Se llamaban Eric y Edward y Joanna jamás había visto dos hombres tan perfectos. A sus veinticuatro años parecían especimenes perfectos del macho humano. Ambos medían un metro ochenta y cinco y pesaban exactamente lo mismo, a saber, setenta y cinco kilos.
Los había visto a primera hora de la tarde mientras trabajaba con Elton Lybarger en la parte baja de la piscina del edificio que albergaba el gimnasio de la propiedad. La piscina tenía dimensiones olímpicas de cincuenta metros de largo por veintitrés de ancho. En ese momento, Eric y Edward la cruzaban de una a otra punta nadando estilo mariposa. Joanna había visto nadar ese estilo pero sólo en tramos cortos dado que exigía un esfuerzo considerable. En un extremo de la piscina había un contador que registraba el rendimiento de los nadadores.
Cuando Joanna y Lybarger entraron, los jóvenes ya habían cubierto ocho vueltas equivalentes a doscientos metros. Cuando terminó su trabajo con Lybarger, los dos jóvenes seguían nadando mariposa, brazada a brazada, lado a lado. El contador registraba sesenta y dos vueltas, algo más de tres kilómetros. ¿Tres y un kilómetros ininterrumpidos en estilo mariposa? Aquello era increíble e incluso totalmente imposible. Pero no cabía duda porque Joanna los había visto.
Una hora más tarde cuando uno de los asistentes llevó a Lybarger a su terapia de logopedia, Eric y Edward habían salido de la piscina y se preparaban para salir a correr por el bosque. Von Holden se los presentó a Joanna.
– Son los sobrinos del señor Lybarger -dijo, sonriendo-. Estudiaban en el Instituto de Cultura Física en la ex Alemania del Este. Cuando anunciaron que lo cerraban, regresaron a casa.
Los dos jóvenes eran muy correctos.
– Hola, un placer conocerla -dijeron, y luego se alejaron corriendo.
Joanna preguntó si se estaban entrenando para los Juegos Olímpicos. Von Holden sonrió.
– No, para las Olimpiadas no. ¡Para la política! El señor Lybarger los incitaba a dedicarse a la política desde que eran jóvenes y murió su padre. Pensaba que algún día Alemania se reunificaría. Y tenía razón.
– ¿Alemania? Yo creía que el señor Lybarger era suizo.
– Alemán. Nació en la ciudad industrial de Essen.
A las siete en punto, la familia y los invitados se sentaron a cenar en el comedor principal de la mansión Lybarger que según se había enterado Joanna se llamaba «Anlegeplatz.», es decir, «embarcadero». Si alguien se iba de allí, siempre podría regresar.
Al volver a su habitación después de una larga sesión de trabajo con el señor Lybarger, Joanna encontró un vestido de noche escogido y diseñado a la perfección por la célebre Uta Baur a partir de una simple fotografía. Joanna la había conocido la noche anterior a bordo del crucero y ahora se enteraba de que era una de las huéspedes en Anlegeplatz.
Era un vestido largo y ajustado y en lugar de poner de relieve su generosa silueta, la halagaba ciñéndola y acentuando lo mejor. Era algo único, absolutamente erótico y tan atrevido como para llevarlo sin ropa interior, lo cual eliminaba las líneas o el abultamiento provocado por los elásticos ajustados. Estaba confeccionado con terciopelo negro, llevaba una abertura varios centímetros por debajo de la garganta y un ligero dibujo de filigrana dorada desde la parte posterior del cuello le cruzaba el escote y volvía a la parte posterior como una boa constrictora que la ciñera, reluciente. En los hombros, todo un detalle, colgaban unas pequeñas borlas doradas.
Al principio Joanna sintió cierta reserva. Jamás había esperado ponerse algo así. Pero no había traído ningún vestido elegante y en Anlegeplatz la cena era un acontecimiento formal. De modo que no tenía más alternativa que probárselo. Se dio cuenta de que aquella prenda la transformaba, como algo mágico. Con el maquillaje y el pelo recogido en un nudo a la francesa, ya no era la terapeuta de aspecto corriente e inocente de Nuevo México. Se había convertido en una distinguida y sexy mujer de mundo y sabía conducirse con gracia y garbo.
El enorme salón del comedor en Anlegeplatz podía haber sido el escenario de un auténtico drama medieval. Los doce invitados estaban sentados en sillas de madera tallada a lo largo de una larga y angosta mesa donde se podían sentar cómodamente treinta comensales. Media docena de camareros atendían a todas sus necesidades. La sala tenía una altura equivalente a dos plantas y estaba construida enteramente de piedra. Del techo colgaban banderas con escudos de grandes familias, a la manera de estandartes, y todo hacía pensar que aquello había servido de morada a reyes y caballeros.
Elton Lybarger estaba sentado a la cabecera de la mesa y a su derecha, Uta Baur conversaba con él con la animación que le era característica como si los dos fueran los únicos presentes. Uta vestía de negro, su color distintivo. Botas hasta las rodillas, pantalones ajustados al cuerpo y un jersei negro de cuello simple cerrado con un botón en el pecho. La piel de manos, cara y cuello era tersa y atornasolada como si jamás hubiera estado expuesta a la luz del sol. El escote de sus diminutos pechos sostenidos en alto por un sostén rígido era del mismo color lechoso, delineados por unas venas superficiales de tinte azul claro como fisuras de porcelana china. Bajo su pelo blanco extraordinariamente corto, el único relieve eran sus cejas depiladas. No llevaba maquillaje ni joyas de ningún tipo, lo cual era bastante elocuente.
La cena fue larga y pausada y a pesar de los demás invitados -el doctor Salettl, los gemelos Eric y Edward y varias otras personas que le presentaron- Joanna pasó la mayor parte del tiempo conversando con Von Holden de Suiza, de su historia, sus ferrocarriles y su geografía. Von Holden hablaba como un experto pero lo mismo le habría dado a Joanna que hablara del precio del arroz en China. Su llamada fría y brusca por la mañana pidiéndole que estuviera preparada para que pasaran a recogerla al hotel le había hecho sentirse como una mujer fea y ordinaria, como si aquella noche la hubiera usado. Pero al reunirse con ella en el jardín por la tarde, Von Holden se había portado tan cálido y generoso como la noche anterior y había conservado ese talante durante toda la cena. A medida que avanzaba la velada y aunque intentaba no demostrarlo, Joanna se derretía por sus caricias.
Después de la cena, Lybarger, Uta, el doctor Salettl y los demás invitados se retiraron a la biblioteca de la segunda planta para tomar el café y escuchar un concierto de piano a cuatro manos ejecutado por Eric y Edward.
Joanna y Von Holden, como empleados, no fueron invitados y prescindieron de ellos durante la velada.
– El doctor Salettl me ha dicho que espera que el señor Lybarger pueda caminar sin bastón el viernes -dijo Joanna observando a Uta que cogía a Lybarger por el brazo para ayudarlo a subir la escalera.
– ¿Crees que será capaz? -inquirió Von Holden.
– Espero que sí, pero depende del propio señor Lybarger. No sé qué puede pasar el viernes que resulta tan importante. ¿Y si tarda aún unos días?
– Quiero enseñarte algo -dijo Von Holden ignorando su pregunta. La condujo hasta una puerta lateral cerca del extremo del comedor. Entraron a un pasillo revestido de madera y traspasaron una pequeña puerta que daba a una escalera. Von Holden le ofreció la mano y bajaron hasta llegar a una segunda puerta que conducía a su vez a una estrecha galería que desembocaba más abajo de la entrada de la casa.
– ¿Adonde vamos?- preguntó Joanna en voz baja.
Von Holden no dijo nada y ella sintió un temblor excitante mientras avanzaban. Pascal von Holden era un hombre que podía atraer y poseer a cualquier mujer que se propusiera. Vivía en un mundo de gente sumamente adinerada y bella próxima a la realeza. Joanna no era más que una terapeuta común y corriente que hablaba inglés con acento sureño. Había tenido una aventura con él la noche anterior y sabía que no representaba nada especial. Entonces, ¿cómo se explicaba que ahora quisiera repetir la experiencia? Si era eso lo que perseguía.
Al final del pasillo había unas escaleras. Al llegar arriba, Von Holden abrió una puerta. Se apartó a un lado, la invitó a entrar y cerró la puerta a su espalda.
Joanna estaba boquiabierta mirando hacia arriba. La habitación en que se encontraban alojaba una enorme rueda de molino impulsada por el flujo de una rápida corriente de agua.
– Este sistema proporciona energía a las instalaciones de la casa -dijo Von Holden-. Camina con cuidado porque el suelo es resbaladizo.
Von Holden la cogió del brazo y la condujo a otra puerta. La abrió y encendió una luz. La sala era de piedra y madera, de unos dos metros cuadrados. En el medio había una fuente de agua que borboteaba rodeada de bancos de piedra. Von Holden señaló una puerta de madera.
– Ahí dentro hay una sauna. Todo muy natural y bueno para la salud -dijo.
Joanna se sonrojó y al mismo tiempo sintió su cuerpo invadido por una ola de calor.
– No he traído nada para cambiarme -se excusó.
– Ah, los diseños de Uta son una maravilla -dijo él sonriendo.
– No entiendo.
– El vestido se ciñe al cuerpo y está hecho para ponérselo sin ropa interior, ¿no es así?
Joanna volvió a sonrojarse.
– Sí, pero…
– La forma siempre obedece a la función -dijo Von Holden, y se inclinó para coger una de las borlas doradas de los hombros-. Esta borla del adorno…
Joanna notaba que Von Holden quería hacer algo pero no entendía de qué se trataba.
– ¿Qué pasa con la borla?
– Si uno le da un pequeño tirón. De pronto, el vestido de Joanna se abrió y cayó elegantemente al suelo como la cortina de un escenario.
– Ya ves, estás lista para un baño y una sauna -dijo Von Holden, y retrocedió un paso para recorrerla con la mirada.
Joanna sintió un deseo que jamás había experimentado, incluso más intenso, si era posible, que la noche anterior. Jamás había sentido que la presencia de un hombre fuera tan devastadoramente erótica. En ese momento habría hecho lo que hubiera querido él y si cabía más.
– ¿Te gustaría desnudarme? Sería bastante justo cambiar los papeles, ¿no te parece?
– Sí -dijo Joanna, en un susurro-. Dios mío, ya lo creo que me parece justo.
Y entonces Von Holden la tocó y ella se acercó y lo desvistió y luego hicieron el amor en la piscina y sobre los bancos de piedra y también en la sauna.
Agotados por el amor descansaron entre besos y caricias y luego Von Holden volvió a poseerla lenta y decididamente en posiciones insospechadas que superaban toda fantasía. Joanna miró hacia arriba y se vio reflejada en el techo de espejos y luego en la pared de espejos a su izquierda y todo eso le hizo reír de goce e incredulidad. Por primera vez en su vida se sentía una mujer atractiva y deseada y aprovechó las delicias y Von Holden la dejó. El tiempo le pertenecía, todo el tiempo que quisiera.
En un estudio de paredes oscuras en la segunda planta del edificio principal de Anlegeplatz, Uta Baur y el doctor Salettl observaban tranquilos, sentados en cómodas sillas, el ejercicio amoroso en tres pantallas gigantes de alta definición. Las imágenes provenían de cámaras operadas por control remoto montadas detrás de los espejos. Cada cámara tenía su propio monitor, lo cual proporcionaba una visión total de la actividad que en ese momento grababan.
Resultaba difícil saber si alguno de los dos se sentía excitado por las imágenes, no porque ambos fueran septuagenarios sino porque la observación era puramente clínica. Von Holden no era más que un instrumento en el estudio. El verdadero interés se concentraba en Joanna.
Finalmente, Uta estiró sus dedos largos y pulsó un botón. La pantalla se apagó y ella se levantó.
– Ja -le dijo a Salettl-. Ja -repitió, y salió de la habitación.