Capítulo 74

Diez segundos más tarde, McVey y Osborn salieron sigilosamente al pasillo y cerraron la puerta a su espalda.

Los dos tenían las armas en la mano, aunque no hacían falta porque el camino estaba despejado.

Suponían que quien hubiese enviado a la chica la estaría esperando probablemente abajo. Eso significaba que esa gente sospechaba de ellos pero no estaban seguros. Además ya le habían dado bastante tiempo. La chica era una profesional y si hubiera tenido que satisfacer sexualmente a los sospechosos, se habría prestado a ello. Pero McVey sabía que no le darían demasiado tiempo.

Las paredes de los pasillos en la quinta planta del hotel Saint Jacques eran grises y el suelo estaba tapizado con una moqueta rojo oscuro. Había escaleras de incendio al final de cada pasillo y cerca del centro del edificio alrededor del hueco del ascensor. McVey eligió las escaleras más alejadas del ascensor, en un extremo del pasillo. Si sucedía algo no quería verse atrapado en un fuego cruzado.

Tardaron cuatro minutos y medio en llegar al sótano y cruzaron una puerta de servicio que daba a un callejón. Doblaron a la derecha y caminaron por el bulevar Saint Jacques a través de una espesa niebla. Eran las dos y cuarto de la mañana del martes 11 de octubre.

A las dos y cuarenta y dos minutos sonó dos veces el teléfono junto a la cama de Ian Noble y luego se activó la señal luminosa.

Noble no quería despertar a su mujer, que sufría de artritis y tenía problemas para conciliar el sueño. Se deslizó de la cama y empujó la puerta de nogal oscuro que separaba la habitación de su estudio privado. Al cabo de un momento cogió el supletorio.

– Sí.

– McVey.

– Han sido unos largos noventa minutos. ¿Dónde diablos está?

– En las calles de París.

– ¿Todavía está con Osborn?

– Somos inseparables como dos siameses.

Noble pulsó un botón en el borde de la mesa y la cubierta se deslizó hacia atrás dejando a la vista un gran mapa aéreo de Inglaterra. Con un segundo toque del botón apareció un menú codificado. Y con un tercer toque se desplegó un detallado plano de París y sus alrededores.

– ¿Puede salir de la ciudad?

– ¿Hacia dónde?

Noble volvió a mirar el mapa.

– A unos veinticinco kilómetros hacia el este por la autopista N3 hay una ciudad que se llama Meaux. Justo antes de llegar hay un pequeño aeropuerto. Busquen un avión civil, un Cessna, con el código ST95 pintado en la cola. Si el tiempo lo permite, llegará entre las seis y las siete. El piloto esperará hasta las diez. Si no llegan a tiempo, vuelvan al día siguiente al mismo sitio y a la misma hora.

– Gracias, amigo -dijo McVey, y salió a reunirse con Osborn. Se encontraban en uno de los pasillos en el exterior de la estación de Lyón, en el bulevar Diderot, junto al Sena, en la zona noroeste de la ciudad.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Osborn, expectante.

– ¿Qué le parece dormir un poco? -dijo McVey.

Quince minutos más tarde, Osborn se recostaba y lanzaba una mirada a sus aposentos, un voladizo de piedra bajo el puente de Austerlitz junto al muelle Henri IV, en el Sena.

– Durante unas horas nos uniremos a los que no tienen hogar -dijo McVey, y en medio de la oscuridad se subió el cuello de la chaqueta y se tendió apoyándose en el hombro. También Osborn necesitaba descansar pero permaneció en pie. McVey se incorporó y lo vio sentado en el borde de granito con las piernas extendidas mirando el agua como si acabasen de arrojarlo a los infiernos ordenándole que permaneciera sentado durante toda la eternidad.

– Doctor -dijo McVey en voz baja-. Piense que esto es mejor que la Morgue.

El jet Lear de Von Holden aterrizó en una pista privada a unos treinta kilómetros al norte de París a las tres menos diez de la madrugada. A las dos y treinta siete minutos le habían comunicado por radio que la sección de París había identificado el objetivo al salir del hotel Saint Jacques aproximadamente a las dos y diez de la madrugada. Desde entonces no habían regresado. Se le daría más información en cuanto estuviera disponible.

La Organización tenía ojos y oídos en las calles, en las prefecturas de policía, en los sindicatos y hospitales, en las embajadas y hoteles de unas doce grandes ciudades de toda Europa y otra media docena en el resto del mundo. Habían encontrado a Albert Merriman con esos medios y lo mismo había sucedido con Agnés Demblon, la mujer de Merriman y Vera Monneray. A Osborn y a McVey los descubrirían con el mismo procedimiento. La cuestión era saber cuándo.

Hacia las tres y diez minutos, Von Holden viajaba en el asiento trasero de un BMW azul oscuro por la autopista N2. Cruzaba la salida de Aubervilliers llegando a París. Von Holden era como un oficial de mando que espera impaciente noticias de sus generales en el campo de operaciones. Para matar a Bernhard Oven, aquel McVey, el poli americano, había tenido mucha suerte o era muy listo, o las dos cosas. Lo había vuelto a demostrar al habérseles escapado de las manos justo cuando acababan de descubrirlo. A Von Holden no le gustaba. La sección de París figuraba entre las más eficientes, estaba muy bien considerada y contaba con personal disciplinado. Bernhard Oven siempre había sido uno de los mejores.

Von Holden lo sabía muy bien. A pesar de ser varios años más joven, había sido superior de Oven en el ejército soviético y más tarde en la Stasi, la policía secreta de Alemania del Este, durante los años previos a la reunificación y a la disolución de ese organismo.

La carrera de Von Holden también había comenzado precozmente. A los dieciocho años había salido de Argentina rumbo a Moscú para completar sus últimos años de estudio. Inmediatamente después había comenzado su entrenamiento formal bajo la dirección del KGB en Leningrado. Quince meses más tarde estaba a cargo de una compañía del ejército soviético asignada al Cuarto Regimiento de Blindados y responsable de la protección de la embajada soviética en Viena. Allí ascendió al grado de oficial de las unidades especiales de reconocimiento de la Spetsnaz, entrenadas en sabotaje y acciones terroristas. Allí conoció a Bernhard Oven, uno de los seis tenientes bajo su mando en el Cuarto Regimiento.

Dos años más tarde, Von Holden fue oficialmente dado de baja en el ejército soviético y nombrado subdirector del Departamento de Administración de Deportes de Alemania del Este, responsable del entrenamiento de los deportistas alemanes de élite en el Instituto de Cultura Física de Leipzig. Entre ellos conoció a Eric y Edward Kleist, los sobrinos de Elton Lybarger.

En Leipzig, Von Holden fue reclutado además como «funcionario informal» del Ministerio de la Seguridad Estatal, la Stasi. Gracias a su entrenamiento como soldado del Spetsnaz, formaba a los reclutas en operaciones clandestinas contra ciudadanos de Alemania del Este, instruyendo a los «especialistas» en el arte del terrorismo y el asesinato. En aquel entonces hizo trasladar a Bernhard Oven del Cuarto Regimiento de Blindados. La valoración que Von Holden hizo de su talento no estuvo exenta de recompensas. Al cabo de dieciocho meses, Oven ya era uno de los hombres claves de la Stasi en el terreno y su asesino más eficiente.

Von Holden recordaba perfectamente aquella tarde en Argentina. Tenía entonces seis años y ese día se decidió su futuro. Habían salido a montar a caballo con un socio de su padre y durante el paseo, el hombre le preguntó qué quería hacer cuando fuera mayor. No era infrecuente que un hombre maduro le hiciera esa pregunta a un niño. Lo extraordinario fue la respuesta de Von Holden y lo que había hecho después.

– Trabajar para usted, ¡desde luego! -exclamó el joven Pascal, radiante y, espoleando su caballo, se había alejado por la pampa a galope tendido dejando al invitado solo sobre su montura. El hombre observó cuando la diminuta silueta, con destreza y cierta temprana predisposición a la impertinencia, lanzaba a su caballo en un salto por los aires volando por encima de unos arbustos hasta desaparecer. Fue en ese momento cuando se decidió el futuro de Von Holden. El hombre que le había hecho la pregunta era Erwin Scholl.


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