Hacia el anochecer, el cadáver retorcido del tren París-Meaux era aún más grotesco que de día. Unos faros inmensos iluminaban la zona mientras dos grúas gigantescas instaladas en los vagones que se apoyaban en los rieles trabajaban para apartar los que estaban destrozados junto al terraplén.
Al final de la tarde había comenzado a caer una ligera bruma y el frío húmedo despertó a Osborn que dormía entre los árboles no lejos de allí. Se incorporó y se tomó el pulso, que encontró normal. Le dolían los músculos y tenía el hombro derecho magullado, pero curiosamente se sentía en excelente estado. Se levantó y se acercó entre los árboles hasta el borde del bosquecillo. Desde allí, podía observar las operaciones de rescate y mantenerse oculto. No había manera de saber si a McVey lo habían encontrado vivo o muerto y Osborn no se atrevía a salir de su escondite para inquirir sobre su suerte temiendo que lo descubrieran a él. Lo único que podía hacer era quedarse donde estaba y observar esperando ver o captar algo al vuelo. Era un sentimiento horrible de impotencia, pero era lo único que podía hacer.
Se agachó entre las hojas húmedas, se levantó el cuello de la chaqueta y, por primera vez en muchas horas, pensó en Vera. Recordó el momento en que se conocieron en Ginebra y luego pensó en su sonrisa, en el color de su pelo y en la magia profunda de sus ojos cuando lo miraba. Y en ese recuerdo se encarnaba todo lo que el amor era o podía ser.
Hacia el anochecer, Osborn había captado lo suficiente respecto a los equipos de rescate y a las tropas de la Guardia Nacional para saber que se había tratado efectivamente de una bomba y aquello le daba la certeza de que él y McVey habían sido los objetivos del atentado. Mientras sopesaba las ventajas de presentarse.une el comandante de la Guardia Nacional e identificarse con el fin de encontrar a McVey, de pronto, por algún motivo, un bombero que pasaba cerca se quitó el casco y la chaqueta, los dejó sobre una de las barreras de la policía y se alejó. Era una invitación que Osborn no podía desaprovechar. Se acercó rápidamente y los cogió.
Se puso la chaqueta y el casco y con el rostro oculto por la visera empezó a caminar entre los restos del tren confiando que con su aspecto de trabajador oficial no le preguntaran nada. Cerca de una tienda instalada como centro de operaciones de la prensa se cruzó con varios reporteros y un equipo de televisión y encontró una lista de heridos y muertos. La revisó rápidamente, y encontró sólo un americano, un adolescente de Nebraska. Si McVey no estaba en la lista significaba que había escapado como él o que aún se encontraba sepultado bajo el horrible esqueleto de hierros retorcidos. Levantó la mirada y se encontró con una mujer alta, delgada y muy atractiva, con una credencial de prensa colgándole del cuello. Era evidente que lo había estado observando y ahora dio unos pasos en su dirección. Osborn cogió un hacha de incendios, se la colocó sobre el hombro y volvió hacia la zona de búsqueda. Miró hacia atrás para ver si la mujer lo seguía pero no la vio. Dejó el hacha a un lado y se alejó protegido por la oscuridad.
En la distancia divisaba las luces de la ciudad de Meaux. Recordó haber visto un cartel que indicaba una población de cuarenta y pico mil habitantes. De vez en cuando despegaba o aterrizaba un avión en el pequeño aeropuerto de las cercanías. Allí tendría que dirigirse cuando amaneciera. No sabía a quién había llamado McVey en Londres. Sin pasaporte y escaso dinero, lo mejor que podía hacer era llegar hasta la pista de aterrizaje y esperar que el Cessna volviera al día siguiente según lo establecido en el plan original.
De pronto se oyó un ruido estruendoso y el agudo chillido del hierro cuando una de las grúas arrancaba un vagón de pasajeros. Lo levantó por los aires y lo trasladó oscilando a la parte superior del terraplén donde desapareció de vista. Al cabo de un momento, la segunda grúa balanceó su brazo y los trabajadores se encaramaron para asegurar los cables y sacar el siguiente vagón.
Descorazonado, Osborn se volvió y regresó a la oscuridad de los árboles en la colina. Se agachó y siguió observando. •'
¿Cuánto tiempo hacía que conocía a McVey? Cinco días, tal vez seis, desde que lo vio ante la puerta de su habitación del hotel en París. Ahora le volvió una miríada de recuerdos. Le había dado un susto de muerte porque no sabía qué andaba buscando el policía ni por qué quería hablar con él, pero decidió que no se le notara. Logró eludir todas las preguntas e incluso le mintió acerca del lodo en sus zapatos. Entonces tenía miedo de que McVey lo obligara a vaciarse los bolsillos y descubriera la sucinilcolina y las jeringas. ¿Cómo podían pensar que los acontecimientos se iban a disparar de aquella manera, lanzándolos a los dos de cabeza en la espiral de una compleja y sangrienta trama de conspiración y violencia? ¿Cómo iba a adivinar que todo terminaría allí, en aquella amalgama horrible de hierros retorcidos? Quería creer que la noche pasaría sin incidentes y que a la mañana siguiente encontraría a McVey en los hangares del aeropuerto de Meaux haciéndole señas desde el Cessna, que los llevaría a un lugar seguro. Pero eso no era más que un deseo, un sueño y
Osborn lo sabía. A medida que transcurrían las horas se perfilaba una realidad más sólida. En las grandes catástrofes, cuanto más tiempo pasaba sin que se hallara a una persona, menores eran las probabilidades de que estuviera viva. McVey debía de estar en algún lugar de las cercanías, tal vez a sólo unos metros de distancia de donde estaba él y eventualmente lo encontrarían. Sólo le quedaba esperar que el final le hubiese llegado rápidamente y sin dolor.
Esa esperanza iba acompañada de un sentido de destino final como si a McVey ya lo hubieran encontrado y dado por muerto. Acababa de conocerlo y le habría gustado conocerlo más a fondo. Como un niño conoce mejor a su padre conforme crece. De pronto Osborn se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos y se preguntó por qué le vendría ese pensamiento ahora. McVey como su padre. Era un pensamiento antojadizo y curioso que permanecía latente. Cuanto más perduraba, más lo abrumaba el sentimiento de haber sufrido una gran pérdida.
En ese momento, mientras intentaba salir de su ensueño, se percató de que desde hacía un rato no dejaba de mirar hacia la parte baja de la colina, lejos de la actividad de los equipos de rescate. De pronto fijó la vista en un bulto en un manchón de árboles cerca del terraplén.
A la luz del día, debido al espeso follaje y a la luz sin relieve de un cielo cubierto, habría pasado fácilmente desapercibido. Sólo ahora en la oscuridad, la luz proyectada desde arriba creaba una sombra angular que lo ponía de relieve.
Osborn comenzó a bajar rápidamente la colina. Resbaló sobre las piedras y se agarró de los arbustos para sostenerse yendo de uno a otro hasta llegar abajo.
Vio que aquel bulto era un bloque de vagón que, por alguna razón, se había desprendido limpiamente del tren. Estaba mirando hacia atrás entre la maleza y la cara interior apuntaba directamente hacia fuera y arriba de la colina. Osborn se acercó y vio que el bloque era todo un compartimiento y que la puerta estaba cerrada y abollada por un fuerte golpe. Entonces Osborn vio que era la cabina de aseo de un vagón.
– ¡No puede ser! -exclamó. Pero no era horror lo que sentía sino ganas de reír-. No es posible -dijo. Se acercó y comenzó a reír-. McVey -llamó-, McVey, ¿está usted ahí adentro?
Por un momento, no hubo respuesta.
– ¿Osborn? -se oyó una voz en sordina no del todo segura desde el interior.
Era el temor. O el alivio. O el absurdo. Fuera lo que fuese, la tensión se había destapado y Osborn soltó una carcajada. Se apoyó contra el compartimiento rugiendo de risa dándole a uno de los paneles con la palma de la mano y luego golpeándose los muslos con los puños, secándose las lágrimas de las mejillas.
– ¡Osborn! ¿Qué diablos está haciendo? ¡Abra la puerta!
– ¿Se encuentra bien? -gritó.
– ¡Sáqueme de aquí inmediatamente!
La risa de Osborn se desvaneció tan rápido como había aparecido. Sin sacarse la chaqueta de bombero subió corriendo la colina. Se movió resueltamente entre los soldados de la Guardia Nacional que patrullaban con subfusiles automáticos y se dirigió al área de mayor actividad. Encandilado por los potentes faros, encontró una pequeña palanca de hierro. Se la metió bajo la chaqueta y volvió sobre sus pasos. Al llegar arriba de la colina se detuvo y miró a su alrededor. Después de asegurarse de que nadie lo veía, cruzó al otro lado y volvió a bajar.
Cinco minutos más tarde se oyó un chasquido seco y el acero crujió cuando saltaron las bisagras de la puerta desfondada y McVey salió a respirar aire puro. Tenía el pelo desmelenado y la ropa hecha jirones.
Apestaba a lo que ya se sabe y tenía una horrible hinchazón del tamaño de una pelota de béisbol encima de un ojo. Pero, aparte de la barba plateada que le había crecido en algunas horas, se encontraba en buen estado.
– ¿El doctor Livingstone, supongo?
McVey hizo amago de responderle pero de pronto, más allá de la oscuridad, divisó las gigantescas grúas que se cernían sobre lo que quedaba de la destrucción arriba en la colina. McVey no se movía, sólo se dedicaba a mirar.
– Joooder -dijo.
Finalmente su mirada se encontró con la de Osborn. No importaba quiénes eran ni por qué estaban allí. Estaban vivos mientras muchos otros habían muerto.
Se abrazaron con fuerza y permanecieron así durante un momento. Era algo más que un gesto espontáneo de alivio y camaradería. Estaban compartiendo algo que sólo podían entender aquellos que alguna vez se han encontrado bajo la sombra de la muerte y no han sucumbido.