Capítulo 25

Michéle Kanarack jamás había visto a su marido tan frío y distante.

Estaba sentado, vestido sólo con ropa interior, una camiseta gastada y unos calzoncillos American Jockey, mirando por la ventana de la cocina. Eran las nueve y diez minutos de la noche. De regreso a casa a las siete, se había sacado la ropa y la había puesto inmediatamente en la lavadora. Después, lo primero que buscó fue el vino, pero se detuvo bruscamente, después de beber medio vaso. Luego pidió su cena y comió en silencio. No había dicho palabra desde entonces.

Michéle lo miraba sin saber qué decir. Lo habían despedido, de eso no cabía duda. Cómo y por qué, no tenía idea. Lo último que le había dicho era que se marchaba a Rouen con el señor Lebec a estudiar el posible emplazamiento de una nueva panadería. Ahora, apenas veinticuatro horas después, allí estaba, vestido con sólo la ropa interior y mirando hacia la noche.

La noche era algo que Michéle había heredado de su padre. Tenía cuarenta y un años cuando nació ella, y trabajaba como mecánico cuando los alemanes habían invadido París. Como miembro de la Resistencia, todas las noches subía tres horas al tejado del edificio después del trabajo para observar y tomar nota del tránsito de los vehículos militares nazis.

Diecisiete años después de que la guerra hubo terminado, llevó a la pequeña Michéle, de cuatro años, al edificio donde había vivido y subió con ella al tejado para enseñarle lo que hacía durante la ocupación. Como por arte de magia, los vehículos de la calle se habían convertido en tanques, camiones y motocicletas nazis, y los peatones fueron de pronto soldados nazis con rifles y ametralladoras. No importaba que Michéle no entendiera el objetivo de lo que su padre había hecho. Lo que sí importaba era que, al llevarla a ese edificio y subir con ella al tejado oscuro para contarle qué había hecho y cómo lo había hecho, compartía con ella un pasado secreto y peligroso, algo muy especial y personal. Y cuando Michéle se acordaba de él, era algo que cobraba importancia.

Ahora, deseaba que su marido fuera como su padre. Si las noticias eran malas, eran malas. Se querían, estaban casados y esperaban el nacimiento de un hijo. La oscuridad del exterior hacía aún más dolorosa la comprensión de su distancia.

Al otro lado de la habitación, se detuvo la lavadora al llegar al final del ciclo. Henri se levantó inmediatamente, abrió la escotilla y sacó su ropa de trabajo. La miró y lanzó una imprecación, cruzó la habitación y abrió violentamente la puerta de un armario. Empezó a meter la ropa aún mojada en una bolsa de basura y la selló con cinta plástica.

– ¿Qué haces? -preguntó Michéle.

El levantó bruscamente la mirada.

– Quiero que te vayas de aquí -dijo-. Que te vayas a casa de tu hermana en Marsella. Vuelve a usar tu nombre de soltera y cuéntales a todos que te he dejado, que soy un asqueroso, y que no tienes idea de adonde he ido.

– ¿Qué dices? -preguntó Michéle, con una mirada de estupor en el rostro.

– Haz lo que te digo. Quiero que te vayas, ahora. Esta misma noche.

– Henri, por favor dime qué sucede, por favor.

Como respuesta, Kanarack tiró la bolsa de basura al suelo y entró en la habitación.

– Henri, por favor, déjame ayudar… -imploró Michéle, y de pronto se dio cuenta de que Kanarack hablaba en serio. Entró en la habitación detrás de él, casi muerta de miedo, y se paró en la puerta mientras él sacaba dos viejas maletas de debajo de la cama. Las empujó hacia ella.

– Llévate éstas -dijo-. Podrás meter suficientes cosas dentro.

– ¡No! ¡Soy tu mujer! ¿Qué diablos pasa? ¿Cómo puedes decir estas cosas sin darme una explicación?

Kanarack la miró un rato largo. Quería decir algo pero no sabía cómo. Y luego, fuera, sonó el claxon de un coche, una vez, dos veces. Michéle entrecerró los ojos. Lo empujó a un lado al dirigirse a la ventana. Abajo, en la calle, vio el Citroen blanco de Agnés Demblon con el motor en marcha, y los humos del escape ascendiendo en el aire de la noche.

Henri la miró.

– Te quiero -dijo-. Ahora, vete a Marsella. Te enviaré dinero.

Michéle se apartó de él.

– No fuiste a Rouen. ¡Estabas con ella!

Kanarack no dijo nada.

– Vete a la mierda, cabrón. ¡Vete con tu maldita Agnés Demblon!

– Tú eres la que debe irse -dijo él.

– ¿Por qué? ¿Tal vez piensa ella trasladarse aquí?

– Si eso es lo que quieres oír, vale. Sí, ella se viene a vivir aquí.

– ¡Entonces, vete al infierno, y que te pudras! ¡Vete al infierno, grandísimo hijo de puta! ¡Me cago en tu maldito nombre!

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