Mientras Cadoux esperaba comunicarse con Avril Rocard en el hotel Kempinski, la recepción, obedeciendo órdenes de la BKA, lo había retenido el tiempo suficiente para que la policía rastreara la llamada.
Osborn se encontraba nuevamente bajo la tutela del agente Johannes Schneider. Pero esta vez había un segundo agente. Littbarski era un gordo de calvicie avanzada y padre soltero de dos hijos. Estaban los tres hombres tomando café sentados ante una pequeña mesa de madera en el tumulto del Kneipe, una taberna a media manzana de distancia del piso de Sophie-Charlottenburgstrasse, adonde se dirigían McVey, Noble y Remmer.
Cuando éstos llegaron, les abrió la puerta del piso una pelirroja de mediana edad. Llevaba un pequeño auricular de telefonista, como si acabara de dejar su centralita. Remmer mostró rápidamente la chapa de la BKA y se presentó en alemán. En el lapso de la última hora, alguien había llamado al hotel Kempinski y querían saber quién era.
– No podría decirles -respondió ella, en alemán.
– Ya encontraremos a alguien que pueda decírnoslo.
La mujer vaciló. Explicó que habían salido todos a comer. Remmer le dijo que esperarían. Que si tenía problemas, conseguirían una orden judicial y volverían. De pronto la mujer levantó la cabeza como si estuviera escuchando algo distante. Los miró y sonrió.
– Lo siento -dijo-. Lo que pasa es que tenemos mucho trabajo. Éste es el centro de organización de una cena privada que se celebrará esta noche en el Schloss Charlottenburg. Acude gente muy importante y nosotras nos ocupamos de la coordinación. Hospedamos a mucha gente en el hotel Kempinski. Es probable que haya llamado yo para asegurarme de que nuestros invitados han llegado ya y que todo marcha bien.
– ¿Cómo se llama el cliente a quien ha llamado?
– Ya… ya se lo he dicho. Hay varios clientes.
– ¿Quiénes son?
– Tendría que mirar el registro.
– Pues mírelo.
La mujer asintió y les pidió que esperaran. Remmer dijo que sería preferible que los dejara pasar. La mujer volvió a levantar la cabeza y desvió la mirada.
– De acuerdo -contestó, finalmente, y los condujo por un estrecho pasillo hasta una pequeña mesa. Se sentó junto a un teléfono de numerosas líneas, movió un pequeño florero con una rosa amarilla marchita y abrió un archivador. Buscó la página marcada Kempinski y se la plantó bruscamente a Remmer bajo la nariz para que él mismo la leyera. La lista comprendía seis invitados, entre los cuales figuraba Avril Rocard.
Noble y McVey dejaron a Remmer hablando con la mujer, se apartaron y miraron a su alrededor. A la izquierda había otro pasillo. A medio camino y al final había un par de puertas, ambas cerradas. Enfrente estaba el salón del apartamento y vieron a dos mujeres y un hombre trabajando ante lo que parecían mesas de alquiler. Una de las mujeres tecleaba frente a una pantalla de ordenador y los otros dos se ocupaban de responder llamadas. McVey se metió las manos en los bolsillos y puso cara de aburrido.
– Alguien le está hablando a través de ese auricular -dijo en voz baja, como si hablara del tiempo o de los valores de la Bolsa. Noble le dirigió una mirada cuando ella condujo a Remmer a hablar con el telefonista del salón. Remmer la siguió, se acercó al hombre y le mostró su chapa. Hablaron durante unos minutos y luego Remmer volvió donde McVey y Noble.
– Según su versión, fue él quien llamó a la habitación de Avril Rocard. Ninguno de los dos sabe dónde se hospedan Salettl o Lybarger. La mujer cree que irán directo a Charlottenburg desde el aeropuerto.
– ¿A qué hora llega el vuelo?
– No lo sabe. Sólo se ocupa de los invitados, nada más.
– ¿Quién más trabaja aquí, en las otras habitaciones?
– Dice que son sólo ellos cuatro.
– ¿Podemos volver allí? -preguntó McVey señalando el pasillo con un gesto de la cabeza.
– No sin una autorización.
McVey se miró los zapatos.
– ¿Y si conseguimos una orden de arresto?
– ¿Con qué justificación? -interpeló Remmer con sonrisa cauta.
– Vamonos de aquí -dijo McVey.
Von Holden observó a los detectives por el circuito cerrado de televisión bajando las escaleras y saliendo. Había regresado de su reunión con Scholl hacía sólo diez minutos y había encontrado a Cadoux en su despacho intentando comunicarse con Avril Rocard en el hotel Kempinski.
Al verlo, Cadoux había colgado de golpe, indignado. Al principio la línea comunicaba. Ahora no respondían. Von Holden, irritado a su vez, le espetó que se olvidara, que no había venido a Berlín de vacaciones. En ese momento llegó la policía. Von Holden supo de inmediato cómo y por qué. Tenía que actuar rápidamente. Los retuvo en la entrada mientras reemplazaba a una de las secretarias del salón por el guardia de seguridad. Ahora, después de que se cerrara la puerta, observó a McVey, que parecía estudiar la fachada del edificio. Se volvió airado hacia Cadoux y el blanco y negro de los monitores de seguridad le iluminó las facciones endurecidas del rostro.
– Ha sido una tontería eso de llamar a su habitación desde aquí. -Su tono era cálido como una barra de acero.
– Lo siento, herr Von Holden. -Cadoux parecía genuinamente arrepentido pero se resistía a dejarse vapulear por un hombre quince años más joven. Cuando se trataba de Avril Rocard, el mundo entero se podía ir al infierno, incluyendo a Von Holden.
Von Holden lo miró fijamente.
– Olvídalo. Mañana a la misma hora ya no tendrá importancia. -Un momento antes, estaba dispuesto a decirle a Cadoux que Avril Rocard había muerto, darle la noticia a bocajarro en medio de la conversación y gozar de la angustia que lo embargaría. También le podía contar otras cosas. Avril Rocard no sólo había sido una mujer bella y sumamente diestra con las armas. También había trabajado como espía en la sección de París y, en calidad de tal, no sólo había sido confidente de Von Holden sino también amante. Por eso la habían invitado a Berlín, como guardia de seguridad de Lybarger en el interior del palacio de Charlottenburg durante la ceremonia. Y más tarde, para satisfacer los placeres del propio Von Holden. Todo aquello se lo habría podido contar a Cadoux sólo para exacerbar su dolor, pero decidió que aún no había llegado el momento. A Cadoux lo habían traído a Berlín por una razón absolutamente diferente, para una tarea que requeriría toda su concentración y por eso Von Holden no debía decir nada, al menos por ahora.
Osborn intentaba no pensar en Vera, en dónde estaba y qué estaría haciendo, y la idea de que estuviera implicada en la Organización le parecía inconcebible. ¿Por qué habría venido adoptando el papel de Avril Rocard? Osborn tenía los nervios a flor de piel, mientras se esforzaba por explicarles a Schneider y Littbarski los principios del fútbol americano, en medio del bullicio de la taberna, que parecía invadida por todos los turistas de Berlín.
Al comienzo, el parloteo de la pequeña radio que Schneider sostenía en la mano parecía ser sólo una emisión policial rutinaria. El volumen era muy alto y notaron que algunas personas de las mesas contiguas se volvían ante la intrusión del agudo ruido. Schneider bajó inmediatamente el volumen. En ese momento se oyó el nombre de Vera y a Osborn le dio un vuelco el corazón.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó, cogiéndole la muñeca a Schneider. Littbarski se puso tenso.
– Sich schonen. Cálmese -le advirtió a Osborn.
Osborn soltó a Schneider y el agente se relajó.
– ¿Qué le ha sucedido? -inquirió Osborn, y Schneider observó la tensión en los músculos de su cuello.
– Dos policías federales han detenido a la señorita Monneray cuando salía de la iglesia de María Reina de los Mártires.
¿Qué estaría haciendo Vera en la iglesia? Pasaron las imágenes por su cabeza. No recordaba que le hubiese hablado de iglesias o de ideas religiosas ni nada parecido.
– ¿Adónde la llevan?
– No lo sé -dijo Schneider negando con la cabeza.
– Mentira. Sí que lo sabes.
Littbarski volvió a ponerse tenso.
Schneider cogió la radio y se incorporó.
– Tengo órdenes de llevarlo al hotel en caso de que suceda algo.
Sin hacer caso de Littbarski, Osborn estiró el brazo para detenerlo.
– Schneider, no sé qué está pasando. Me gustaría pensar que se trata de un error, pero no lo sabré hasta que la vea o pueda hablar con ella. No quiero que McVey hable a solas con ella antes que yo. Joder, Schneider, te lo estoy pidiendo por favor… Ayúdame.
Schneider le clavó la mirada.
– Se le ve en los ojos -comentó-. Está loco por ella. Así lo expresan ustedes los americanos, ¿no? ¿Loco por ella?
– Sí, así se dice. Sí, estoy loco por ella… Acompáñame adonde la hayan llevado. -Lo de Osborn era una auténtica súplica.
– La otra vez se me escapó.
– Esta vez no me escaparé, Schneider. Te lo aseguro.