Von Holden salió de la suite de Scholl en el Grand Hotel Berlin a las ocho menos diez. A las diez y veinte, su jet privado descendía el tramo final para aterrizar en el aeropuerto de Kloten, en Zúrich.
A las once menos ocho minutos, su limusina cruzaba los límites de Anlegeplatz y a las once, Von Holden llamaba suavemente a la puerta de la habitación de Joanna. Tuvo que calmarla y mimarla y hacer todo lo necesario para devolverla a su estado de ánimo anterior, para que se mostrara colaboradora y pendiente de la suerte de Elton Lybarger. Por eso Von Holden había pedido al llegar que lo esperaran con el cachorro San Bernardo negro y ahora lo había traído consigo.
– Joanna -dijo al no escuchar respuesta-. Soy Pascal. Ya sé que estás molesta. Tenemos que hablar.
– ¡No tengo nada que hablar contigo ni con nadie! -contestó Joanna, indignada al otro lado de la puerta cerrada.
– Por favor…
– ¡No! ¡Maldita sea, vete!
Von Holden se inclinó, cogió el pomo de la puerta y lo giró.
– Ha cerrado con llave -dijo la guardia de seguridad Frieda Vossler con cara de pocos amigos.
Von Holden se volvió para mirarla. Frieda era una mujer fuerte, autoritaria y retraída, tenía la mandíbula cuadrada y aspecto tímido. Le sentaría bien relajarse y sonreír, hacerse más femenina si podía, para que los hombres le dirigiesen una mirada que no fuera sólo de desprecio.
– Te puedes ir -anunció Von Holden.
– Me han ordenado que…
– Te puedes ir -repitió Von Holden con mirada amenazante.
– Sí, Herr Von Holden. -Frieda Vossler se ajustó el walkie talkie al cinturón, le devolvió una mirada aguda y se alejó. Von Holden la siguió con la mirada. Si Frieda fuera un hombre y estuviera en la Spetsnaz, la habría matado sólo por haberlo mirado de ese modo. El cachorro gimió y se retorció en sus brazos y Von Holden se volvió hacia la puerta.
– Joanna, tengo un regalo para ti -dijo con su voz arrulladora-. Bueno, en realidad es para Henry.
– ¿Qué pasa con Henry? -respondió Joanna, y la puerta se abrió de golpe. Joanna estaba descalza, vestida con vaqueros y una camiseta. Había abierto, horrorizada de que alguien le hubiera hecho daño a su perro, que permanecía en la perrera de Taos. Y entonces vio al cachorro.
Cinco minutos más tarde, Von Holden estaba besando las lágrimas del rostro de Joanna, que jugaba en el suelo con al cachorro de cinco semanas. Von Holden le explicó que el vídeo que había visto de los desafueros sexuales de Lybarger era fruto de un morboso estudio al que él se había opuesto tajantemente. Pero la junta de accionistas de Lybarger había terminado por imponerse porque insistían en comprobar la capacidad de Lybarger para recuperar el control de su corporación, una multinacional de cincuenta mil millones de dólares. Temiendo que sufriera un segundo infarto, su agencia de seguros quería tener una prueba inequívoca de su fuerza y energía tras un día de trabajo intenso. La agencia de seguros opinaba que las pruebas habituales no constituían una garantía suficiente y le pidió a su representante médico que, con Salettl, diseñara una estrategia.
Salettl, sabiendo que Lybarger no tenía mujer, ni relaciones afectivas, y consciente de que estimaba a Joanna y confiaba en ella, pensó que era la única con la que se podría sentir cómodo. Temiendo que rechazaran la propuesta si llegaban a preguntarles, Salettl ordenó que los drogaran a los dos. El experimento se llevó a cabo, se grabó y los resultados fueron analizados por la junta de accionistas. Aquella única cinta de vídeo se había destruido hacía tiempo. Nadie más había estado presente. Las cámaras eran manejadas por control remoto.
– Joanna, para ellos era una cuestión de negocios y nada más. Intenté oponerme hasta el punto que me dijeron que si persistía tendría que renunciar a la corporación. No podía hacer eso por el bien del señor Lybarger ni por el tuyo. Porque al menos sabía que podía estar cerca y no acabar como una persona ajena. Lo siento… -dijo en un suspiro, y a Joanna se le llenaron los ojos de lágrimas-. Te pido un día más, Joanna, por el señor Lybarger. Sólo el viaje a Berlín, y luego vuelves a casa.
Von Holden se agachó y le frotó el vientre al cachorro que jugueteaba estirado sobre el lomo.
– Si te quieres ir ahora -precisó-, entiendo tu decisión y puedo poner a tu disposición un coche hasta el aeropuerto. Contrataremos a otra terapeuta mañana y haremos todo lo posible por el señor Lybarger. Joanna se quedó mirando a Von Holden sin saber qué hacer. Sentía la indignación y la ira por lo que le habían hecho con total impunidad y también estaba confundida al saber que, como ella, Elton Lybarger había sido víctima de la misma maquinación. Seguía sintiéndose responsable del bienestar físico de su paciente.
Von Holden mantuvo la mano alzada y la bola peluda y negra se incorporó para lamérsela. Le frotó la cabeza y le hizo cosquillas en las orejas con la misma sonrisa cálida y afectuosa que había seducido a Joanna el día que lo había visto por primera vez. Joanna decidió de pronto que lo que le había contado era verdad y que, bajo esas circunstancias, su oferta no era del todo irrazonable.
– Iré contigo a Berlín -decidió, con una sonrisa triste y tímida a la vez.
Von Holden se inclinó y le rozó la frente con los labios, agradeciéndole una vez más su comprensión.
– Joanna, debo volver hoy a Berlín para preparar los últimos detalles. Lo siento, pero no tengo alternativa. Tú vendrás mañana con el señor Lybarger y los demás.
Joanna vaciló y por un momento Von Holden pensó que cambiaría de parecer, pero entonces vio que cedía.
– Y cuando lleguemos allá, ¿te veré?
– Claro que me verás -respondió él con una sonrisa generosa
Joanna sonrió. Por primera vez después de haber visto la cinta, se sintió tranquila. Von Holden volvió a jugar con las orejas del cachorro, se incorporó, le cogió la mano a Joanna y la ayudó a ponerse de pie. Deslizó la mano libre en el bolsillo y sacó un sobre que dejó sobre la mesa a su lado.
– Con esto, la corporación quisiera ayudarte a olvidar los malos ratos y a curar tus heridas. Lamento que no sea nada muy personalizado, pero te irá bien. Te veré en Berlín -murmuró, y salió.
Joanna miró el sobre mientras el cachorro gemía a sus pies. Finalmente, lo cogió y lo abrió. Al ver lo que había en el interior, sintió que se le cortaba la respiración. Era un talón bancario a su nombre con una cifra de medio millón de dólares.