Capítulo 119

Con una gran sonrisa hollywoodiense, Louis Goetz bajó por la gran escalera hasta los hombres que lo esperaban en la entrada.

– Inspector McVey -saludó, identificando enseguida a McVey y tendiéndole la mano-. Soy Louis Goetz, el abogado del señor Scholl. ¿Qué le parece si vamos a algún lugar donde podamos hablar?

Los condujo por un laberinto de pasillos hasta una amplia galería y cerró la puerta. La sala tenía un suelo de mármol gris y en los extremos había sendos enormes hogares construidos con el mismo material. En una de las paredes colgaban varios tapices y, en el lado opuesto, unas puertas de estilo francés daban a un pequeño jardín iluminado que se desdibujaba en la oscuridad. Por encima de la puerta por la que habían entrado colgaba un retrato datado en 1712 de la propia Sofía Carlota, reina de Prusia, una mujer corpulenta y de doble papada.

– Siéntense, caballeros -invitó Goetz, y señaló unas sillas de respaldo alto en torno a una mesa larga-. Jolines, inspector, qué desastre. ¿Qué le ha sucedido? -preguntó observando las quemaduras de McVey.

– Es que no tomé las debidas precauciones cuando se me ocurrió ver lo que se estaba cocinando -respondió McVey sin inmutarse, y se acomodó en una de la sillas-. Los médicos opinan que viviré.

Osborn y Remmer se sentaron frente a McVey. Schneider permaneció cerca de la puerta. No querían que aquello pareciera una invasión de policías.

– El señor Scholl había acordado una reunión con usted más temprano. Estará ocupado el resto de la noche. Y después partirá inmediatamente a Sudamérica -explicó Goetz sentándose en la cabecera de la mesa.

– Señor Goetz, sólo queremos verlo unos minutos antes de que se marche -puntualizó McVey.

– Esta noche será imposible, inspector. Puede ser cuando vuelva a Los Ángeles.

– ¿Cuándo será eso?

– En marzo del próximo año -contestó Goetz, y sonrió como si se hubiese marcado un punto. Pero enseguida levantó una mano-. Oiga, es verdad. No tengo la intención de hacerme el listillo.

– Entonces, supongo que será mejor que lo veamos ahora mismo. -McVey hablaba en serio y Goetz lo sabía.

El abogado se reclinó bruscamente en su asiento.

– ¿Sabe usted quién es Erwin Scholl? ¿Sabe con quién está reunido en este momento allá arriba? -Preguntó mirando el techo-. ¿Qué diablos se cree, que va a dejar lo que está haciendo para bajar a hablar con usted?

Desde arriba llegaron los acordes de una orquesta tocando un vals de Strauss. A McVey le recordó la radio en la habitación donde encontraron a Cadoux. Le lanzó una mirada a Remmer.

– Creo que el señor Scholl tendrá que cambiar de planes -dijo Remmer, y dejó caer la orden de arresto sobre la mesa frente a Goetz-. O baja ahora y habla con el inspector McVey o irá a la cárcel. Ahora mismo.

– ¿Qué significa esto? ¿Con quién cono se creen que están tratando? -Goetz estaba fuera de sus casillas. Cogió la orden de arresto, la miró y la volvió a tirar sobre la mesa, irritado. Estaba redactada en alemán.

– Con un poco de colaboración, tal vez le ahorremos muchas molestias a su cliente. Incluso puede que le permitamos seguir normalmente su programa -repuso McVey, y se removió en la silla. El efecto del analgésico que le había administrado Osborn comenzaba a desvanecerse, pero no quería otra dosis, temiendo que lo debilitara y le hiciera perder el control-. ¿Por qué no va y le pide que baje unos minutos?

– ¿Por qué no me explica usted de qué cono se trata?

– Preferiría discutir eso con el señor Scholl dentro de un momento. Desde luego, usted tiene el derecho de estar presente. De otra manera, acompañemos al inspector Remmer y sostendremos la conversación en un ambiente mucho menos histórico.

Goetz sonrió. Se encontraba frente a un tipo que pertenecía a otra clase social y que estaba fuera de su país, intentando jugar al policía duro con uno de los hombres más influyentes del mundo. El problema era la orden de arresto, algo que nadie había previsto, sobre todo porque nadie habría creído a McVey capaz de convencer a un juez alemán de que la extendiera. Los abogados alemanes de Scholl se encargarían de todo no bien se les notificara. Pero para eso debían contar con tiempo, algo que McVey no estaba dispuesto a otorgar. Había dos maneras de abordar el asunto. Decirle a McVey que se jodiera o ser más contemporizador y pedirle a Scholl que bajara para soltar unas cuantas amabilidades. Luego esperarían que todo se calmara lo suficiente hasta que pudieran llegar los abogados alemanes.

– Veré lo que puedo hacer -dijo levantándose. Le lanzó una mirada rápida a Schneider, que permanecía junto a la puerta, y salió.

McVey miró a Remmer.

– Podría ser el momento adecuado para encontrar a Lybarger.


Von Holden entró con el taxi a una calle residencial oscura, a un kilómetro y medio de Charlottenburg. Encontró un hueco, aparcó y apagó las luces. La calle estaba tranquila. Con la niebla y la humedad, la gente se quedaba en casa. Abrió la puerta, bajó y miró a su alrededor. No había nadie. Sacó el maletín blanco de plástico, ajustó una correa de nailon a los ganchos en la parte superior y se lo colgó en bandolera. Tiró las llaves dentro del taxi, lo cerró y se alejó.

Diez minutos más tarde divisó Charlottenburg. Cruzó un puente peatonal sobre el río Spree en Tegeler Weg y se acercó a una puerta de servicio en la parte posterior de los jardines del palacio. En la distancia, divisaba las luces titilando a través de la niebla, que se había hecho más espesa durante la última hora. Los aeropuertos habrían anulado los vuelos, y a menos que la temperatura cambiara no habría vuelos hasta la mañana.

Uno de los guardias en la entrada de servicio lo dejó pasar y Von Holden siguió por un sendero flanqueado por castaños. Cruzó un segundo puente, continuó por un camino bordeado de pinos hasta un cruce donde giró a la izquierda y se acercó al mausoleo.

– Son las nueve de la noche. ¿Dónde has estado? -le espetó Salettl desde la oscuridad, y Von Holden lo vio aparecer directamente frente a él. Delgado y envuelto en una capa oscura, sólo se le veía el cráneo en medio de la noche.

– Ha llegado la policía. Tienen una orden de arresto para Scholl. -Salettl se acercó. Von Holden podía verle las pupilas, algo más grandes que un punto y se percató de que tenía el cuerpo tenso, como si se hubiera inyectado una sobredosis de anfetaminas.

– Ya lo sé -respondió Von Holden.

Salettl dirigió una mirada al maletín blanco que Von Holden llevaba colgando del hombro.

– Lo tratas como si fuera una cesta de merienda.

– Lo siento. No había otra manera.

– Entretanto, la ceremonia aquí en el mausoleo se ha postergado.

– ¿Quién ha dado la orden?

– Dortmund.

– Entonces volveré a das Garten.

– Tus órdenes consisten en esperar en los apartamentos reales hasta nuevo aviso.

El manto de niebla giraba en torno a los rododendros púrpuras junto al camino donde se encontraban. Más allá se divisaba el mausoleo entre los árboles que lo protegían como el vórtice de una pesadilla gótica. Von Holden se sintió atraído hacia el lugar como si una mano invisible lo empujara. Y entonces reaparecieron las espesas cortinas rojiverdes de la aurora, colosales, ondulando lentamente, amenazando con absorber el núcleo de su ser.

– ¿Qué sucede? -preguntó Salettl cortante.

– Es que…

– ¿Te encuentras mal? -volvió a inquirir Salettl irritado.

Von Holden luchaba para librarse y negó con la cabeza. Luego respiró profundamente el aire frío. La aurora desapareció y la visión se aclaró.

– No -dijo brusco.

– Entonces, ve a los apartamentos reales como te han ordenado.


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