa del Rancho del Piñón, que no volvería al trabajo inmediatamente o que incluso no volvería nunca. Esa enorme cantidad de dinero, Dios mío, ¡medio millón de dólares! Decidió contratar a un corredor financiero para invertirlo y vivir de los intereses. Bueno, podía comprar algunas cosas, pero no demasiado. Lo más conveniente sería invertirlo prudentemente.
De pronto comenzó a parpadear la luz roja de un teléfono instalado sobre una consola que tenía allí delante. Ignorando qué era, no hizo nada.
– La llamada es para usted -dijo Eric apareciendo desde el otro lado del asiento.
– Gracias -dijo Joanna, y levantó el auricular.
– Buenos días. ¿Cómo estás? -La voz de Von Holden era ligera y alegre.
– Me encuentro bien, Pascal -dijo ella, sonriendo.
– ¿Cómo está el señor Lybarger?
– Muy bien. En este momento está durmiendo.
– Aterrizáis en una hora. Os estará esperando un coche.
– ¿No vendrás a buscarnos?
– Joanna, la decepción de tu voz es un verdadero halago para mí, pero lo siento, no podré verte hasta más tarde. Tengo que atender algunos asuntos de última hora. Sólo quería asegurarme de que todo iba bien.
Joanna sonrió al sentir la calidez de la voz de Von Holden.
– Todo va bien -dijo-. No te preocupes por nada.
Von Holden colgó el teléfono celular en el módulo junto a la palanca de cambios del BMW, disminuyó la velocidad y giró hacia Friedrichstrasse. Más adelante, un camión de reparto se detuvo de golpe y Von Holden tuvo que hundir los frenos para no estrellarse. Lanzó una maldición y lo adelantó. Distraído, su mano se deslizó hasta tocar una maleta rectangular de plástico en el asiento de al lado y asegurarse de que el impacto del frenazo no la había lanzado al suelo. Un reloj digital de neón en la ventana de una joyería marcaba las diez treinta y nueve.
Durante las últimas horas, las cosas habían cambiado radicalmente. Tal vez para bien. La sección de Berlín había logrado pinchar las dos líneas supuestamente «seguras» de la habitación 6132 en el Hotel Palace utilizando un receptor microondas situado en un edificio al otro lado de la calle. Las llamadas a y desde la habitación fueron grabadas y enviadas al piso de Sophie-Charlottenburgstrasse, más tarde transcritas y entregadas a Von Holden. Los equipos habían sido instalados cerca de las once de la noche, lo cual significaba que se habían perdido las primeras llamadas. Sin embargo, lo que habían grabado más tarde fue suficiente para que Von Holden pidiera hablar inmediatamente con Scholl.
Von Holden pasó frente al Hotel Metropole, cruzó el Unter den Linden y se detuvo bruscamente frente al Grand Hotel. Cogió la maleta de plástico, entró y subió en ascensor directo hasta la suite que ocupaba Scholl.
Después de anunciarlo, un secretario lo condujo hasta la entrada. Scholl estaba hablando por teléfono en su escritorio. Frente a él, Von Holden vio a un hombre que esperaba sentado y lo reconoció. Era un individuo a quien despreciaba y que no había visto en mucho tiempo. Se llamaba H. Louis Goetz y era el abogado americano de Scholl.
– Señor Goetz.
– Von Holden.
Goetz era un tipo listo y vulgar, de unos cincuenta años, siempre demasiado en forma, con una especie de físico maquillado.
Daba la impresión de que pasaba la mitad del día cuidando de su aspecto, con sus lustrosas uñas de manicura, el rostro intensamente bronceado y vestido con un traje azul a rayas de Armani. El pelo oscuro y retocado tenía un leve toque de blanco en las sienes como teñido deliberadamente. Goetz tenía el aspecto de alguien que acababa de llegar en avión de un partido de tenis en Palm Springs. O de un entierro en Palm Beach.
Según ciertos rumores, estaba relacionado con la Mafia, pero en ese momento Von Holden sólo sabía que Goetz era una pieza clave en las manipulaciones de Scholl y Margarete Peiper para comprar una gran productora de Hollywood donde la Organización podría influir con mayor peso en la industria discográfica, en el cine y la televisión y, de paso, en el público de esos medios. El calificativo de calculador le quedaba corto a Goetz. Le sentaba mejor la imagen de témpano de hielo parlante.
Von Holden esperó a que Scholl colgara, depositó la maleta de plástico delante de él y la abrió. Dentro había una pequeña grabadora con las cintas de las conversaciones grabadas por la sección de Berlín.
– Tienen la lista completa de invitados y un informe detallado sobre Lybarger. Saben de la existencia de Salettl. Además, McVey ha hablado con el cardenal O'Connel de Los Ángeles para que lo llame a usted por la mañana y le pida que se reúna con él en Charlottenburg esta noche, una hora antes de que lleguen los invitados. Sabe que estará usted distraído y cuenta con eso para interrogarlo.
Scholl no hizo caso de los dos hombres y estudió las transcripciones. Al terminar se las pasó a Goetz y luego se colocó los auriculares y escuchó las cintas haciéndolas avanzar al azar para tener una idea de lo que decían.
Finalmente apagó la máquina y se quitó los auriculares.
– Han hecho precisamente lo que yo esperaba, Pascal. Han utilizado sus recursos y sus procedimientos usuales para obtener información sobre mis asuntos en Berlín y luego encontrar una manera de reunirse conmigo. No tiene importancia que sepan lo del señor Lybarger y el doctor Salettl o incluso que tengan la lista de invitados. Sin embargo, ahora que estamos seguros de que vendrán, haremos lo que queremos.
Goetz dejó de leer las transcripciones. No le gustaba lo que leía ni lo que oía.
– Erwin, ¿no pensará cargárselos? ¿Tres policías y un médico?
– Algo por el estilo, señor Goetz. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?
– ¿Problema? ¡Hostia, Bad Godesburg tiene la lista de invitados! Si usted se carga a esos tíos, tendrá que vérselas con toda la Policía Federal. ¿Qué cono significa eso? ¿Acaso quiere que vengan a meter sus asquerosas narices en el culo de todo el mundo?
Von Holden guardó silencio.
Era increíble cómo los americanos se deleitaban en el habla vulgar, cualquiera que fuera su condición social.
– Señor Goetz -dijo Scholl suavemente-. Explíqueme por qué tendré que vérmelas con toda la Policía Federal. ¿Qué dirían ellos para inculparme? Que un hombre de mediana edad recuperado de una grave enfermedad lee un discurso que suena a arenga pero que igual es aburrido ante un centenar de personas más o menos adormecidas y amables en el palacio de Charlottenburg. Después todos vuelven a casa. Alemania es un país libre y sus ciudadanos pueden hacer y creer lo que quieran.
– Pero usted sigue teniendo a tres polis y un médico fiambres que, para empezar, son los que embarcaron a la policía en esto. ¿Qué cono cree que van a hacer? ¿Dejarlo correr?
– Señor Goetz, los individuos de los que hablamos, al igual que usted, Von Holden o yo mismo, se encuentran en una gran ciudad de Europa llena de personas ambiciosas y sin escrúpulos. Antes de que acabe el día, el inspector McVey y sus amigos se encontrarán en una situación que no podrán relacionar con la Organización. Cuando las autoridades vuelvan a investigar, les sorprenderá descubrir que estos ciudadanos aparentemente respetables tienen, en realidad, pasados sórdidos plagados de secretos oscuros y muy privados que hasta ahora permanecían ocultos a los ojos de sus compañeros de trabajo y de sus familias. Esto quiere decir, en suma, que no son ellos los hombres más indicados para señalar con dedo acusador a personas como yo o como cualquiera de los cien amigos y ciudadanos más respetados de Alemania salvo, por supuesto, que sea con fines de lucro personal, por ejemplo a través del chantaje y la extorsión. ¿No crees que tengo razón, Pascal?
– Desde luego -dijo Von Holden asintiendo. El aislamiento y ejecución de McVey, Osborn, Noble y Remmer le incumbía a él. Del resto se ocuparían las secciones operativas de Los Ángeles, Frankfurt y Londres.
– Como puede ver, señor Goetz, no tenemos de qué preocuparnos. Nada en absoluto. De modo que, salvo si piensa que he omitido algo que valga la pena discutir, preferiría volver al tema de nuestra adquisición de la productora.
Sonó el teléfono de Scholl y éste levantó el auricular.
Escuchó un rato y luego miró a Goetz sonriendo. -Desde luego que sí -dijo-. Siempre estoy disponible para el cardenal O'Connel.