Capítulo 105

Osborn intentaba tranquilizarse bajo la ducha. Pasaban pocos minutos de las nueve de la mañana del viernes 14 de octubre. En Estados Unidos se celebraba el Día del Descubrimiento. En Berlín, faltaban sólo once horas para que comenzara la ceremonia en el palacio de Charlottenburg.

Karolin Henniger era una pieza clave y no la habían podido utilizar. A Remmer le habían confirmado lo que se sabía de ella al volver al hotel. Karolin Henniger era ciudadana alemana y madre soltera de un chico de once años. Había vivido en Austria desde finales de los años setenta y la mayor parte de los ochenta y regresó a Berlín el verano de 1989. Votaba cuando había elecciones, pagaba sus impuestos y no tenía ningún tipo de antecedentes criminales. Remmer tenía razón. No podían hacer nada.

Y sin embargo, ella lo sabía todo. Y Osborn sabía que ella lo sabía.

De pronto la puerta del baño se abrió de golpe.

– ¡Osborn! -Ladró McVey-. ¡Venga, de prisa!

Pasaron treinta segundos y Osborn salió empapado y semidesnudo cubriéndose con una toalla a mirar la televisión que McVey había encendido en el salón.

Era un reportaje en directo desde París que mostraba un curioso protocolo en el Parlamento francés donde los oradores se ponían de pie, uno tras otro, para hacer un breve comentario y luego volver a sentarse. Una voz transmitía rápidamente en alemán y luego entrevistaba a alguien. McVey oyó que mencionaban el nombre de François Christian.

– Ha dimitido -dijo Osborn.

– No -replicó McVey-. Han encontrado su cadáver. Dicen que se ha suicidado.

– ¡Dios mío! -Murmuró Osborn, fuera de sí-. ¡Dios mío!

Remmer hablaba por una línea con Bad Godesburg y por la otra Noble hablaba con Londres. McVey pulsó un botón del mando a distancia y se escuchó la transmisión en inglés.

– Un deportista encontró el cuerpo del primer ministro colgando de un árbol en un bosque de las afueras de París a primera hora de la mañana -dijo una voz de mujer mientras aparecía una perspectiva de una zona del bosque acordonada por efectivos de la policía francesa.

»Según se ha sabido, Christian parecía deprimido durante los últimos días. La presión ejercida para constituir los Estados Unidos de Europa había enfrentado a Francia con los franceses y François formaba parte de una minoría en abierta oposición. Debido a su insistencia, había perdido la confianza de sus ministros. Fuentes del gobierno señalan que Christian había sido obligado a dimitir y que el anuncio tenía que producirse aquella mañana. Sin embargo, según declaraciones de su mujer, en el último minuto había decidido anular su dimisión y convocar una reunión con los dirigentes del partido -dijo la periodista. Luego continuó en un tono que coincidía con las imágenes-: Las banderas en Francia están a media asta y el presidente ha declarado un día de luto oficial en todo el país.

Osborn sabía que McVey le estaba hablando pero no le oía. Sólo pensaba en Vera. Se preguntaba si ya lo sabría y si así era, cómo se habría enterado. O, en caso que no lo supiera, dónde y cómo se enteraría. Cómo se sentiría después.

De pronto se le ocurrió pensar que era notable que se preocupara por la suerte del antiguo amante de Vera. Pero ésa era la medida de su amor por ella. La angustia de Vera era su propia angustia y su dolor era el suyo. Quería estar con ella, estrecharla, compartirlo con ella. Quería estar allí para ella. Le importaba un bledo lo que McVey le estaba diciendo.

– Cállese un momento y escúcheme, ¡por favor! -exclamó Osborn de pronto-. François Christian la llevó a algún lado y allí estaba cuando la llamé desde Londres. Está en algún lugar en el campo. Puede que Vera no lo sepa. Quiero llamarla, pero quiero que me indique si es seguro o no hacerlo.

– Ya no está allí -expresó Noble, que acababa de colgar el teléfono y lo estaba mirando.

– ¿Qué está diciendo? -Preguntó Osborn con un dejo de ansiedad en la mirada-. ¿Cómo podría…? -balbuceó, y luego calló. Era una pregunta tonta. Esta gente lo superaba. Y Vera también.

– La noticia ha llegado por Bad Godesburg -dijo McVey con voz queda-. Estaba en una granja en las afueras de Nancy. Los tres agentes de los servicios secretos franceses que la protegían fueron hallados muertos en la casa. También había una mujer policía de la Prefectura de París. Según nos han dicho, se ha cortado el cuello. Nadie sabe por qué estaba allí ni qué hacía. Pero Vera Monneray cogió su coche y más tarde lo abandonó en la estación de Estrasburgo donde compró un pasaje para Berlín. De modo que, a menos que haya bajado en alguna estación, es lógico suponer que ahora se encuentra aquí.

A Osborn se le enrojecía el rostro por segundos.

No se lo podía creer. Ya no le importaba qué sabían o cómo lo sabían. Que pensaran lo que estaban pensando era algo demencial.

– Si ella no está allí, ¿por eso piensan ustedes que pertenece a la Organización? ¿Así de simple? ¡Que pertenece a la Organización! ¿Qué pruebas tienen? Venga, dígamelo, quiero saberlo.

– Osborn, ya sé cómo se siente. Sólo le estoy dando la información que tengo -dijo McVey con voz calmada y un dejo de simpatía.

– ¿Ah, sí? ¡Pues ya se puede ir al infierno!

– McVey -dijo Remmer con el teléfono en la mano-. Una mujer con el nombre de Avril Rocard se ha registrado en el Kempinski Berlín un poco después de la siete de la mañana.


La habitación estaba vacía cuando entraron. Remmer fue el primero, pistola en mano. Luego entraron McVey, Noble, y Osborn. Fuera, en el pasillo, dos agentes de la BKA vigilaban junto a la puerta.

Remmer se desplazó rápidamente, entró en el dormitorio contiguo y miró en el cuarto de baño. Los dos estaban vacíos. Volvió y se lo dijo a McVey, luego entró y empezó a inspeccionar a partir del baño. McVey se colocó guantes quirúrgicos y revisó el salón. Estaba lujosamente decorado y abajo se veía el Kurfürstendamm. Aún eran visibles las marcas de la aspiradora en la moqueta, lo cual indicaba que acababan de limpiar la habitación.

Sobre una mesa de café frente al sofá había una bandeja de desayuno con un vaso pequeño de zumo de naranja, varias rebanadas de pan tostado, un termo plateado de café y una taza a medio llenar con café frío. Junto a la bandeja, en la mesa, en un ejemplar del Herald Tribune se leían en grandes letras negras los titulares sobre el suicidio de François Christian.

– ¿Bebía café solo?

– ¿Qué? -preguntó Osborn, confundido. Era inconcebible que Vera estuviera en Berlín. Era aún más inconcebible que pudiese estar implicada en la Organización.

– Vera Monneray -dijo McVey-. ¿Tomaba el café sin azúcar?

– No lo sé -balbuceó Osborn-. Sí, es posible. No estoy seguro.

Se oyó el pitido de un «busca» en la habitación de al lado. Un momento después entró Remmer con guantes plásticos como los demás y cogió el teléfono. Marcó, esperó un momento y luego dijo algo en alemán. Sacó una libreta pequeña del bolsillo y escribió algo.

Danke -dijo, y colgó-. Ha llamado el cardenal O'Connel -le informó a McVey-. Scholl está esperando tu llamada. A este número -dijo. Rasgó la hoja y se la entregó-. Al final puede que no necesitemos la orden de arresto.

– Ya, y también puede que sí la necesitemos.

Remmer volvió a la otra habitación y McVey revisó el salón una vez más. Prestó mucha atención al sofá y a la moqueta en el suelo donde se habría sentado la persona bebiendo café y leyendo el periódico.

– Esta Avril Rocard -dijo Osborn, que intentaba pensar en términos lógicos y encontrarle algún sentido a todo aquello que le parecía tan abrumador-, dice usted que pertenece a la policía de París. ¿Han identificado positivamente el cuerpo? Tal vez era otra persona. Es posible que Avril Rocard esté aquí y que no tenga nada que ver con Vera.

– Señores -dijo Noble en la puerta del dormitorio-. ¿Quieren entrar, por favor?

Osborn se apartó y miró con los demás cuando Noble abrió la puerta del armario.

Dentro había dos trajes, un vestido de noche y una estola de visón plateado. Luego Noble se acercó a una cómoda, se sentó, abrió el cajón superior y sacó varias bragas de encaje y sostenes, cinco paquetes sin abrir de medias panti Armani y un camisón transparente de seda plateada. En el cajón de abajo había dos bolsos, uno plano y formal que hacía juego con el vestido de noche. El segundo era un bolso de cuero marrón.

Noble cogió el bolso plano y lo abrió. Dentro había dos estuches de joyas y una bolsita de terciopelo que cerraba con un hilo trenzado. En el primer estuche había un collar de diamantes y en el segundo los pendientes que hacían juego. En la bolsita de terciopelo había una pequeña pistola automática y plateada del calibre 25. Noble volvió a dejarlo todo en su lugar tal como lo había encontrado y luego calibró la segunda cartera. En el interior encontró un fajo de facturas impagadas y sujetas con una goma elástica dirigidas a Avril Rocard, 17 rué Saint Gilles, París 75003. Además, una chapa de identificación de policía perteneciente a la Prefectura de París y un bolso deportivo negro de nailon. Noble lo sacó y extrajo el pasaporte de Avril Rocard, una bolsita de plástico transparente con cierre de cremallera con un fajo de marcos alemanes, un billete de avión no usado de París a Berlín y un sobre con una reserva en el hotel Kempinski desde el viernes 14 de octubre hasta el sábado 15.

Noble los miró a todos y volvió a buscar en el bolso plano. Sacó un sobre abierto impreso con un elaborado relieve. De allí extrajo una invitación grabada para la cena en honor de Elton Lybarger en el palacio de Charlottenburg.

En un gesto instintivo, McVey se llevó la mano a la chaqueta y sacó la lista de invitados.

– No hay necesidad de mirarlo. Ya lo he confirmado y Avril Rocard está en la lista, unos seis nombres antes del Doctor Salettl -dijo Noble, y se levantó-. Y otra cosa… -Se acercó a una mesa de noche junto a la cama y cogió un objeto envuelto en un pañuelo de seda negro-. Estaba metido debajo del colchón -dijo. Desenvolvió el pañuelo y sostuvo una cartera de cuero. En ese momento vio cómo reaccionaba el doctor Osborn-. Usted sabe lo que es, doctor Osborn…

– Sí -contestó éste-. Sé lo que es.

Lo había visto antes. En Ginebra, en Londres y en París. Era la cartera donde Vera Monneray guardaba su pasaporte.


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