Capítulo 18

Los árboles a lo largo del bulevar Saint Jacques comenzaban a teñirse de amarillo, aprestándose a dejar caer sus hojas antes del invierno. Algunas ya se habían desprendido, y la lluvia volvía resbaladizo el suelo. Al cruzar la calle, Osborn cogió a Vera por el brazo para sostenerla. Ella sonrió agradeciendo el gesto, pero apenas cruzaron, le pidió que la soltara. Osborn miró a su alrededor.

– ¿Te preocupa la mujer que empuja el cochecito del bebé o el viejo paseando al perro?

– Los dos. Cualquiera de los dos. Ninguno -dijo ella, sin inflexiones en la voz, deliberadamente distante aunque sin saber por qué. Tal vez temía que la vieran. O no deseaba estar con él en ese momento, o tenía todas las ganas del mundo pero quería que él tomara la decisión en su lugar.

De pronto, Osborn se detuvo.

– No estás haciéndolo fácil -dijo.

Vera sintió que el corazón le daba un leve vuelco. Cuando se volvió, sus miradas se encontraron y se mantuvieron fijas, como aquella primera noche en Ginebra, o como se habían mirado en Londres cuando él la dejaba en el tren a Dover. Como se habían mirado en su habitación del hotel de la avenida Kléber cuando él abrió la puerta y se quedó parado solamente con una toalla alrededor de la cintura.

– ¿Qué es lo que no estoy haciendo fácil?

La respuesta de Osborn la sorprendió.

– Necesito tu ayuda y me está costando bastante encontrar un modo de pedírtela.

Ella no entendió, y se lo dijo.

Bajo el paraguas que él sostenía para los dos, la luz era suave y delicada. Osborn lograba distinguir el cuello de su bata blanca de hospital sobresaliendo bajo su anorak azul. Parecía más un miembro de un equipo de salvamento de alta montaña que una médica residente en un hospital urbano. Unos pequeños pendientes de oro caían del lóbulo de cada oreja como diminutas gotas de lluvia, acentuando su rostro delgado y convirtiendo sus ojos en dos enormes fuentes de esmeralda,

– Realmente es estúpido. Y ni siquiera sé si es ilegal. Todo el mundo actúa como si lo fuera.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Vera. ¿De qué estaba hablando? La quería despistar. ¿Qué tenía que ver eso con ellos?

– Tengo una receta para una droga y ahora me dicen que sólo se puede conseguir en las farmacias de los hospitales y que necesito la autorización de un médico establecido aquí. No conozco a ningún médico aquí

– ¿Qué droga es? -Preguntó ella, con visible expresión de inquietud-. ¿Estás enfermo?

– No -sonrió Osborn.

– Y entonces, ¿qué pasa?

– Ya te he dicho… que era una tontería -dijo, mirándola cohibido-. Tengo que presentar una ponencia cuando vuelva. Y digo bien, nada más volver. Debido a un motivo que se llama Vera, me he tomado una semana y debería haber vuelto al trabajo…

– Di lo que tengas que decir, ¿vale? -dijo ella, sonriendo, tranquila. Todo lo que habían hecho juntos era enriquecedor y romántico y profundamente personal, hasta la ayuda que se habían prestado mutuamente con las íntimas y engorrosas funciones fisiológicas durante la gripe de veinticuatro horas en Londres.

Salvo su primera conversación exploratoria en Ginebra, habían hablado muy poco, si no nada, de sus vidas profesionales, y ahora él estaba haciendo una pregunta cualquiera que tenía que ver precisamente con ese aspecto.

– Tengo que presentar una ponencia ante un grupo de anestesistas un día después de volver a Los Angeles. En un principio, tenía que hablar al tercer día, pero lo han cambiado y ahora soy el primero en la lista. La ponencia versa sobre los preparativos anestésicos antes de la cirugía, incluyendo las dosis de sucinilcolina y su efectividad bajo condiciones de urgencia. He hecho la mayor parte de mi experimentación en laboratorio. Y no tendré tiempo cuando vuelva, pero aún me quedan dos días aquí. Y, al parecer, si quiero conseguir sucinilcolina en París, necesito la autorización de un médico francés para que me la den. Y, como he dicho, no conozco a ningún médico.

– ¿Te vas a automedicar? -Vera estaba sorprendida. Había sabido de médicos que lo hacían de vez en cuando, y casi lo había intentado en sus años de estudiante, pero se había acobardado y se había limitado a copiar de una investigación publicada.

– He hecho diversos experimentos desde los años de la facultad -dijo Osborn, con una gran sonrisa cruzándole el rostro-. Por eso soy un poco raro -advirtió, y bruscamente sacó la lengua, hinchó los ojos y se retorció una oreja.

Vera rió. Era un aspecto de él que no había visto, un humor tonto cuya existencia desconocía.

Osborn se soltó la oreja y se desvaneció el payaso.

– Vera, necesito la sucinilcolina, y no sé cómo conseguirla. ¿Me puedes ayudar?

Parecía muy serio. Aquello tenía que ver con su vida y con su profesión. De pronto, Vera se percató de lo poco que sabía de él y, a la vez, de todo lo que deseaba saber. Qué creía y en qué creía. Qué cosas le gustaban, qué le molestaba. Qué cosas amaba, temía, envidiaba. Qué secretos tenía que jamás había compartido con ella o con nadie. Qué era lo que le había hecho fracasar en dos matrimonios.

¿Había sido culpa de Paul, o de las mujeres? ¿O simplemente él no sabía escogerlas? O… tal vez había algo más, algo profundo en él que volvía amarga una relación, hasta destruirla. Desde el comienzo, lo había sentido turbado, pero no conocía la causa. No era algo que pudiera señalar y entender. Era más profundo, y él lo mantenía oculto. Y sin embargo, permanecía. Y ahora, más que en ningún otro momento desde que se conocían, mientras él esperaba bajo el paraguas y le pedía que lo ayudara, lo vio absorto en ello. De pronto se vio sumergida en un deseo de saber y apoyar y entender, más como un sentimiento que como una idea consciente. Era algo peligroso, y ella lo sabía, porque la atraía hacia un lugar al que no la habían invitado, a un lugar, estaba segura, donde nadie había sido invitado.

– Vera. -De pronto se percató de que aún estaban en la esquina y que Osborn le hablaba-. Te he preguntado si me podías ayudar.

– Sí -dijo ella, y lo miró sonriendo-. Déjame intentarlo.

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