Capítulo 23

A las seis y cinco minutos, Henri Kanarack salió de Le Bois y, sin prisa, caminó dos manzanas y entró en la estación de metro frente a la estación del Este.

Osborn lo vio partir, encendió la luz del interior y miró el mapa que tenía en el asiento. Quince kilómetros y casi treinta y cinco minutos más tarde, pasó junto al apartamento de Kanarack en Montrouge. Dejó el coche en una calle lateral, caminó una manzana y media y se detuvo en la sombra frente al edificio de Kanarack. Quince minutos más tarde, Kanarack llegó caminando por la acera y entró. Desde el comienzo hasta el final, desde la panadería hasta la casa, no había indicios de que pensara que lo seguían, o que corría peligro. Sólo la rutina de todos los días. Osborn sonrió. Todo marchaba sobre ruedas y según lo previsto.

A las siete cuarenta, estacionó el Peugeot frente a su hotel, le entregó las llaves a un botones y entró. Cruzó el salón de recepción y se acercó al mostrador para ver si había algún recado.

– Non, monsieur, lo siento -sonrió la chica de pelo castaño al otro lado del mostrador.

Osborn le agradeció y se volvió. Por algún motivo, estaba esperando que Vera lo llamara, pero estaba igualmente satisfecho de que no lo hubiera hecho. No era momento para distraerse. Ahora sólo necesitaba tranquilidad y concentrarse en lo que hacía. Se preguntaba por qué le había dicho al inspector Barras que se marcharía de París en cinco días. Podría haber dicho una semana o diez días, incluso dos semanas. Cinco días habían apresurado todo casi hasta el punto de hacerle perder el control. Las cosas sucedían demasiado rápido y la sincronización se encontraba en un punto demasiado crítico. No había lugar para los errores o para lo imprevisto. ¿Qué sucedería si Kanarack enfermaba y decidía no ir a trabajar al día siguiente? ¿Qué pasaría entonces? ¿Tendría que entrar en su piso a la fuerza y hacerlo allí? ¿Qué pasaría con tanta otra gente? ¿La mujer de Kanarack, la familia, los vecinos? No estaba contemplado que pasara algo así, sencillamente porque él no lo había contemplado. No tenía ninguna libertad, absolutamente ninguna. Era como sostener un cartucho de dinamita con la mecha encendida. Pero ¿qué podía hacer sino seguir adelante y esperar lo mejor?

Osborn dejó de pensar en ello, y en lugar de dirigirse hacia los ascensores, entró en una tienda de regalos para comprar un periódico en inglés. Sacó un ejemplar del anaquel y esperó su turno frente a la caja. Por un momento pensó qué habría sucedido si Jean Packard no hubiese encontrado a. Kanarack tan rápido. ¿Qué habría hecho él? ¿Habría salido del país para luego volver? ¿Pero cuándo? ¿Cómo podía estar seguro de que la policía no había colocado alguna señal en el código electrónico de su pasaporte para alertarlos en caso de que volviera después de un tiempo? ¿Cuánto tiempo tendría que esperar antes de pensar que era seguro volver? ¿O qué habría pasado si el detective no hubiese encontrado a Kanarack? ¿Qué habría hecho entonces? Afortunadamente, no era el caso. Jean Packard había hecho un buen trabajo, y ahora dependía de él llevarlo a buen término.

«Tranquilo», se dijo a sí mismo, y avanzó hacia la caja, mirando despreocupadamente el periódico.

Lo que vio era horripilante. Nada podría haberlo preparado para ver el rostro de Jean Packard mirándolo desde los titulares de la primera página: ¡Detective privado salvajemente asesinado!

Abajo, un subtítulo: «Ex mercenario atrozmente torturado antes de morir.»

La tienda de regalos comenzó a girar. Al principio, lentamente, y luego cada vez más rápido. Finalmente, Osborn tuvo que afirmarse contra un escaparate de dulces para contenerse. El corazón le palpitaba aguadamente y escuchaba el sonido de su propia respiración. Se recuperó y volvió a mirar el periódico. Ahí estaba el rostro, con el título y la frase más abajo.

De alguna parte oyó que el cajero le preguntaba si se sentía bien. Asintió vagamente y buscó unas monedas en el bolsillo. Pagó el periódico y logró salir de la tienda de regalos, en dirección a la recepción y los ascensores. Estaba seguro de que Henri Kanarack había descubierto a Jean Packard siguiéndolo a él, y después de invertir el juego, lo había liquidado. Buscó rápidamente el nombre de Kanarack en el artículo, pero no lo encontró. Sólo decía que el investigador privado había sido asesinado en su apartamento a última hora la noche anterior y que la policía había declinado hacer declaraciones sobre los sospechosos o los móviles.

Osborn llegó a los ascensores y se encontró esperando en medio de un grupo de personas a las que apenas observó. Tres de ellos podían ser turistas japoneses, y el otro era un hombre de aspecto corriente con un traje gris arrugado. Osborn miró hacia otro lado intentando pensar. Se abrieron las puertas del ascensor y salieron dos ejecutivos. Los otros entraron, Osborn con ellos. Uno de los japoneses pulsó el botón de la quinta planta. El hombre del traje gris pulsó el de la novena. Osborn pulsó el siete.

Se cerraron las puertas y el ascensor subió.

¿Qué hacer ahora? Lo primero en que pensó Osborn fue en las fichas de Jean Packard. Llevarían a la policía directamente a él y luego a Henri Kanarack. Luego recordó la explicación que le había dado Packard sobre los métodos de trabajo de Kolb International, y cómo se enorgullecía Kolb de proteger a sus clientes. Y que sus detectives trabajaban en completa confidencialidad con los clientes. Y que éstos recibían todos los documentos al final de la investigación sin que quedaran copias. Y que Kolb era apenas algo más que un garante del profesionalismo y el encargado de pasar las facturas. Sin embargo, Packard no le había entregado ningún documento. ¿Dónde estaban los documentos?

De pronto Osborn recordó su sorpresa al percatarse de que el detective jamás escribía nada. Tal vez no había documentos. Tal vez el investigador privado mantenía la información lejos de todos y sólo al alcance de su mano. Le había entregado a Osborn el nombre y la dirección de Kanarack en el último momento, escrito a mano y en una servilleta de papel. Servilleta que Osborn aún conservaba en el bolsillo de su chaqueta. Tal vez era el único documento existente.

El ascensor se detuvo en la quinta planta y los japoneses bajaron. Las puertas volvieron a cerrarse y el ascensor subió. Osborn miró al tipo del traje gris. Le pareció vagamente familiar pero no lograba situarlo. En un momento, llegaron a la séptima planta. Se abrió la puerta y Osborn salió. El tipo del traje gris también salió. Osborn se alejó en una dirección y el hombre en la dirección contraria.

Mientras caminaba por el pasillo hacia su habitación, Osborn respiró más tranquilo. El choque inicial que había experimentado ante la muerte de Jean Packard se había disipado. Ahora necesitaba tiempo para saber cuál sería su próximo movimiento. ¿Y si Packard le había hablado a Kanarack de él? ¿Si le habría dado su nombre y le habría dicho dónde se hospedaba? Había matado al detective. ¿Por qué no iba a hacer lo mismo con él?

De pronto, Osborn se percató de que alguien caminaba a su espalda por el pasillo. Miró hacia atrás y vio que era el hombre del traje gris. Al mismo tiempo, recordó que el hombre había pulsado la novena planta, no la séptima. Frente a él, se abrió una puerta y salió un hombre con una bandeja de platos sucios. Levantó la mirada y vio a Osborn, volvió a cerrar la puerta y Osborn oyó el ruido de la cadena de seguridad de la puerta.

Ahora él y el hombre eran los únicos en el pasillo. Se activó una señal de alarma. De pronto, se detuvo y se volvió.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

– Unos minutos de su tiempo -dijo McVey, tranquilo y no amenazante-. Me llamo McVey. Soy de Los Ángeles, igual que usted.

Osborn lo miró con atención. El hombre rondaba los sesenta y cinco años, un metro ochenta de alto y unos ochenta y cinco kilos. La mirada de los ojos verdes era notablemente afable, y el pelo castaño comenzaba a encanecer, tirando a la calvicie. Llevaba un traje común y corriente, probablemente de Broadway o de Silverwoods. Le brillaba el poliéster de la camisa celeste y la corbata no le hacía juego con nada. Tenía aspecto de abuelo, o incluso se parecía al aspecto que su propio padre tendría, si estuviese vivo. Todo esto tranquilizó a Osborn.

– ¿Nos conocemos? -inquirió.

– Soy policía -dijo McVey, y le enseñó su placa del Cuerpo de Policía de Los Ángeles.

El corazón se le aceleró hasta la garganta. Por segunda vez en pocos minutos, pensó que se iba a desmayar.

– No entiendo -se oyó decir-. ¿Hay algún problema?

Por el pasillo se acercaba una pareja vestida de noche. McVey se apartó. El hombre sonrió y saludó con un gesto de la cabeza. McVey esperó a que pasaran, y volvió a mirar a Osborn.

– ¿Por qué no hablamos dentro? -Preguntó, mirando hacia la puerta de la habitación de Osborn-. O si prefiere, abajo en el bar. -McVey conservaba un tono calmado. El bar estaba bien si Osborn se sentía más cómodo. El médico no flaquearía, al menos ahora. Además, McVey ya había visto todo lo que tenía que ver en la habitación de Osborn.

Osborn sentía ansiedad, y tuvo que esforzarse para no mostrarlo. Después de todo, él no había hecho nada, al menos hasta ahora. Incluso pedirle a Vera que le consiguiera la sucinilcolina no era, en realidad, ilegal. Tal vez jugaba un poco con la ley, pero no había cometido ningún crimen. Además, este McVey era del Cuerpo de Policía de Los Ángeles, y en París estaba fuera de su jurisdicción. «Tienes que estar tranquilo -pensó-. Ser correcto, y averiguar qué quiere. Puede que no sea nada.»

– Aquí está bien -dijo Osborn. Abrió la puerta y entraron.

– Por favor, siéntese -dijo, cerrando la puerta. Dejó las llaves y el periódico en una pequeña mesa-. Si no le importa, me lavaré las manos.

– No me importa. -McVey se sentó en el extremo de la cama y miró a su alrededor, mientras Osborn iba al baño. Todo estaba como lo había dejado por la tarde, cuando después de mostrarle la placa a un ama de llaves, le había dado doscientos francos para que lo dejara entrar.

– ¿Quiere tomar algo?-preguntó Osborn, mientras se secaba las manos.

– Si usted me acompaña.

– Yo sólo bebo whisky.

– Vale.

Osborn volvió con una botella de Johnnie Walker etiqueta negra a medio vaciar. Cogió dos vasos sellados en celofán de una bandeja esmaltada que se encontraba sobre un escritorio francés de imitación, sacó el plástico y sirvió para ambos.

– Por cierto, no tengo hielo -se excusó.

– Me da igual -dijo McVey, y miró las zapatillas deportivas de Osborn, recubiertas con el lodo seco-. ¿Andaba haciendo deporte?

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Osborn, y le pasó un vaso a McVey.

– Como tiene el calzado con lodo… -dijo McVey, señalando con la cabeza.

– Yo… -vaciló Osborn, y lo disimuló con una sonrisa- salí a dar un paseo. Están plantando en los jardines frente a la torre Eiffel. Con la lluvia, no se puede caminar por ninguna parte sin pisar el lodo.

McVey bebió un trago de su whisky. Le dio a Osborn un respiro para preguntarse si se habría tragado la mentira. En realidad, no era mentira. Recordaba que el día anterior había visto cómo trabajaban en los jardines de la torre Eiffel. Había que distraerlo de aquello con rapidez.

– ¿Y bien? -dijo.

– Pues bien -vaciló McVey-. Estaba en la recepción cuando usted entró en la tienda de regalos. Vi su reacción cuando leyó el periódico -dijo, señalando con un gesto de la cabeza el periódico sobre la mesa.

Osborn bebió un trago. Bebía rara vez. Sólo después de esa primera noche en que había descubierto y perseguido a Kanarack y luego lo había detenido la policía de París, había llamado al servicio de habitaciones para pedir el whisky. Ahora, al beberlo, se alegraba de haberlo hecho.

– Por eso está aquí… -dijo, clavándole la mirada a McVey. «Vale, ya están enterados. Sé frío, no emocional. Averigua qué más saben.»

– Como usted sabe, el señor Packard -y McVey pronunciaba «Packard» como la marca de coche, no Packkard, como los franceses-, trabajaba para una empresa internacional. Yo había venido a París por otro asunto de trabajo con la policía francesa cuando ha sucedido esto. Ya que usted fue uno de los últimos clientes del señor Packard… -dijo McVey, sonriendo, y bebió otro trago de whisky-. En todo caso, la policía de París me ha pedido que viniera a verlo y que conversara con usted. Los dos somos americanos. Quieren saber si usted tenía idea de quién lo habría hecho. Como entenderá, no tengo ninguna autoridad aquí, sólo estoy ayudando.

– Ya lo entiendo. Pero no creo que yo sea la persona indicada para ayudarle.

– ¿Le pareció preocupado por algo el señor Packard?

– Si estaba preocupado, no me lo comentó.

– ¿Le importa que le pregunte por qué lo contrató?

– No lo contraté. Yo contraté a Kolb International. Lo mandaron a él.

– Eso no es lo que le he preguntado.

– Si no le importa, es un asunto personal.

– Señor Osborn, estamos hablando de un hombre que ha sido asesinado- dijo McVey, y parecía que estuviera hablando ante un jurado.

Osborn dejó su vaso. No había hecho nada y se sentía como si lo estuvieran acusando. Aquello no le gustaba.

– Mire, inspector McVey, Jean Packard trabajaba para mí. Está muerto y lo siento, pero no tengo la menor idea de quién puede haberlo matado o por qué. Y si ése es el motivo por el que ha venido, ¡se equivoca! -Osborn se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta con un gesto de enfado. Al hacerlo, palpó la sucinilcolina y el paquete de jeringuillas que le había dado Vera. Había pensado en dejarlas al volver a cambiarse antes de ir al río, pero lo había olvidado. Al descubrir el paquete, su actitud cambió.

– Oiga… lo siento. No quería reaccionar así. Supongo que el impacto al enterarme de que lo han matado de esa manera… me pone un poco nervioso.

– Sólo permítame preguntarle si el señor Packard terminó el trabajo que le había encargado.

Osborn dudó. ¿Qué diablos quería este tipo? ¿Sabían algo del asunto de Kanarack o no? «Si dices que sí, ¿que sucederá entonces? Si dices que no, lo dejarás abierto.»

– ¿Lo terminó, doctor Osborn?

– Sí -dijo él, finalmente.

McVey lo miró un momento, y luego inclinó el vaso y acabó el whisky. Sostuvo el vaso vacío en la mano como si no supiera qué hacer con él. Luego pareció recuperar el hilo de su pensamiento y volvió a mirar a Osborn.

– ¿Conoce a un tal Peter Hossbach?

– No.

– ¿John Cordell?

– No. -Osborn estaba totalmente intrigado. No tenía la menor idea de qué hablaba McVey.

– ¿Friedrich Rustow? -preguntó McVey, cruzándose de piernas. Entre el borde de los calcetines y el pantalón aparecieron unas espinillas blancas y lampiñas.

– No -repitió Osborn-. ¿Son sospechosos?

– Son personas desaparecidas, doctor Osborn.

– Jamás he oído ninguno de esos nombres -dijo Osborn.

– ¿Ni uno solo?

– No.

Hossbach era alemán, Cordell era inglés y Rustow, belga, y eran tres de los decapitados. McVey registró en alguna parte de su disco duro mental que Osborn no había movido ni un pelo al escuchar los nombres. Un factor de reconocimiento cero. Era evidente que podía tratarse de un actor consumado que mentía. Los médicos lo hacían a menudo cuando pensaban que era preferible que el paciente no supiera nada.

– Y bien, el mundo es ancho y pasan muchas cosas -dijo McVey-. Mi trabajo consiste en encontrar el cabo donde todo se junta e intentar aislarlo.

Se inclinó hacia la pequeña mesa y dejó el vaso junto a las llaves de Osborn y se incorporó. Había dos juegos de llaves. Uno era de la habitación del hotel y el otro era un juego de llaves de coche con el dibujo de un león medieval en el llavero. Las llaves de un Peugeot.

– Gracias por su tiempo, doctor. Siento haberlo molestado.

– No se preocupe -dijo Osborn, intentando que no se hiciera patente su alivio. Aquello no era nada más que preguntas rutinarias de la policía. McVey sólo estaba ayudando a los polis franceses, y no había nada más.

McVey estaba junto a la puerta, y tenía la mano en el pomo cuando se volvió.

– Usted estaba en Londres el día 3 de octubre, ¿no es así?

– ¿Qué? -La reacción de Osborn fue de sorpresa.

– Eso fue… -y McVey sacó una pequeña tarjeta plástica de su cartera y la miró-, el lunes pasado.

– No entiendo qué quiere decir.

– Estaba en Londres, ¿no?

– Sí.

– ¿Porqué?

– Yo… volvía a casa después de un congreso médico en Ginebra -dijo Osborn, y se percató de que tartamudeaba. ¿Cómo lo sabía McVey? ¿Y qué tenía que ver eso con Jean Packard y las personas desaparecidas?

– ¿Cuántos días estuvo allí?

Osborn vaciló. ¿A dónde lo llevaba todo aquello? ¿Qué andaba buscando?

– No entiendo qué tiene que ver esto -dijo, intentando no dar la impresión de estar demasiado a la defensiva.

– Sólo es un pregunta, doctor. Es parte de mi trabajo. Hacer preguntas. -McVey no pensaba dejarlo hasta que le diera una respuesta.

Osborn decidió ceder.

– Alrededor de un día y medio.

– ¿Se hospedó en el hotel Connaught?

– Sí.

Osborn sintió un hilillo de sudor que le resbalaba por la axila derecha. De pronto, McVey había dejado de tener aspecto de abuelo.

– ¿Qué hizo mientras estuvo allí?

Osborn sintió que el rostro le enrojecía de ira. Lo estaban arrinconando en una situación que ni entendía ni le agradaba. «Tal vez sepan lo de Kanarack», pensó. Y eso podría ser una manera de engañarlo para que hablara de ello. Pero no haría tal cosa. Si McVey sabía algo de Kanarack, sería él quien hablara, no Osborn.

– Inspector, lo que hice en Londres es asunto personal, y dejémoslo ahí.

– Mire, Paul. -McVey habló suavemente-. No tengo la intención de entrometerme en sus asuntos privados. Estoy hablando de unos individuos que han desaparecido. Usted no es la única persona con que he hablado. Sólo quisiera que me explicara qué hizo con su tiempo mientras estuvo en Londres.

– Tal vez debería llamar a un abogado.

– Si cree que necesita uno, no hay problemas. Ahí tiene el teléfono.

– Llegué el sábado por la tarde, y fui a ver una obra de teatro el sábado por la noche -dijo, desviando la mirada, con voz monótona-. Empecé a sentirme mal. Volví a la habitación de mi hotel y no me moví hasta el lunes por la mañana.

– Toda la noche del sábado y el domingo todo el día.

– Así es.

– No salió en ningún momento de su habitación.

– No.

– ¿Pidió servicio de habitación?

– ¿No ha tenido nunca uno de esos virus que duran veinticuatro horas? Estuve tumbado por los escalofríos y la fiebre, con una diarrea que se alternaba con antiperistalsis, lo que vulgarmente se conoce como vómitos. ¿Quién tendría ganas de comer?

– ¿Estaba solo?

– Sí. -La respuesta de Osborn fue rápida, tajante.

– ¿Y nadie más lo vio?

– No que yo sepa.

McVey esperó un momento y luego habló con voz suave.

– Doctor Osborn, ¿por qué me miente?

Hoy era jueves por la noche. Antes de partir de Londres a París, el miércoles por la tarde, McVey le había pedido al Comandante Noble que verificara la estancia de Osborn en el hotel Connaught.

Poco después de las siete de la mañana del jueves, llamó Noble. Osborn se había registrado en el Connaught el sábado por la tarde y se había marchado el lunes por la mañana. Había firmado con el nombre de Paul Osborn, Dr., de Los Ángeles y había subido solo a su habitación. Un rato después, se había reunido con él una mujer.

– ¡Qué dice usted! -exclamó Osborn, intentando disimular su asombro con la irritación.

– Usted no estaba solo -dijo McVey, sin darle la oportunidad de negarlo por segunda vez-. Mujer joven, pelo oscuro, veinticinco, veintiséis años. Se llama Vera Monneray, y tuvo relaciones sexuales con ella en el taxi que los llevó desde Leicester Square hasta el hotel Connaught el sábado por la noche.

– ¡Dios mío! -Osborn estaba fuera de sí. Cómo I trabajaba la policía, qué cosas sabían y cómo lo sabían, F era algo verdaderamente insospechable. Al final, asintió.

– ¿Fue por ella por lo que vino a París?

– Sí.

– Supongo que habrá estado enferma todo el tiempo que lo estuvo usted.

– Sí, estuvo enferma…

– ¿La conoce desde hace tiempo?

– La conocí en Ginebra a finales de la semana pasada. Vino conmigo a Londres. Luego volvió a París. Es residente en un hospital de París.

– ¿Residente?

– Es médica. Será médica pronto.

¿Médica? McVey miró a Osborn. Es asombroso lo que se puede encontrar cuando uno escarba un poco. A él le importaban un comino los «límites» que fijaba Lebrun.

– ¿Por qué no habló de ella?

– Ya le dije que era algo personal.

– Doctor, ella es su coartada. Sólo ella puede confirmar qué hizo usted los días que estuvo en Londres…

– No quiero comprometerla en esto.

– ¿Por qué?

Osborn sintió que se le volvía a calentar la sangre. McVey comenzaba a invadir un terreno personal con sus acusaciones, y la verdad es que a Osborn no le agradaba aquella intromisión en su vida privada.

– Mire, usted dijo que no tenía ninguna autoridad aquí. ¡No tengo por qué estar hablando con usted, en primer lugar!

– No, no tiene por qué. Pero creo que tal vez quisiera hacerlo -dijo McVey, afable-. La policía tiene su pasaporte. Pueden acusarlo de agresión con agravantes, si quieren. Yo sólo les estoy haciendo un favor. Si llegaran a pensar que usted no se ha portado bien conmigo, tal vez se lo pensarían dos veces antes de dejarlo ir. Sobre todo ahora que su nombre ha aparecido en el contexto de una investigación por asesinato.

– ¡Ya le dije que yo no tuve nada que ver con eso!

– Tal vez no -consintió McVey-. Pero podría pasarse un tiempo en una prisión francesa hasta que ellos estuvieran de acuerdo con usted.

De pronto, Osborn se sintió como si acabasen de sacarlo de la máquina de lavar la ropa y estuviesen a punto de lanzarlo a la secadora. No le quedaba más que ceder.

– Puede que si me dijera usted qué es lo que quiere saber, pudiera ayudarle.

– Asesinaron a un hombre en Londres el fin de semana que usted estuvo allí. Necesito que se confirme qué estaba haciendo usted y a qué hora. Y la señorita Monneray parece ser la única que puede hacerlo. Desde luego, tiene muchas reservas para incriminarla, y resulta que con esas reservas ya la está incriminando. Si usted prefiere, puedo pedirle a la policía francesa que la recoja en su domicilio y luego conversamos todos en la Prefectura.

Hasta ese momento, Osborn había hecho todo lo posible por mantener a Vera fuera de todo aquello. Pero si McVey cumplía su amenaza, se enterarían los medios de comunicación. Si eso sucedía, todo el tinglado -su relación con Jean Packard, la estancia clandestina con Vera en Londres, hasta la historia de Vera y de la persona que estaba viendo-, todo se convertiría en comidilla de primera página. Los políticos podían hacer lo que quisieran con las vedetes y las guapetonas del día, y lo peor que podía sucederles era perder una elección o algún alto cargo. Pero su amiga estaría retratada en la portada de la prensa amarilla a disposición en todos los kioscos del mundo, probablemente en bikini. Para una mujer que estaba a punto de licenciarse en medicina era algo completamente diferente. A la gente no le agradaba la idea de que los médicos fueran tan humanos, de modo que si McVey insistía, Vera no sólo perdería su condición de residente sino que tiraría por la borda toda su carrera. Con o sin chantaje, Osborn era la única persona con que McVey había hablado de lo que sabía, y ahora le ofrecía que las cosas siguieran así.

– Es… -empezó a decir Osborn, y carraspeó-. Es… -De pronto se percató de que McVey había abierto una puerta sin proponérselo. No sólo en lo que se refería al asunto Jean Packard sino también para descubrir hasta qué punto estaba enterada la policía.

– ¿Es qué?

– La razón por la que contraté a un detective privado -dijo Osborn. Era un farol pero tenía que correr el riesgo. La policía habría revisado cada uno de los papeles en casa de Jean Packard y en su despacho. Pero él sabía que Packard no escribía nada. De modo que estarían buscando cualquier pista y no les importaba cómo conseguirla, hasta para mandar a un poli americano a darle un susto-. Ella tiene un amante. No quería que yo lo supiera. Y yo no lo habría descubierto si no la hubiera seguido hasta París. Cuando me lo dijo, me enfadé. Le pregunté quién era pero no quiso decírmelo. De modo que me propuse descubrirlo. -Con todo lo listo y duro que era McVey, si se tragaba la historia, significaba que la policía no sabía nada sobre Kanarack. Y si no sabían nada, no había razón para que Osborn no siguiera adelante con su plan.

– ¿Y Packard descubrió quién era?

– Sí.

– ¿Me lo quiere decir?

Osborn esperó el tiempo suficiente para que McVey sintiera que no le era nada fácil hablar de ello.

– Se está follando al Primer Ministro de Francia -dijo, en voz baja.

McVey lo miró fijo un instante. Era la respuesta correcta, la que él buscaba. Si Osborn estaba escondiendo algo, McVey no sabía qué era.

– Ya se me pasará. Estoy seguro que un día me reiré de todo esto. Pero ahora no.

La respuesta de Osborn era razonable, incluso algo sentimental.

– ¿Le parece suficientemente personal? -le preguntó.

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