Osborn tenía la cara y los hombros aplastados contra la roca. Las puntas de las Reebok encontraron asidero en lo que parecía un saliente de algo más de cinco centímetros. Abajo, la oscuridad fría del vacío. No tenía idea de cuánto caería si resbalaba, pero cuando una piedra grande se desprendió por encima de su cabeza y rebotó a su lado en su caída, Osborn se quedó escuchando y no la oyó estrellarse. Miró hacia arriba intentando situar el sendero, pero una masa de hielo que colgaba sobre su cabeza se lo impedía. La hendidura en la que estaba suspendido corría verticalmente a la pared rocosa en que se afirmaba. Podía ir a la izquierda o la derecha, pero no hacia arriba, y después de desplazarse un par de metros en cada una de las direcciones, encontró que era más fácil hacia la derecha. Se volvía más ancha y sobresalían trozos de roca que podía usar para agarrarse con las manos. A pesar del intenso frío, sentía la mano derecha con la piel rasgada por el carámbano como aplastada con una plancha al rojo vivo. Y al querer cerrar los dedos en torno a los trozos de roca, el dolor era insoportable. Sin embargo, en cierta manera, le favorecía porque lo obligaba a concentrarse. Sólo pensaba en el dolor y en cómo agarrarse de un trozo de roca sin perder asidero. Mano derecha. Asirse. Pie derecho deslizándose, encontrar un apoyo, probar el peso. Cambiar de punto de apoyo. Equilibrarse. Mano izquierda, pie izquierdo, repetir la operación. Ahora estaba al borde de la cara rocosa, que se inclinaba hacia dentro en una sima. En esquí se le llamaba «chute» o caída. Pero con la nieve y el viento resultaba imposible decir si la hendidura seguía más allá o se acababa. Si se detenía en el borde, Osborn dudaba que pudiera volver y desandar todo lo que había avanzado. Se llevó una mano a la boca y se la calentó con el aliento. Repitió la operación con la otra. El reloj se le había introducido dentro de la manga y le era imposible sacarlo otra vez sin poner en peligro su equilibrio. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Pero sabía que faltaban aún muchas horas para que llegara la luz del día y que, si se detenía, moriría de hipotermia en cuestión de minutos. De pronto se produjo un claro entre las nubes y la luna brilló unos instantes. Osborn vio a su derecha y unos tres o cuatro metros más abajo un reborde ancho que conducía a la montaña. Parecía helado y resbaladizo, pero lo bastante ancho para caminar. Luego vio un sendero estrecho que serpenteaba hacia el glaciar abajo. Y en el sendero descubrió a un hombre con una bolsa.
La luna desapareció tan rápido como había salido y el viento arreció. La nieve le daba en el rostro como astillas de vidrios disparadas a presión y tuvo que tapar la cabeza contra la roca. «El borde está ahí -pensó-. Es lo bastante ancho para sostenerte. La fuerza que te ha traído hasta aquí te ha dado una oportunidad más. Confía en ella.» Se acercó al borde y estiró una pierna. No había más que vacío. «Confía, Paul. Confía en lo que has visto», pensó antes de dejarse caer a la oscuridad.