Capítulo 145

Osborn se apartó de la puerta y dejó bajar a los demás pasajeros. Sin darse cuenta, se limpió el sudor del labio superior con la mano. Estaba temblando pero no se percataba de ello.

– Que tengas suerte, cariño -dijo Connie tocándole el brazo al bajar. Luego desapareció junto al resto de los americanos hacia un ascensor al otro lado de las vías. Osborn miró a su alrededor. El coche estaba vacío y él estaba solo. Sacó la pistola y abrió el cargador. Mc-Vey lo había llenado con las seis balas.

Cerró el cargador y volvió a metérsela bajo el cinturón. Respiró hondo y bajó rápidamente del tren. Sintió inmediatamente el frío, el frío de montaña que se siente en las excursiones de esquí, cuando uno baja de una cabina templada y sale al aire de los galpones semicubiertos donde se detienen las cabinas. Le sorprendió ver un segundo tren en la estación y pensó que si el último salía a las seis, el otro sería para trasladar a los empleados después del cierre.

Cruzó la plataforma y se unió a un grupo de turistas ingleses, en el mismo ascensor que los americanos. El ascensor subió una planta y la puerta se abrió sobre una gran sala con cafetería y tienda de souvenirs.

Los ingleses salieron y Osborn con ellos. Se retrasó y se detuvo en la tienda y miró distraídamente una muestra de camisetas del Jungfraujock, postales dulces, mientras observaba disimuladamente los rostros de, la gente que abarrotaba la cafetería. Se acercó un niño regordete de unos diez años, acompañado de sus padres. Eran americanos y padre e hijo llevaban cazadoras idénticas de los Chicago Bulls. Osborn jamás se había sentido tan solo como en ese momento. No sabía bien por qué y pensó que se había distanciado tanto del mundo que si llegaba a morir a manos de

Von Holden o incluso de Vera, el hecho pasaría desapercibido y a nadie le importaría que hubiese existido. La imagen del hijo con su padre magnificaba el dolor y la amargura por lo que le habían quitado. También se trataba de algo a lo que nunca se había atado en toda su vida, una familia propia.

Osborn tuvo que arrancarse a las profundidades de sus propias emociones y volvió a escudriñar la sala. Si Von Holden y Vera estaban allí, no los veía. Salió de la tienda de souvenirs y se dirigió al ascensor. La puerta se abrió y salió una pareja de ancianos. Después de echar un vistazo más a la sala, Osborn entró en el ascensor y pulsó el botón de la planta siguiente. Se cerró la puerta y el ascensor comenzó a subir. Al cabo de varios segundos, la puerta volvió a abrirse y Osborn se encontró ante un océano de hielo azul. Era el Palacio del Hielo, un túnel semicircular cortado en el hielo del glaciar y lleno de cuevas con esculturas de hielo. Más adelante divisó a los americanos del tren, Connie entre ellos, caminando fascinados entre las esculturas de animales, seres humanos, un coche de tamaño natural y una barra con taburetes, mesas y un viejo barril de whisky.

Osborn vaciló, salió del ascensor y caminó por el túnel, mezclándose entre la gente e intentando parecer un turista cualquiera. Escrutando las caras que encontraba a su paso, pensó que tal vez había cometido un error al no permanecer con los americanos del tren. Estiró la mano y tocó delicadamente la superficie de la pared como si pensara que no fuese hielo y sí una sustancia artificial. Pero era hielo, al igual que el techo y el suelo. El entorno le reforzó la idea de que aquel lugar guardaba una conexión con la cirugía experimental bajo condiciones de frío extremo.

Pero ¿dónde? Jungfraujock era pequeño. La cirugía, especialmente de características tan delicadas, requería mucho espacio. Salas de equipos, pre y postoperatorias, unidad de tratamiento intensivo y salas para el personal. ¿Cómo podía habilitarse todo eso en este lugar?

El único lugar fuera de límites, le había dicho Connie, era la estación meteorológica. A unos quince metros de allí, una joven guía suiza observaba mientras un adolescente se sacaba una foto en el túnel de hielo. Osborn se dirigió a ella y le preguntó cómo podía llegar a la estación meteorológica. Ella le dijo que quedaba más arriba, cerca del restaurante y la terraza exterior. Pero ahora estaba cerrada debido a un incendio.

– ¿Un incendio?

– Sí, señor.

– ¿Cuándo sucedió?

– Anoche, señor.

– La noche anterior, como Charlottenburg.

– Gracias -concluyó Osborn, y se alejó. A menos que se tratara de una portentosa coincidencia, había sucedido lo mismo en los dos sitios. Cualquiera que fuese la naturaleza de lo que se había destruido en Charlottenburg, también se había destruido aquí. Pero Von Holden no lo sabría, o no habría venido, a no ser que tuviera la intención de encontrarse con alguien. De pronto, algo lo hizo levantar la mirada. Vera y Von Holden estaban al final del pasillo, bañados por la luz azulada del hielo. Ambos lo miraron durante medio segundo, giraron bruscamente por un pasillo y desaparecieron.

Osborn se sentía como si el corazón quisiera reventarle las orejas. Recuperó la compostura y se acercó a la joven guía.

– Allá abajo -dijo, señalando hacia donde acababa de verlos-. ¿A dónde lleva?

– Fuera, a la escuela de esquí y a los trineos de perros. Pero, desde luego, hoy están cerrados.

– Gracias -respondió Osborn con un hilo de voz. Los pies le pesaban como dos rocas, como si se hubieran congelado al contacto con el hielo del suelo. Se llevó la mano al cinturón y cogió la pistola. Las paredes del túnel brillaban como el azul cobalto y Osborn podía ver el vaho de su propio aliento. Avanzó cautelosamente, afirmándose en la barandilla hasta llegar a la curva del túnel donde Von Holden y Vera habían desaparecido.

La zona del túnel estaba vacía. Una señal de la escuela de esquí indicaba una puerta al final del pasillo. Una segunda señal apuntaba a la zona de los trineos de perros.

«Conque queréis que os siga, ¿eh?», pensó Osborn con la imaginación desbocada. Ésa era la idea. Cruzar la puerta. Afuera. Lejos de la gente. «Tienes que salir y, si lo haces, él te liquidará. No volverás aquí, porque Von Holden tirará lo que quede de ti por un precipicio. No te encontrarán hasta la primavera. No te encontrarán nunca.»

– ¿Qué hace? ¿Adonde me lleva?

Vera y Von Holden habían entrado a una pequeña y claustrofóbica sala de hielo en un pasillo lateral del túnel principal. Von Holden la sostenía por el brazo mientras caminaban y la detuvo en seco al ver a Osborn. Esperó a que Vera estuviese a punto de llamarlo en voz alta y la hizo volverse y alejarse a toda prisa para conducirla primero a un pasillo y luego a la sala.

– El incendio fue provocado. Están aquí y quieren tendernos una encerrona. A usted y a mis documentos.

– Paul…

– Él también debe de ser uno de ellos.

– No. ¡No puede ser! De alguna manera logró escapar.

– ¿Eso cree?

– Tiene que haber escapado… -Vera no pudo terminar. Entonces le cruzó por la mente la imagen de los hombres que se hacían pasar por policías en Frankfurt, antes de que Von Holden les disparara. «¿Dónde está la agente? ¿La mujer policía que ha de ir con ustedes?», habían inquirido.

– No está -había dicho Von Holden-. No hubo tiempo.

No era una cuestión de fugitivos lo que les preocupaba, ¡sino una cuestión de procedimientos! ¡Un inspector no podía viajar solo con una detenida en un compartimiento cerrado sin la compañía de otra mujer!

– Tenemos que saber qué ha pasado con Osborn. De otro modo, no saldremos vivos de aquí -comentó Von Holden, y el vaho de su aliento quedó suspendido en el aire. Sonrió gentilmente al acercársele. Llevaba la bolsa de nailon colgando del hombro izquierdo y la mano derecha en la cintura. Su aspecto era tranquilo, relajado, el mismo del que había hecho gala al enfrentarse a la policía. El mismo aire de Avril Rocard al abatir a los agentes franceses en la granja de las afueras de Nancy. En ese momento, Vera entendió aquello que la había turbado al salir de Interlaken, algo que no había comprendido, aunque siempre se había hecho presente. Sí, Von Holden daba las respuestas correctas, pero por motivos diferentes. Los hombres del tren eran policías. No eran ellos los asesinos nazis, sino Von Holden.


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