McVey salió del hotel y cruzó la calle hasta su coche. Tenía una doble corazonada. Una era que Osborn no tenía nada que ver con el asesinato de Londres, y dos, que realmente sentía algo por Vera Monneray, independientemente de con quién estuviera acostándose.
Cerró la puerta del Opel, se colocó el cinturón y puso en marcha el motor. Encendió los limpiaparabrisas para ver en medio de una lluvia que no paraba, giró en medio de la calzada para cambiar de sentido y volvió a su hotel. Osborn no había reaccionado muy diferente a como reacciona la mayoría de la gente cuando la interroga la policía, sobre todo cuando se es inocente. La gama de reacciones solía ir desde el impacto emocional al temor, a la indignación, que la mayoría de las veces terminaba en ira, a veces con la amenaza de demandar al inspector o incluso a todo el Departamento de Policía. O terminaba en una amable conversación en la que el policía explicaba que sus preguntas no eran nada personal, que sólo tenía que hacer su trabajo. Luego pedía perdón por su intromisión y se retiraba. Y eso era lo que había hecho él.
Osborn no era su hombre. Podía pensar en Vera Monneray como una lejana posibilidad. Tenía una formación médica y, probablemente, experiencia en cirugía. Bajo esa luz, coincidía con el perfil del asesino y había estado en Londres durante el último crimen. Pero ella y Osborn tendrían entonces la coartada de lo que habían estado haciendo. Podían haber estado enfermos, como declaraba Osborn, o podían haber pasado todo el tiempo engañándose mutuamente. Si ella había salido un par de horas, y nadie en el hotel la había visto, Osborn, que se creía enamorado, la cubriría, aunque hubiese salido. Además, McVey sabía que si la buscaba en los archivos, encontraría un expediente vacío. Sobre todo, Lebrun se encontraría en una situación delicada, y podía terminar poniendo en ridículo no sólo al Cuerpo de Policía sino a toda Francia.
La lluvia arreciaba. A McVey le preocupaba pensar que no disponía de más información sobre las decapitaciones de la que tenía al empezar, tres semanas antes. La verdad era que así solía suceder, a menos que se consiguiera algo concreto y rápido. Eso era lo que tenía trabajar en Homicidios, los incontables detalles, los cientos de pistas falsas que había que seguir, revisar, volver a seguir. Los informes, el papeleo, las entrevistas a mansalva que se entrometían en las vidas de desconocidos. A veces, había suerte, pero la mayoría de ellas no era así. La gente se enfadaba con uno y no se les podía culpar. ¿Cuántas veces le habían preguntado por qué se dedicaba a aquello? ¿A dar su vida por un oficio irritante y morboso, repugnante? Él solía encogerse de hombros y decir que un día se había despertado y se había dado cuenta de que aquél era su medio de ganarse la vida. Pero en su fuero interno lo sabía, y por eso lo hacía. No sabía de dónde surgía o cómo lo había incorporado. Pero sabía qué era. El sentimiento de que las víctimas también tienen un derecho. Y sus amigos, y las familias que los quieren. Los asesinatos no podían quedar en la impunidad. Sobre todo si se pensaba de ese modo y se tenía la experiencia y la autoridad para hacer algo.
Giró hacia la izquierda y cruzó un puente sobre el Sena. No había sido su intención hacer esa maniobra. Ahora estaba perdido y el mapa se le había invertido. Luego se dio cuenta de que seguía un flujo de tráfico que pasaba por delante de la torre Eiffel. En ese momento, uno de esos detalles que siempre lo perseguían después de una entrevista o un interrogatorio, comenzó a punzarle en un rincón de la conciencia. El mismo tipo de punzada que le había hecho llamar al piso de Vera aquella tarde, sólo para ver quién contestaba.
Cogió el carril de la izquierda y siguió hasta encontrar la primera calle lateral, giró y volvió atrás. Se desplazaba por uno de los lados del parque, y entre los árboles divisó la estructura metálica iluminada en la base de la torre Eiffel. Un poco más allá, un coche salió de su aparcamiento junto a la acera y se alejó. McVey pasó junto a la plaza vacía, retrocedió y aparcó. Al salir, se levantó la chaqueta para protegerse de la lluvia y se frotó las manos para calentarlas. Siguió un sendero que bordeaba el Campo de Marte. La torre Eiffel se erguía a lo lejos.
Los jardines del parque estaban a oscuras y era difícil ver. Las ramas de los árboles que colgaban sobre el sendero lo protegían de la lluvia, y McVey intentó caminar bajo ellas. Su aliento se hacía visible en el aire claro de la noche. Se sopló las manos y las guardó en los bolsillos del impermeable.
Pasó cautelosamente junto a unas obras en la acera y caminó otros cincuenta metros en dirección al sector iluminado, desde donde se veía con claridad la torre irguiéndose en el cielo de la noche. De pronto, resbaló y estuvo a punto de caer. Recuperó el equilibrio y caminó hasta donde una farola iluminaba un banco del parque. La luz de la torre se derramaba sobre el césped que acababa de cruzar. La mayor parte de la superficie estaba removida para plantar césped nuevo. Apoyó una mano contra la baranda y se miró el zapato. Estaba mojado y cubierto de lodo. Vio lo mismo en el otro zapato. Satisfecho, se volvió y caminó hacia el coche. Era la razón por la que había venido. A verificar una sencilla respuesta a una pregunta igualmente sencilla. Osborn había dicho la verdad sobre lo del lodo.