Capítulo 121

21.00


McVey y Scholl se miraban cara a cara en silencio. El calor de la habitación había convertido la pomada que cubría el rostro de McVey en un líquido aceitoso, dándole a sus quemaduras un aire aún más grotesco.

Un momento antes, Louis Goetz había aconsejado a Scholl que no dijera una palabra más hasta que llegaran sus abogados criminalistas y McVey había respondido que si bien Scholl tenía todo el derecho de permanecer callado, el hecho de que no colaborara con una investigación policial no sería un antecedente positivo cuando el juez tuviera que tomar la decisión de dejarlo en libertad bajo fianza o no. Sin embargo, agregó, incluso un hombre tan distinguido como Scholl puede ser detenido como sospechoso de asesinato y extraditado a Estados Unidos.

– ¿Qué quiere decir con esta tontería? -Le espetó Goetz-. Usted no tiene ninguna autoridad aquí. El hecho de que el señor Scholl haya dejado a sus invitados para reunirse con usted ya es suficiente demostración de colaboración.


– Si nos relajamos, puede ser que acabemos y nos vayamos a casa -espetó McVey dirigiéndose tranquilamente a Scholl e ignorando a Goetz-. Todo esto es tan desagradable para mí como para usted. Además, estas quemaduras me están matando y ya veo que usted también quiere atender a sus invitados.

Scholl había dejado su lugar más por curiosidad que bajo la amenaza de arresto de McVey. Se detuvo brevemente para poner a Dortmund al tanto de lo que sucedía y le dijo que buscara un teléfono y contactara inmediatamente con un equipo de abogados criminalistas. Había abandonado la galería dorada por una puerta lateral para bajar las escaleras cuando Salettl, fuera de sí, lo llamó para preguntarle adónde iba y cómo se atrevía a dejar a sus invitados en un momento como aquél. Eran las nueve menos diez y faltaban veinticinco minutos para que Lybarger hiciera su aparición.

– Voy a ver a un policía, un hombre que, al parecer, lleva una vida apasionante -contestó sonriendo con arrogancia-. Tenemos tiempo de sobra, mi querido doctor, tenemos tiempo de sobra.

Bronceado e impecable en su frac a medida, Scholl se comportó con suma deferencia al entrar y aún más cuando McVey le presentó a Osborn. Escuchó atentamente haciendo todo lo posible para ser directo en sus respuestas, a pesar de que parecía auténticamente extrañado a tenor de las preguntas que le hacían, incluso cuando McVey le citó sus derechos como ciudadano americano.

– Repasémoslo una vez más -insistió McVey-. El padre del doctor Osborn fue asesinado en Boston el 12 de abril de 1966 por un hombre llamado Albert Merriman. Este hombre era un asesino a sueldo y, hace una semana en París, el doctor Osborn lo encontró y Merriman confesó el asesinato y que lo había contratado usted para matar al padre de Osborn. Su respuesta, señor Scholl, es que no ha conocido ni ha oído hablar de Albert Merriman.

Scholl estaba sentado y permanecía inmutable.

– Así es -dijo.

– Si no conocía a Merriman, ¿conocía a George Osborn?

– No.

– ¿Entonces, por qué había de contratar a un hombre para matar a alguien a quien ni siquiera conoce?

– McVey, ésa es una cabronada de pregunta y usted lo sabe muy bien -intervino Goetz, a quien no le agradaba que Scholl le estuviera dando a McVey una oportunidad para seguir interrogándolo.

– Inspector McVey -dijo Scholl tranquilamente sin dirigirle ni una mirada de reojo a Goetz-. Yo no he contratado a nadie para cometer un asesinato. La idea misma es indignante.

– ¿Dónde está ese Albert Merriman? Me gustaría conocerlo -intervino Goetz.

– Ese es uno de nuestros problemas, señor Goetz. Está muerto.

– Entonces no tenemos nada más de qué hablar. Su orden de arresto no es más que una mierda, igual que usted. A eso se le llama rumores de un hombre muerto -espetó, y se incorporó-. Señor Scholl, hemos terminado aquí.

– Goetz, el problema es que… Albert Merriman fue asesinado.

– ¿Y a mí, qué?

– Yo se lo diré. El hombre que lo mató también fue contratado para ello. Y también por el señor Scholl. Se llamaba Bernhard Oven -respondió McVey, y lanzó una mirada a Scholl-. Oven pertenecía a la policía secreta de Alemania del Este antes de trabajar para usted.

– No he oído hablar de ese Bernhard Oven, inspector -objetó Scholl, con tono neutro. Encima de la chimenea, sobre el hombro de McVey, un reloj marcaba las nueve y catorce. Faltaba un minuto para que se abrieran las puertas de la galería dorada y entrara Lybarger. Para sorpresa suya, Scholl estaba realmente intrigado. El conocimiento que McVey tenía de las cosas era notable.

– Cuénteme algo de Elton Lybarger -pidió McVey, y ese cambio de marcha en las preguntas lo sorprendió.

– Es un amigo.

– Me gustaría conocerlo.

– No será posible. Ha estado enfermo.

– Sin embargo, se encuentra lo bastante bien como para dar un discurso.

– Sí, está…

– No lo entiendo. Está demasiado enfermo para hablar con un hombre pero no para dirigirse a un centenar.

– Está bajo cuidado médico.

– Quiere decir, el doctor Salettl.

Goetz le lanzó una mirada a Scholl. ¿Cuánto tiempo más pensaba prestarse a aquello? ¿Qué diablos pretendía?

– Así es -respondió Scholl, y se arregló la manga izquierda de su frac con la mano derecha enseñando deliberadamente las heridas aún visibles. Luego sonrió-. Es paradójico que los dos tengamos heridas dolorosas al mismo tiempo, inspector. Las que yo tengo me las hice jugando con un gato. Es evidente que usted estuvo jugando con fuego. Los dos somos ya bastante mayores, ¿no le parece?

– Yo no estaba jugando, señor Scholl. Alguien ha intentado matarme.

– Es usted muy afortunado.

– Unos cuantos amigos míos no lo fueron tanto.

– Lo siento -pronunció Scholl, y miró a Osborn y luego nuevamente a McVey. El inspector era, sin lugar a dudas, el hombre más peligroso que había conocido. Era peligroso porque sólo le importaba la verdad y, en la persecución de ese fin, era capaz de cualquier cosa.


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