Diecisiete compañías de bomberos habían acudido al incendio de Charlottenburg y estaban por llegar otras desde distritos vecinos. Miles de espectadores se apiñaban para mirar, contenidos por cientos de efectivos de la policía berlinesa. A pesar de la densa niebla, los medios de comunicación, la policía y los bomberos se disputaban el espacio aéreo por encima del fuego.
La segunda compañía del Cuerpo de Bomberos había logrado llegar a la parte de atrás, cortando a través de verjas provisorias de seguridad y, pisoteando los bellos jardines, intentaban concentrar los chorros de agua sobre la parte superior del edificio donde las llamas se propagaban furiosamente. En ese momento Osborn salió de la oscuridad gritando y pidiendo socorro.
Dejó a McVey en el sitio hasta donde lo había arrastrado, tendido en la hierba, tan lejos de las llamas como pudo llegar. El policía estaba inconsciente e intentaba respirar y Osborn le abrió la chaqueta y le rasgó la camisa, despojándolo de todo lo que le impidiera respirar libremente. Pero no había logrado aliviarlo de los espasmos en el cuello y en la parte superior de los brazos. La atropina era un antídoto para el cianuro, pero la necesitaba inmediatamente. Al otro lado de la explanada vio a los curiosos, y debilitado por el ahogo y las náuseas, envenenado por el gas pero en menor grado, corrió hacia el río gritando y agitando los brazos. Pero sólo tardó un momento en darse cuenta del nuevo enemigo, la distancia y la oscuridad. Nadie lo veía ni lo oía. Se volvió y vio a McVey retorciéndose en la hierba y a su espalda el infierno de llamas rugientes. McVey estaba a punto de morir y él no podría hacer nada salvo observar. Sólo entonces llegaron los bomberos.
– ¡Es gas cianuro! -gritó tosiendo y ahogándose ante un macizo bombero joven y corpulento que corrió con él a través de una lluvia de brasas, humo y neblina. Osborn sabía que los bomberos americanos solían llevar el antídoto porque, al quemarse, los plásticos despiden gas cianuro, y tenía la esperanza de que los alemanes estuvieran igual de bien equipados.
– ¡Aquí, antídoto para el cianuro! ¡Nitrito de amilo! ¿Me entiende? ¡Nitrito de amilo! ¡Es un antídoto para el gas!
– Ich verstebe nicht Englisch, no entiendo inglés -dijo el bombero, desesperado ante el americano.
– ¡Un médico! ¡Un médico! ¡Por favor! -rogó Osborn, pronunciando con cuidado sus palabras y rogando que el hombre le entendiera. El bombero de pronto reaccionó.
– Arzt! Ja!, un médico, ya le entiendo. Ich brauche schnell einen Artzl Cyanide Gas! -El bombero alertó rápidamente usando el micrófono enganchado a la solapa de su chaqueta, pidiendo inmediata asistencia médica.
– ¡Nitrito de amilo! -repetía Osborn, y de pronto se apartó a un lado, se dobló en dos y vomitó sobre la hierba.
Remmer los acompañaba en la ambulancia cuando la droga comenzó a surtir efecto. Iban con ellos el enfermero que la había administrado y otros dos camilleros. McVey tenía la nariz y la boca cubierta con una máscara de oxígeno y su respiración recuperaba el ritmo normal. Osborn estaba tendido a su lado con un gota a gota como McVey, mirando a Remmer y oyendo el ruido de su radio por encima del ulular de las sirenas. Hablaban en alemán, pero Osborn logró entender que Charlottenburg y casi todos los que se encontraban dentro del edificio habían perecido entre las llamas. Sólo él, McVey y unos cuantos guardias de seguridad se habían salvado. La galería dorada seguía cerrada por las puertas metálicas, reducidas a una masa de hierro fundido y retorcido. Pasarían horas, sino días antes de que pudieran entrar los equipos de rescate con máscaras de gas.
Reclinó la cabeza e intentó alejar de su mente la imagen de McVey tendido en la hierba. El hecho de que, como adulto, hubiera aprendido el oficio de médico no significaba nada. No había podido hacer nada más que observar y finalmente correr y gritar pidiendo ayuda. Era parecido a lo poco que había podido hacer por su padre tendido en la acera junto a la tapa de cloaca en Boston muchos años antes.
Sintió que se estremecía con un sollozo involuntario cuando pensó que el enigma de la muerte de su padre había acabado allí, sepultado bajo los escombros calcinados de Charlottenburg. Lo único que había descubierto era que su padre, junto a muchos otros, habían sido víctimas de una compleja y macabra conspiración puesta en marcha por un reducido grupo de nazis que habían experimentado en secreto con cirugía atómica a bajas temperaturas. Un experimento que, de verificarse la teoría de McVey sobre Lybarger, había tenido éxito. Pero aún no conocía la respuesta al por qué. Lo que había descubierto ya debía ser bastante. Pensó en Karolin Henniger y en su hijo huyendo de él en el callejón. ¿Cuántos más habían muerto debido a su búsqueda particular? La mayoría eran totalmente inocentes y aquello era culpa suya. La pesadilla de su existencia se había reproducido injustamente en la de otras personas. Vidas que jamás debían haberse cruzado, se habían encontrado con resultados trágicos.
Cualquiera fuera el dios que lo había abandonado a los diez años, había vuelto a hacerlo. Y había perdido a Vera, que durante unos pocos días brilló como una luz con la que ni siquiera soñara. Los dioses la habían marcado con el estigma de la conspiración, la habían arrancado a él y confinado en una prisión.
De pronto se la imaginó bajo la luz perenne de los módulos. ¿Dónde estaría en ese momento? ¿A qué la estarían sometiendo? ¿Cómo se defendía ella? Tenía ganas de estirar la mano y tocarla, consolarla, decirle que eventualmente todo saldría bien. Luego pensó que, aunque pudiese decírselo, ella se alejaría, rechazaría su contacto y no confiaría en él. Lo que había sucedido podía haber destruido también eso.
– Osborn -se oyó la voz de McVey bajo la máscara. Osborn lo miró y vio el rostro de Remmer iluminado por las luces del interior de la ambulancia. El inspector miraba a McVey. Quería vivir y recuperar su salud.
– Osborn está aquí, McVey. Está bien -le aseguró Remmer.
Osborn se sacó su propia máscara y se inclinó para cogerle la mano a McVey. Remmer lo estaba mirando.
– Enseguida llegamos al hospital -dijo Osborn intentando infundirle confianza.
McVey tosió, el pecho se le agitó dolorosamente y cerró los ojos.
Remmer miró al médico alemán.
– Se pondrá bien -comentó Osborn, sosteniéndole aún la mano a McVey-. Hay que dejarlo descansar.
– Al diablo. Escuchadme -protestó McVey, y le apretó la mano a Osborn. Abrió los ojos-. Salettl… -dijo, y calló respirando profundamente- dijo que la fisioterapeuta de Lybarger… la chica… se iría en…
– ¡El avión a Los Angeles! ¡Por la mañana! -Intervino Osborn para arrebatarle la frase-. Dios mío, ¡por algo lo dirá! ¡Tiene que seguir viva aquí, en Berlín!
– Sí…