Remmer hizo girar el Mercedes por la Hardenbergstrasse hacia el garaje subterráneo de un edificio de hormigón y vidrio en el número 15. Los siguió uno de los coches escolta de la Policía Federal y aparcó en el espacio frente a ellos. Al bajar y caminar con los otros hacia el ascensor, Osborn observó a los agentes. Eran más jóvenes de lo que habría esperado y no tendrían ni treinta años. Se sorprendió pensando que toda una generación de personajes más jóvenes que él surgían ahora como profesionales. No era que aquello lo hiciera sentirse viejo sino que establecía cierto desequilibrio. Los policías siempre habían sido mayores que él, así como él siempre se había encontrado entre los jóvenes que ascendían -cuando los otros chavales aún iban al instituto. Pero ahora esos chicos ya no estaban en el instituto. No supo por qué pensaba eso en ese momento, aunque tal vez intentaba no pensar hacia dónde se dirigían y qué sucedería cuando llegaran a su destino.
Permanecieron en el comedor privado del restaurante durante más de dos horas comiendo y tomando café. Esperando. Luego Honig les comunicó que el juez Otto Gravenitz los esperaba en su despacho a las tres.
Durante el trayecto, McVey instruyó a Osborn acerca de lo que tenía que decir en su declaración. Lo único importante eran las palabras de Merriman justo antes de morir y Osborn debía hablar sólo de lo esencial del asunto. En otras palabras, no tenía que mencionar para nada al detective privado Jean Packard. Ni mencionar las jeringas ni el fármaco que le había administrado a Merriman. McVey quería encontrar una forma de mitigar el miedo de Osborn, no confesado pero muy latente. El médico iba a encontrarse en una situación donde podría verse obligado a incriminarse en una acusación de intento de asesinato.
El gesto de McVey con Osborn intentaba ser una demostración de generosidad y era de esperar que lo apreciara. Osborn lo apreciaba, pero sabía que el asunto tenía su doble filo. A McVey no le preocupaba que Osborn se viera implicado en un lío. No quería complicaciones que hicieran peligrar sus planes para conseguir una orden de arresto contra Scholl. Eso significaba que la audiencia debía ser sencilla y apuntar únicamente a Scholl, tanto ante el juez como ante Honig cuya opinión tenía un peso evidente. Si Osborn iba demasiado lejos en sus declaraciones, el asunto cambiaría de cariz y en lugar de proyectarse sobre Scholl se cerniría sobre Osborn y la causa principal se vería seriamente dañada.
– ¿Qué piensas? -Le preguntó McVey a Remmer cuando se cerraron las puertas del ascensor-. ¿Saben que estamos aquí?
Remmer se encogió de hombros.
– Lo único que te puedo decir es que no nos siguieron desde el avión hasta Berlín. Ni del restaurante hasta aquí. Pero quién sabe, hay ojos que no vemos.
Creo que es más seguro suponer que lo saben, ¿no te parece?
Noble miró a McVey. Remmer tenía razón. Era preferible estar alerta. Aunque la Organización no supiera que estaban allí, tenían que contar con que lo sabrían pronto. Ya habían constatado de sobras cómo funcionaban.
El ascensor se detuvo en el sexto piso y salieron a una sala de recepción. Los condujeron a un despacho privado y les pidieron que esperaran.
– ¿Conoces a ese juez Gravenitz? ¿Así se llama? -preguntó McVey, lanzando una mirada a su alrededor. La sala tenía el aire inconfundible de los despachos de la administración pública. La mesa de acero podría pertenecer al mobiliario de cualquier edificio público de Los Ángeles. Lo mismo se podía decir de la estantería barata y de las manchas en la pared.
Remmer asintió con la cabeza.
– No muy bien, pero sí, lo conozco.
– ¿Y qué podemos esperar?
– Depende de lo que le haya dicho Honig. Al parecer fue suficiente para que aceptara darnos una cita. Pero no creas que esto está tirado porque Honig nos haya conseguido una entrevista con Gravenitz. Al viejo habrá que convencerlo.
McVey se miró el reloj y se sentó en una esquina de la mesa observando a Osborn.
– Me encuentro bien -dijo éste, y se apoyó contra la pared junto a la ventana. McVey no había olvidado la agresión de Osborn contra Merriman y no la olvidaría en el futuro. Tampoco quería pensar en eso, al menos ahora. De todos modos era un tema pendiente y Osborn sabía que en algún momento daría lugar a una discusión.
Se abrió la puerta y entró Diedrich Honig. Lo sentía, dijo, pero el juez Gravenitz se había retrasado y se reuniría con ellos dentro de un momento. Luego miró a Noble y le dijo que habían recibido una llamada pidiendo que se pusiera en contacto con Londres inmediatamente.
– Perdonen un momento -dijo Noble. Se acercó a la mesa y descolgó el teléfono. Al cabo de treinta segundos se comunicaba con su despacho. Veinte segundos después le transfirieron la llamada al superintendente de Homicidios de la policía de Londres.
– ¡Dios mío, no puede ser! -balbuceó-. ¿Cómo ha podido ser? Tenía vigilancia todo el día.
– Lebrun -dijo McVey por lo bajo.
– ¿Y dónde diablos está ahora? -preguntó Noble irritado-. Hay que encontrarlo y cuando lo cojan, que lo encierren y lo aíslen. Cuando tengáis información poneros en contacto con la oficina del inspector Remmer en Bad Godesburg. -Noble colgó, miró a McVey y procedió a contarle los detalles del asesinato de Lebrun y que Cadoux había desaparecido en medio de la confusión tras haber disparado al ordenanza.
– No hace falta preguntar si el ordenanza ha muerto -aseveró McVey con los dientes apretados.
– No, no hace falta.
McVey se mesó los cabellos y empezó a dar zancadas por la sala. Al volverse miró directo a Honig.
– ¿Alguna vez ha perdido a uno de sus compañeros en el frente de batalla, Herr Honig?
– Uno no se mete en este oficio sin que eso suceda alguna vez -dijo Honig con voz queda.
– Entonces, ¿cuánto tendremos que esperar al juez Gravenitz? -inquirió McVey. Lo suyo no era una pregunta, era una exigencia.