Se llamaba Vera Monneray. La había conocido en Ginebra cuando, después de leer su ponencia, ella se acercó a presentarse. Le contó que era licenciada por la Facultad de medicina de la Universidad de Montpellier, y que cursaba su primer año de residente en el hospital St. Anne, en París. Estaba sola y celebraba sus veintiséis años. No supo explicar cómo había sido tan directa, pero él le había llamado la atención desde el momento en que comenzaba su discurso. Había algo en él que la incitaba a conocerlo. A descubrir quién era. A pasar un momento con él. En ese momento, no sospechaba si estaba casado o no. Ni le importaba. Si él le hubiese dicho que estaba casado, que tenía una mujer, o que estaba ocupado, ella le habría estrechado la mano, le habría dicho que su ponencia le había impresionado y se habría despedido. Y no habría sucedido nada.
Pero él no había dicho nada de eso.
Salieron y cruzaron el puente peatonal sobre el Ródano hasta llegar al casco viejo. Vera era una persona brillante y llena de vida. Tenía el pelo largo negro, casi azabache, y se lo recogía hacia un lado y lo sujetaba detrás de la oreja, y aunque hablara con toda la vehemencia del mundo, el pelo permanecía donde estaba sin soltarse. Tenía los ojos casi igual de oscuros, unos ojos jóvenes y ávidos de la larga vida que tenía por delante.
Al cabo de veinte minutos después de haberse conocido, se habían cogido de la mano. Aquella noche cenaron juntos en un pequeño restaurante italiano muy cerca del barrio de las putas. Resultaba curioso pensar que había una calle para las prostitutas en Ginebra. La reputación del país, basada en el chocolate, en los relojes y en su aura de sobriedad como centro de las finanzas internacionales, no acababa de encajar con las faldas ceñidas y abiertas a un lado que llevaban las fulanas en la calle. Pero ahí estaban, habitantes del par de manzanas que les habían destinado. Vera observó cuidadosamente a Osborn al pasar junto a ellas. ¿Se sentía inhibido, molesto? ¿Tal vez consumía en silencio la mercadería o simplemente vivía la vida sin complicaciones? «Todo junto -pensó-. Todo junto.»
Y durante la cena, como sucedió en el transcurso de la tarde, pasó algo parecido, una silenciosa y tierna exploración entre un hombre y una mujer que se habían sentido instintivamente atraídos el uno por el otro. Cogerse la mano, intercambiar miradas y, finalmente, buscar en lo profundo de los ojos del otro.
En más de una ocasión, Paul se había excitado. La primera vez, miraban pasteles en un gran almacén. Estaba lleno de gente, y Osborn tenía la certeza de que todas las miradas estaban fijas en su entrepierna. Cogió un pan grande y lo sostuvo discretamente delante de sí mientras simulaba mirar buscando algo. Vera lo vio y rió. Era como si fuesen amantes hacía mucho tiempo y compartieran una emoción secreta al mostrarlo en público.
Después de la cena, caminaron por la rué des Alpes y miraron la luna que salía sobre el lago Ginebra. A sus espaldas quedaba el Beau Rivage, el hotel de Paul. Él había pensado en la cena, en el paseo, en la noche, en todo lo que debía suceder hasta entonces. Pero ahora que estaba al alcance de la mano, no se sentía tan seguro de sí mismo como había creído. Habían pasado menos de cuatro meses desde su divorcio, apenas tiempo suficiente para recuperar la confianza de un joven médico, soltero y atractivo.
Intentó recordar cómo lo hacía en los viejos tiempos. ¿Le pedía a la mujer que subiera a su habitación? Tenía la mente en blanco y no lograba recordar nada. Pero no era necesario, porque Vera le llevaba una buena ventaja.
– Paul ^dijo, cobijando un brazo en el suyo y atrayéndolo hacia sí para protegerse del aire helado que soplaba desde el lago-, lo que nunca se debe olvidar de una mujer es que sólo la llevas a la cama si es ella quien toma la decisión.,
– No me digas. -Osborn quería ganar tiempo.
Tal como lo oyes.
Él metió la mano en el bolsillo, sacó una llave y la sostuvo en el aire.
– A la habitación de mi hotel -dijo.
– Tengo que tomar un tren. El TGV de las diez a París -respondió ella, como dando por sentado que él lo sabía.
– No entiendo -dijo Osborn, desconcertado. Ella no le había hablado del tren, ni le había dicho que se iba de Ginebra aquella noche.
– Paul, es viernes. Tengo cosas que hacer en París este fin de semana, y el lunes a mediodía tengo que estar en Caláis. Mi abuela cumple ochenta y un años.
– ¿Qué tienes que hacer en París este fin de semana que no pueda esperar hasta el próximo?
Vera lo miró sin decir nada.
– ¿Entonces? ¿Qué dices?
– ¿Qué pasaría si te dijera que tengo un novio?
– ¿Qué hacen las bellas médicas residentes con los novios? ¿Salen de la ciudad para enrollarse con otros amantes? ¿Así es el mundo médico en París?
– TYO no me he «enrollado» contigo -dijo Vera, y dio un paso atrás, indignada. Pero de la comisura de los labios se le escapó una leve sonrisa. Él la vio, y ella se dio cuenta de que la había visto.
– ¿Hay un aeropuerto en Caláis? -preguntó Osborn.
– ¿Por qué? -Vera volvió a apartarse.
– La pregunta es fácil -dijo él-. Sí, hay un aeropuerto en Caláis. O no, no hay un aeropuerto en Caláis.
Los ojos de Vera titilaron a la luz de la luna. Una brisa del lago le sopló sobre el pelo.
– No estoy segura…
– Pero hay un aeropuerto en París.
– Hay dos.
– Entonces el lunes por la mañana puedes volar a
París y tomar el tren a Caláis. -Si lo que ella quería era esto, que él se liara, lo estaba consiguiendo.
– ¿Qué iba a hacer aquí hasta el lunes por la mañana? -preguntó, y esta vez la sonrisa fue más abierta. Era evidente que quería liarlo.
– Para que un hombre consiga llevar a una mujer a la cama, tiene que ser ella la que tome la decisión -dijo, suavemente, y volvió a mostrar la llave de su habitación. La mirada de Vera se encontró con la suya. Estiró sus dedos y envolvió lentamente la llave con la mano.