Capítulo 140

En la Spetsnaz lo llamaban camarada mayor. ¿Quién y qué era Von Holden ahora? ¿Seguía siendo Leiter der Sicherheit, jefe de Seguridad, o el último soldado solitario en la misión más difícil de su vida? Ambos, pensó, era ambos.

A su lado, Vera miraba el paisaje, contenta de que pasaran las horas, pensó Von Holden. Se dobló en su propio asiento para mirar hacia fuera. Momentos antes, habían trasbordado en Grindewald y ahora oyó crujir los engranajes al fijarse el tren en el riel del centro y comenzar un agudo ascenso por entre un bosque de abundante vegetación alpina moteada con flores silvestres y el ganado que pastaba.

Faltaban veinte minutos para llegar a Kleine Scheidegg, donde la vegetación acababa abruptamente al pie de los Alpes. Allí trasbordarían de nuevo, esta vez para subir al tren de color marrón y crema de la línea del Jungfrau que los conduciría hasta el corazón de los Alpes, más allá de las estaciones de Eigerwand y Eismeer, hasta llegar finalmente a la de Jungfraujock. A la izquierda de Von Holden se divisaba el Eiger y más allá la cumbre nevada del Mónch. Más arriba, aún no visible, pero tan familiar para él como las líneas de su mano, estaba el Jungfrau. A tres mil cuatrocientos cincuenta metros, la cumbre quedaba a casi un kilómetro del final de la vía en la estación de Jungfraujock. Al mirar atrás, Von Holden divisó la imponente cara norte del Eiger, una gran mole de piedra caliza que se elevaba a mil cuatrocientos metros desde la plataforma de los últimos bosques. Pensó en los más de cincuenta escaladores que habían muerto intentando escalarlo. Era un riesgo, como todo lo demás. Uno se preparaba, rendía todo lo posible y de pronto sucedía algo imprevisto y caía al vacío. La muerte alrededor amenazaba simplemente.

Thun había sido el primer lugar donde lógicamente la policía habría interceptado el tren. El hecho de que no fuera así dejaba sólo Interlaken como última posibilidad. Pero la policía tampoco estaba allí y eso significaba que Osborn había llegado por sus propios medios. Von Holden no sabía cuántos trenes pasaban a diario por Interlaken. Lo qué sí sabía era que un tren había salido de Lucerna diez minutos después de que su tren hubiera llegado de Berna. Lucerna era el punto de enlace para destinos tan dispares como Holanda, Bélgica, Austria, Luxemburgo e Italia. Jungfraujock era una línea secundaria, un descanso para turistas y escaladores alpinos. Von Holden era un fugitivo de la ley y era poco probable que pensaran que se dedicará a pasear tranquilamente por el monte, sobre todo si su paradero era la última estación. Al contrario, intentaría interponer entre él y sus perseguidores tantos kilómetros como le fuera posible. Y si eso le permitía cruzar de un país a otro, tanto mejor.

Von Holden abandonó la idea de matar a Osborn en Interlaken por considerarla demasiado arriesgada. Pero decidió utilizar el mismo truco que Osborn y lo hizo llamar por el sistema de megafonía con la intención de despistarlo y asustarlo. Confundirlo para neutralizar su astucia y el instinto que lo habían conducido hasta allí y, de paso, hacerlo perseguir, casi a ciegas, la única pista con que contaba. Era lógico. Después de Berna, sólo había dos modos de salir de Interlaken. O cogía el tren que subía a la cumbre o el de vía estrecha rumbo a Lucerna. En Interlaken, Osborn descubriría que pocos minutos después de que el tren de Von Holden llegara de Berna, había partido otro hacia Lucerna. Von Holden tendría que estar en ese tren. Al pensar así, Osborn abordaría sin titubear el siguiente tren a Lucerna y se lanzaría a la persecución de una sombra.

Osborn bajó rápidamente del tren en Grindewald y cruzó a toda velocidad hacia el tren que hacía la conexión en Kleine Scheidegg y lo llevaba hasta Jungfraujock. Esta vez no había duda. Estaba seguro de que Von Holden había viajado en el tren anterior y que no lo esperaba oculto en la estación. Von Holden había pecado de suficiencia al pensar que lo había despistado en Interlaken y que permanecía allí, asustado y sin saber qué hacer, o peor aún, que había seguido la dirección más obvia en un tren hacia Lucerna.

La estación de Jungfraujock, según le había informado uno de los americanos que viajaban con él, consistía en una pequeña oficina de correos y una tienda de souvenirs, una exposición para los turistas en el llamado Palacio del Hielo, con esculturas de hielo literalmente recortadas de las paredes del glaciar que albergaba a la estación, una pequeña estación metereológica automatizada y el restaurante «Albergue de las Nubes». Todos estos sitios se situaban en diferentes niveles a los que se accedía mediante ascensores. Más allá sólo quedaba la montaña y el paisaje desolado del gran glaciar de Aletsch que se extendía por delante. Si Von Holden tenía que encontrarse con alguien para entregarle el contenido de la bolsa, tenía que ser en el recinto de la estación. Osborn no tenía la menor idea de quién podría ser ese contacto o dónde podría tener lugar el intercambio. No había nada que hacer antes de la llegada.

Con un agudo chirrido de las ruedas contra los rieles, el tren se inclinó al girar en una curva y por primera vez Osborn vio la dimensión de los montes que los rodeaban, las cumbres blancas y brillantes bajo la luz del atardecer. El más cercano era el Eiger, e incluso a esa distancia, Osborn divisaba los torbellinos de nieve escurriéndose desde la cima.

– Hacia allí nos dirigimos, cariño, después de pasar por Kleine Scheidegg. -Le hablaba una rubia teñida que viajaba con los aficionados al tren, señalando la cima que él miraba. No era difícil percibir que la mujer se había sometido a un lift de barbilla. Tampoco costaba adivinar, cuando le dio unos golpecitos en la rodilla con su mano sin anillos, que era soltera y que deseaba hacérselo saber-. Vamos a la falda del Eiger y el túnel interior. Si miras hacia abajo, se ve todo el valle hasta Interlaken -añadió.

Osborn sonrió y le agradeció la información mirándola con rostro inexpresivo hasta que ella levantó la mano de su rodilla. No era que le molestaran las mujeres agresivas, pero ahora pensaba en otra cosa. Pensaba que además de la pistola calibre 38 de McVey, le habría gustado disponer al menos de uno de los frasquitos de sucinilcolina que había obtenido en París para enfrentarse a Albert Merriman.


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