Durante una hora desapareció toda idea no relacionada con la escena de aquella horrible carnicería. Primero con ayuda de Remmer y luego con los enfermeros, Osborn se ocupó de las medidas elementales de emergencia en el asfalto ensangrentado de la autopista. Tuvo que recurrir a sus habilidades de cirujano y a todo lo que había aprendido desde su primera clase de medicina. No contaba con instrumentos, medicamentos o anestesia.
La hoja de un cortaplumas suizo de uno de los camioneros, esterilizada con una cerilla, sirvió de bisturí para proceder a una traqueotomía con una monja de setenta años.
Osborn la dejó y se acercó a una mujer madura. Su hijo adolescente, presa de un ataque de histeria, gritaba que su madre se había cortado la pierna y que se desangraba. Pero no se trataba de un simple corte, la pierna estaba cercenada. Osborn se sacó el cinturón y se lo colocó como torniquete, pero luego tuvo que llamar al hijo para que lo sujetara. Remmer le gritaba para que le ayudara a sacar a una muchacha de debajo de un coche pequeño tan destrozado que parecía difícil que alguien hubiera sobrevivido. Se tendieron en el asfalto, Osborn ayudándole a salir y Remmer empujando con los pies para levantar un montón de hierros retorcidos. Y sólo cuando la sacaron se percataron de que sostenía a un recién nacido en brazos. Estaba muerto. Cuando ella se dio cuenta, se levantó y se alejó caminando. De pronto, el conductor de un furgón Volkswagen, sujetándose un brazo roto con el otro sano, salió corriendo detrás de ella cuando la vio dejar atrás los coches parados y dirigirse al flujo de los que se aproximaban en dirección contraria. Seguían llegando coches de policía, ambulancias y bomberos, y desde Frankfurt habían enviado un helicóptero ambulancia. Remmer sostenía a un joven enfermo de sida, de cuerpo esquelético, mientras Osborn le manipulaba el hombro dislocado para volverlo a su sitio. El joven no dijo nada y ni siquiera dejó escapar un grito, a pesar del espantoso dolor provocado por la manipulación. Cuando todo hubo terminado, se reclinó hacia atrás y murmuró un «Danke».
Después llegó el personal de urgencias. Amanecía cuando empezaban y pronto se hizo de día. La carnicería que los rodeaba era un auténtico campo de batalla. Los dos se alejaban hacia el Mercedes estacionado en el arcén cuando el helicóptero ambulancia se posó en el suelo desatando un torbellino de polvo.
Los equipos de rescate se acercaron corriendo con una camilla y un enfermero los acompañaba sosteniendo un gota a gota.
Osborn miró a Remmer.
– Creo que hemos perdido el tren -dijo en voz baja.
– Ja -asintió Remmer. Apoyaba la mano en la puerta del Mercedes cuando sonó la radio. Una breve enumeración en código fue seguida del nombre de Remmer. Éste cogió inmediatamente el micrófono y respondió. Siguió un rápido diálogo en alemán. Remmer escuchó, respondió con una frase breve y colgó.
– Von Holden disparó contra tres agentes en la estación de Frankfurt. Mató a los tres y él consiguió escapar -dijo Remmer, y siguió mirando fijamente a Osborn. A éste le molestó la mirada del policía.
– Hay algo más que no me ha dicho. ¿Qué es?
– Viajaba con una mujer.
– ¿Y…?
– La soltaron de su celda a las diez y treinta siete de la noche -explicó Remmer por encima del chirrido de neumáticos que provocó el coche al salir a toda velocidad-. El responsable de su liberación se ha encontrado muerto hace menos de una hora en el asiento trasero de un coche aparcado cerca de- la estación ferroviaria de Berlín.
– ¿Me está diciendo que la mujer que viaja con Von Holden es Vera? -Osborn se sintió embargado por la ira y el resentimiento.
– No estoy emitiendo juicios de valor, me limito a enunciar un hecho. A la luz de lo que está pasando, es importante que lo sepa.
Osborn lo miró fijamente.
– ¿La soltaron y ahora nadie sabe dónde está?
Remmer negó con un gesto de la cabeza.
– Entonces, ¿qué ocurre?
– Ya me gustaría poder responderle.
Tres personas habían visto a un hombre y una mujer bajando del tren Berlín-Frankfurt cuando llegó a la Hauptbahnhof. Después de cruzar el andén, habían desaparecido en la estación. Los tres sostenían opiniones radicalmente opuestas con respecto a la dirección que podían haber tomado. Todos estaban de acuerdo en que el hombre era el mismo que aparecía en las fotos de la policía y que llevaba una especie de maletín al hombro.
Por el testimonio de esas tres personas y por las pruebas de que disponían, los consternados inspectores de Homicidios de Frankfurt pudieron entender la sucesión de los acontecimientos. Los policías habían subido al tren de Berlín nada más llegar, a las siete y cuatro minutos. Los habían asesinado poco después, tal vez unos cinco o seis minutos, víctimas de disparos desde el interior de un compartimiento ocupado por un hombre llamado Von Holden. Un hombre de negocios italiano había descubierto los cuerpos al salir de su compartimiento, aproximadamente a las siete y dieciocho minutos. El hombre había oído hablar en el pasillo, pero no había escuchado disparos, lo cual hacía pensar que el asesino llevaba un arma con silenciador. Hacia las siete y veinticinco habían llegado los primeros policías y hacia las siete y cuarenta y cinco, la estación fue acordonada. Durante las tres horas siguientes se detuvo la salida de trenes, personas o taxis hasta ser registrados minuciosamente. Remmer había recibido la llamada por radio a las siete y treinta y cuatro. A las ocho y diez minutos, él y Osborn entraron en la estación.
Osborn esperó a un lado mientras Remmer revisaba los detalles con los inspectores de Frankfurt y luego interrogaba personalmente a los tres testigos. Remmer no le dijo nada de los disparos hasta que lo llamaron por radio. Pero Osborn oyó que pronunciaban el nombre de Von Holden seguido inmediatamente de la palabra Fráulein, una mujer joven. Remmer no dijo nada y Osborn no preguntó, pero Remmer sabía, o le daba miedo, que Osborn hubiera oído que la Fráulein que acompañaba a Von Holden era Vera Monneray.
Y ahora, mientras Remmer interrogaba a los testigos, Osborn intentaba descifrar lo que oía. Pero le faltaban palabras para entenderlo cabalmente. La principal preocupación, había dicho Remmer después de la llamada, era la logística. Tal como él lo veía, Frankfurt era un nudo de enlace más que una terminal, lo cual significaba que Von Holden se dirigía a algún otro lugar. El aeropuerto distaba diez kilómetros de la estación de ferrocarril y un metro directo unía a ambos. Pero era evidente que los inspectores lo habían sorprendido o habría bajado del tren antes de llegar a Frankfurt. Después de matarlos, estaría sometido a una fuerte presión. Por lo tanto, era improbable que intentara coger un vuelo, especialmente en Frankfurt. Tenía dos alternativas: esconderse en la ciudad y esperar durante un tiempo o salir de allí utilizando otro medio de transporte. Esto último le ofrecía tres posibilidades, coche, tren o autobús. A menos que robara un coche o los esperara alguien, era difícil que optara por ese medio, porque no podría alquilarlo sin llamar la atención en el momento del trámite. Eso reducía las alternativas al autobús y al tren y planteaba un problema a la policía, porque Frankfurt tenía enlaces de autobús con doscientas ciudades en toda Europa. Habían buscado en todos los vehículos, pero era posible que por algún medio hubiesen burlado el cerco. Lo mismo sucedía con los trenes. Entre las siete veinte y las ocho y veinte, esa mañana habían salido veinticinco trenes y la búsqueda sólo había comenzado una vez acordonada la estación, a las siete y cuarenta y cinco. En los treinta minutos transcurridos entre los asesinatos y el acordonamiento, es decir, entre las siete y cuarto y las ocho menos cuarto, habían salido de Frankfurt dieciséis trenes. Los billetes de autobús tenían que comprarse con antelación y los taquilleras de las líneas no recordaban haber vendido pasaje a nadie que se pareciera a Von Holden. Los billetes de tren, por el contrario, solían adquirirse una vez el tren había salido. No se dejaría nada a la improvisación y la policía peinaría la ciudad de Frankfurt, vigilaría el aeropuerto durante varios días y seguiría buscando en trenes y autobuses. En cualquier caso, Remmer intuía que Von Holden había escapado en uno de los dieciséis trenes antes de que se acordonara la estación.
– ¿Qué aspecto dicen que tenía ella? -preguntó Osborn irritado y ansioso, abriéndose paso entre los testigos hasta llegar a Remmer.
– Las descripciones de la mujer varían -contestó Remmer-•. Puede que se trate de ella y puede que no.
– Oiga, ¡este hombre los ha visto! -decía un policía apartando a los curiosos y conduciendo a un negro delgado vestido con bata.
Remmer se volvió para mirarlos.
– ¿Usted los vio?
– Sí, señor -respondió el hombre, que insistía en mirar al suelo.
– Le sirvió café a la mujer a eso de las siete y media -dijo el policía, que permanecía de pie junto al negro, a quien superaba en estatura en unos treinta centímetros.
– ¿Por qué no lo dijo desde el principio? -preguntó Remmer.
– Es mozambiqueño y en alguna ocasión lo han golpeado los cabezas rapadas. Teme a los blancos.
– Mire -interpeló Remmer tranquilamente-. Nadie le va a hacer daño. Simplemente cuéntenos lo que vio.
El negro levantó la mirada hasta Remmer y enseguida volvió a mirarse los pies.
– El hombre pidió café para la mujer -explicó con tosco acento alemán-. Ella muy guapa, mucho miedo. Las manos le temblaban y casi no pudo beberse el café. El fue buscar un periódico y le enseñó cuando volvió. Luego se marcharon…
– ¿Dónde? ¿En qué dirección iban?
– Allá, al tren.
– ¿Qué tren? -preguntó Remmer abarcando con un gesto la estación llena de ellos.
– Allá, o puede que allá. No estoy seguro -contestó el negro en dirección a uno de los andenes y luego al de al lado, y se encogió de hombros-. No miré más cuando marcharon.
– ¿Cómo era ella? -preguntó Osborn enfrentando de pronto al hombre cara a cara, sin poder controlar su ansiedad.
– Pregúntele el color del pelo -insistió Osborn-. ¡Pregúnteselo!
Remmer tradujo al alemán.
El negro sonrió apenas y se tocó su propio pelo.
– Schwarz.
«Dios mío» pensó Osborn, que sabía lo que significaba. Negro. El color de Vera.
– Vamonos -decidió Remmer, se volvió y se abrió camino entre una multitud de curiosos y policías. Un momento más tarde entraban dando un portazo en el despacho del jefe de estación. Remmer miró el reloj al entrar. Eran las ocho y cuarenta y siete minutos.
– ¿Adonde iban los trenes que han salido de los andenes C3 y C4 entre las siete y veinte y las siete cuarenta y cinco? -preguntó al atónito jefe. A su espalda, había un mapa de Europa en el muro, encendido con una miríada de pequeños puntos que indicaban todas las grandes líneas del continente.
– Mach Schnell! -le ordenó Remmer-. ¡Dése prisa!
– C3, Ginebra. Expreso ínter City. Llega a las dos y seis de la tarde, con un trasbordo en Basilea. C4, Estrasburgo, ínter City. Llega a las diez treinta y siete, trasbordo en Offenburg -respondió el hombre con la rapidez de un ordenador.
– Suiza o Francia -dijo Remmer enardecido-. En cualquiera de los dos casos, están fuera del país. ¿A qué hora llegan los trenes a Basilea y Offenburg?
En pocos minutos, Remmer había tomado posesión de la oficina del jefe de estación y alertado a la policía en la ciudad alemana de Offenburg, a la policía suiza en Basilea y Ginebra, y en Estrasburgo, Francia. Todos los pasajeros que bajaran en Offenburg y Basilea serían conducidos a una sola salida, y al mismo tiempo agentes de civil se mezclarían entre los pasajeros en el último tramo de los trayectos a Ginebra y Estrasburgo. Si Von Holden iba con la mujer e intentaban bajar en algún punto intermedio, los cercarían y cogerían al salir. Si decidían quedarse en el tren, los identificarían, los reducirían y detendrían.
– ¿Y qué sucederá con… -inquirió Osborn cuando Remmer colgó- ella?
– La detendrán igual que a Von Holden -contestó Remmer, que entendía el significado de la pregunta. Se había informado a todas las unidades que Von Holden había asesinado a varios policías. Si los fugitivos viajaban en uno de los dos trenes, y Remmer estaba seguro de que así era, sus posibilidades de escapar una segunda vez eran nulas. Si ofrecían cualquier tipo de resistencia, los matarían.
– ¿Y qué hacemos nosotros? -Osborn miraba fijamente a Remmer-. ¿Va usted a una de las ciudades y yo a la otra?
– Doctor -dijo Remmer, y Osborn tuvo la sensación de que se preparaba para extenderle la alfombra bajo los pies-, ya sé que quiere estar presente y lo importante que es para usted. Pero no puedo correr el riesgo de que se interponga.
– Remmer, el riesgo déjemelo a mí. No se preocupe.
– No estoy hablando de usted, doctor. Tiene usted la cabeza muy liada y puede que mande toda la operación al carajo. Una taxista de diecinueve años y tres policías han sido asesinados a sangre fría. Los métodos sugieren que Noble tiene razón y que la mujer, sea quien sea, pertenece a la Spetsnaz. Eso significa que él o ella fueron preparados por el ejército soviético y después tal vez por la GRU, agentes seis veces más certeros que el mejor del ex KGB. Eso los sitúa entre los asesinos mejor entrenados del mundo, con una estructura mental que usted no entendería. No será fácil reducirlos. Yo no correré el riesgo de perder a otro policía ni por usted ni por nadie. Vuelva a Berlín, doctor. Le prometo que podrá interrogarlos a ambos en su debido momento -concluyó Remmer, se apartó de la mesa del jefe de estación y se dirigió a la puerta.
– Remmer -dijo Osborn cogiéndolo por el brazo y obligándolo a volverse-. No se va a deshacer de mí así como así. McVey no habría…
– ¿Que McVey no habría? -Lo cortó Remmer con una risa, y se soltó de la presión que hacía Osborn en su brazo-. McVey lo trajo para sus propios fines, doctor Osborn, y sólo para sus fines. No se crea lo contrario. Ahora, haga lo que le digo, ¿vale? Vuelva a Berlín e instálese en una habitación en el hotel Palace, nuestro primer cuartel general. Ya me pondré en contacto con usted ahí.
Remmer abrió la puerta, pasó junto al jefe y se dirigió a la estación. Osborn lo siguió, pero no de cerca. A cierta distancia, observó que a Remmer lo rodeaban los policías de Frankfurt y luego lo vio apartarse para hablar brevemente con los tres testigos y el negro del bar. Al poco se separaron todos y aquello se llenó de rostros desconocidos y todo era como si nada hubiese sucedido. Osborn estaba solo en medio de la estación de ferrocarril de Frankfurt. Podría haber sido un turista cualquiera que transitaba por ahí, sin otra cosa en mente que el programa del día. Pero no lo era.
Von Holden y la mujer que viajaba con él -Osborn pensó que no podía ser Vera sino alguna otra persona, tal vez alguien de pelo negro que se le pareciera, pero no ella- llevaban rumbo a Francia o Suiza. ¿Y luego qué harían?
¿Qué era peor? ¿Que la búsqueda de Remmer fracasara y que escaparan o que no fracasara? Sea lo que fuere lo que sabía la enfermera de Lybarger, suponiendo que la encontraran, Von Holden era el último eslabón de la Organización, la última conexión directa con la muerte de su padre. Si la policía lo cercaba, Von Holden se resistiría y lo matarían. Eso significaba el final de todo.
«Vuelva a Berlín -le había dicho Remmer-. Regrese allá y espere.» Ya había esperado treinta años» No pensaba repetir la experiencia.
De pronto, Osborn se percató de que caminaba cruzando la estación y que se había acercado a una de las puertas de salida. Algo le llamó la atención por el rabillo del ojo y vio al negro que caminaba rápidamente en su dirección. Miraba por encima del hombro como si temiera que lo siguieran, mientras se deshacía de la bata blanca de trabajo. Cuando llegó a la puerta, lanzó una última mirada atrás, dejó la bata en un cubo de basura y salió a la calle. En un segundo, Osborn se preguntó qué significaba aquello, y de pronto dio con la respuesta.
¡El hijo de puta había mentido!