Capítulo 20

La despertó el teléfono. Durante un momento, no supo dónde estaba. A través de las puertas semiabiertas que daban al patio, penetraba una luz intensa. Más allá, sobre el Sena, el sol de media tarde había intentado en vano penetrar la densa y tenaz capa de nubes, y luego había desaparecido detrás de ella. Aún medio dormida, Vera se apoyó sobre un codo y miró a su alrededor. Había sábanas y mantas tiradas por todos lados, y sus medias y su ropa interior en el suelo, casi debajo de la cama. Y entonces se le despejó la cabeza y supo que estaba en el dormitorio de su piso y que sonaba el teléfono. Se cubrió con una sábana, como si el que llamaba pudiera verla, y cogió el auricular.

– ¿Sí?

– ¿Vera Monneray?

Era una voz masculina, una voz que nunca había oído.

– Sí… -repitió ella, intrigada. Hubo un claro clic en el otro extremo.

Vera colgó y miró a su alrededor.

– ¿Paul? -llamó-. ¿Paul…?

Esta vez había un dejo de inquietud en la voz. No hubo respuesta y Vera supo que se había marchado. Al salir de la cama vio su desnudez retratada en el espejo antiguo encima de su mesa de tocador. La puerta del baño, a su derecha, estaba abierta. En el lavabo y en el suelo, junto al bidé, había unas toallas usadas. La cortina de la ducha se había desprendido y colgaba a medias sobre la bañera. Al otro extremo, uno de sus zapatos colgaba ceremoniosamente de la tapa del water. Alguien al entrar no dejaría de observar que en aquellas dos habitaciones -y quién sabía en qué otra parte del piso- se habían desarrollado unas largas y turbulentas sesiones de amor. Jamás en su vida había experimentado nada como en las últimas horas. Le dolía todo el cuerpo, y las partes que no le dolían estaban rozadas hasta la magulladura, la piel irritada. Se sintió como si se hubiera acoplado con una bestia, desatando una furia primitiva que había generado, minuto a minuto, movimiento a movimiento, una tormenta de fuego gargantuesca de apetitos físicos y emocionales de la que sólo la había librado el agotamiento total y absoluto.

Se volvió nuevamente y volvió a verse en el espejo. Se acercó. No estaba segura de lo que veía, exactamente, pero había algo diferente. La esbeltez de su silueta, los pequeños pechos, todo era lo mismo. El pelo, aunque completamente despeinado, no había cambiado. Era otra cosa. Algo en ella se había desvanecido, y en su lugar había algo nuevo.

El teléfono volvió a sonar, estridente. Ella lo miró, molesta por la intrusión. Siguió sonando, y Vera finalmente respondió.

– Sí… -dijo, distante.

– Un momento -respondió una voz.

¡Era él quien llamaba!

– ¡Vera, bonjour! -surgió la voz de Francois en el auricular. Allí estaba, brillante, exigente.

Pasó un momento antes de que ella respondiera. Y en ese momento comprendió que lo que se había desvanecido en ella era la niña, que había cruzado una brecha de donde no había regreso.

Quienquiera que hubiera sido, ya no iba a serlo más. Y su vida, para bien o para mal, jamás volvería a ser como antes.

– Bonjour -dijo finalmente-. Bonjour, Francois.

Paul Osborn salió del apartamento de Vera a primera hora de la tarde y cogió el metro para volver a su hotel. Hacia las dos, vestido con una camiseta, vaqueros y zapatillas deportivas, conducía un Peugeot azul de alquiler por la avenida de Clichy. Siguiendo atentamente el mapa urbano de la agencia de alquiler, giró a la derecha en la calle Martre por la autopista que seguía hacia el noreste bordeando el Sena. En los siguientes veinte minutos, se detuvo en tres ocasiones después de haber cogido desvíos y caminos laterales. Ninguno de los puntos parecía adecuado. Y luego, a las dos treinta y cinco, pasó junto a un camino flanqueado por árboles que llegaba hasta el río. Giró para cambiar de sentido y se adentró por el camino. Quinientos metros más allá llegó hasta un parque apartado que se extendía sobre un monte que bordeaba la ribera este del río. Observó que el parque en sí mismo no era más que un amplio campo rodeado de árboles con un camino de tierra que lo contorneaba. Lo siguió hasta que el camino comenzó a desviarse nuevamente hacia la autopista. Entonces vio lo que buscaba. Una rampa de tierra y gravilla que llevaba al río. Se detuvo y miró hacia atrás. La autopista quedaba a casi un kilómetro de distancia y el camino estaba oculto por los árboles y la densa maleza.

En verano, con su acceso al río, el parque era probablemente muy concurrido, pero ahora, a las tres de la tarde de un jueves lluvioso de octubre, estaba completamente desierto.

Salió del Peugeot, caminó hasta la punta de la rampa y comenzó a bajar. Abajo, entre los árboles, apenas podía divisar el río. El cielo oscurecido y la llovizna cerraban el espacio circundante, creando una atmósfera donde él parecía el único ser existente. La rampa era inclinada y los vehículos habían formado grandes baches al utilizar la parte de abajo, sin duda, para soltar pequeñas embarcaciones.

Al llegar abajo, la inclinación disminuía. Osborn divisó una pila de troncos pudriéndose al borde del agua y supuso que el sitio había servido para embarcaciones mayores años atrás. Cuándo, y para qué fines, no podía saberlo. ¿Cuántos ejércitos, durante siglos, habrían pasado por aquí? ¿Cuántos hombres habían pisado donde él pisaba ahora?

A unos cinco metros de la orilla, la gravilla se convertía en una arenilla gris, y luego, al llegar al agua, en un lodo rojizo. Osborn quiso probar la firmeza del terreno y avanzó. La arena lo sostenía, pero no bien hubo pisado el lodo, sus pies se hundieron. Retrocedió, sacudiendo el lodo enganchado al calzado, y volvió a mirar el agua. Frente a él, el Sena fluía perezosamente, dejando atrás pequeñas olas que morían en la orilla. Más abajo, a menos de treinta metros, un promontorio de roca y árboles sobresalía abruptamente, cambiando el curso del agua y devolviéndolo a la corriente.

Osborn observó un rato largo, muy consciente de lo que estaba haciendo. Luego volvió sobre sus pasos, cruzó el descampado hasta llegar a unos árboles en la base de la colina que bajaba hacia el río. Cogió una rama larga, volvió al primer lugar y la lanzó al agua. Durante un momento, no sucedió nada, y la rama flotó sin moverse. Y luego, lentamente, la corriente la impulsó hacia delante, y en pocos segundos fue arrastrada en dirección a los árboles y hacia la corriente central. Osborn miró su reloj. La rama había tardado diez segundos en alejarse y luego ser arrastrada por la corriente. Otros veinte segundos, y ya se había perdido de vista, más allá del saliente de rocas y árboles. En total, cerca de treinta segundos desde que había lanzado la rama hasta perderla de vista.

Volvió sobre sus pasos y cruzó el descampado hasta el bosque en el otro extremo. Buscaba algo más pesado, algo que se pareciera al peso de un hombre. Al cabo de un rato, encontró el tronco sin raíces de un árbol muerto. Buscó un asidero, lo levantó y lo llevó a la orilla, volvió a hundirse en el lodo y lo lanzó al agua. Permaneció inmóvil un momento, al igual que la rama, y luego la corriente lo cogió y lo impulsó paralelo a la orilla. Cuando llegó a la curva del promontorio, se desvió hacia el centro de la corriente. Osborn volvió a mirar su reloj. Había tardado treinta y dos segundos en perderse y ser arrastrado por la corriente principal. El tronco pesaría unos veinticinco kilos. Calculó que Kanarack pesaba unos ochenta y cinco kilos. La relación entre la rama y el tronco era mucho mayor que la de éste con el peso de Kanarack, pero ambos habían tardado casi el mismo tiempo en alejarse y desaparecer del todo en la corriente.

Osborn sentía cómo le aumentaban las pulsaciones y le sudaban las axilas, ahora que todo cobraba visos de realidad. Funcionaría, ¡de eso estaba seguro! Comenzó a caminar, primero de lado, volviéndose, y luego corriendo, corriendo a todo correr por la orilla, más allá de los árboles, donde la tierra sobresalía hasta casi la mitad del río. Descubrió que allí el agua fluía, profunda y sin obstáculos. Sin nada que lo detuviera, físicamente incapacitado por los efectos de la sucinilcolina, Kanarack flotaría como un tronco, aumentando la velocidad al llegar a la corriente principal. Menos de sesenta segundos después de que empujara el cuerpo desde la orilla, flotaría hasta el centro y sería arrastrado por la corriente del Sena.

Ahora tenía que asegurarse. Avanzando entre la hierba crecida, siguió la orilla entre arbustos y matorrales durante casi un kilómetro. Cuanto más avanzaba, más profundos se volvían los bancos del río y aumentaba la fuerza de la corriente. Al llegar a lo alto de un monte, se detuvo. El río seguía su curso ininterrumpido hasta perderse de vista. No había islotes ni bancos de arena ni árboles muertos. Sólo el agua que discurría veloz y sin obstáculos cortando el agreste paisaje. Además, no había pueblos, fábricas, casas ni puentes. No había nada, hasta donde alcanzaba su vista, desde donde pudiera verse un objeto flotando en la corriente.

Sobre todo si se deslizaba en medio de la lluvia y la oscuridad.

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