– Cena privada. Traje de etiqueta. Cien comensales con invitación personal.
Remmer se había arremangado la camisa y estaba sentado ante una mesa pequeña con una taza de café en una mano y un cigarrillo en la otra. Durante la última hora había tenido lugar un intercambio de una media docena de llamadas entre Remmer y sus agentes en el cuartel general de la división de Inteligencia de la Bundeskriminalamt -la BKA- en Bad Godesburg. El objetivo consistía en diseñar un perfil del acontecimiento que tendría lugar en el palacio de Charlottenburg.
Osborn estaba en la habitación con ellos, en mangas de camisa, mirando a McVey, que se paseaba de un lado a otro en calcetines. Había decidido que lo mejor sería utilizar a McVey de la misma manera que McVey lo utilizaba a él. Tranquilamente, sin aspavientos. Buscaría un medio para aprovecharse de la situación sin que la policía adivinara sus planes. Se había enterado de que el Hotel Palace era parte del Europa Center, un gigantesco centro comercial en el corazón de Berlín, con tiendas y salas de juego. Situado directamente al otro lado de la calle, el Tiergarten era algo como el Central Park de Nueva York, enorme y lleno de caminos y senderos que se entrecruzaban. Por lo que Osborn había deducido de las conversaciones de los propios policías y de una serie de llamadas telefónicas, además de los agentes de paisano de la BKA en el pasillo, había otros dos abajo vigilando la recepción, dos más en el tejado y, en las inmediaciones, unos cuantos agentes en coches en estado de alerta. Había identificado a los clientes que ocupaban el ala nueva del frente desde donde se veía su habitación. Cuatro de ellas estaban ocupadas por turistas japoneses de Osaka y las otras dos por hombres de negocios invitados a una feria comercial. Uno de ellos era de Munich y el otro de Disneyworld, en Orlando. Todos eran quienes decían ser. Eso significaba que McVey y los suyos estaban en condiciones seguras, aunque la Organización hubiera descubierto dónde se encontraban y decidiera actuar. También significaba que Osborn no tenía ninguna posibilidad de llevar a cabo iniciativas que no estuvieran contempladas en los planes de McVey.
– Hay una empresa suiza, el Grupo Berghaus, que patrocina la recepción -dijo Remmer leyendo las notas que había garabateado en un bloc de hojas amarillas. A su izquierda, Noble hablaba animadamente por teléfono con un bloc de notas similar junto al codo.
– La recepción es una fiesta de bienvenida para un tal… -Remmer volvió a mirar sus notas- Elton Lybarger. Se trata de un empresario de Zúrich que sufrió un infarto hace dos años en San Francisco y que ahora está totalmente recuperado.
– ¿Quién diablos es Elton Lybarger? -preguntó McVey.
Remmer se encogió de hombros.
– No había oído hablar de él. Ni tampoco de ese Grupo Berghaus. La división de Inteligencia se ha encargado de ello y nos entregará una lista de los invitados.
Noble colgó y se volvió hacia sus compañeros.
– Cadoux ha mandado un mensaje en clave a mi oficina diciendo que huyó del hospital porque tenía miedo que los policías de guardia dejaran entrar al asesino de Lebrun. Pensó que pertenecían a la Organización y que también lo liquidarían a él. Dijo que se pondría en contacto no bien tuviera la oportunidad.
– ¿Cuándo lo envió y desde dónde? -preguntó McVey.
– Llegó hace poco más de una hora. Lo envió por fax desde el aeropuerto de Gatwick.
Retrasado por la niebla, el jet de Von Holden aterrizó en el aeropuerto de Templehof a las siete menos veinticinco de la mañana, tres horas más tarde de lo esperado. A las siete y media bajó del taxi en Spandauerdamm y cruzó la calle hacia el palacio de Charlottenburg, a oscuras y cerrado durante la noche. Estuvo tentado de dar la vuelta y entrar por una puerta lateral para verificar personalmente los últimos detalles del dispositivo de seguridad. Sin embargo, Viktor Shevchenko ya se había ocupado de ello dos veces durante el día y se lo había confirmado a su regreso. A Viktor Shevchenko, Von Holden le habría confiado su propia vida.
Se quedó mirando entre los barrotes de la verja imaginando lo que sucedería en menos de veinticuatro horas. Podía verlo y oírlo todo. Y al pensar que se encontraban en vísperas del acontecimiento, sintió una emoción rayana en las lágrimas. Finalmente dejó de pensar en ello y empezó a caminar.
A las cinco de la tarde, la sección de Berlín había informado que McVey, Osborn y los demás ya estaban en la ciudad y que habían establecido su centro de operaciones en el Hotel Palace, donde se encontraban bajo la protección de la Policía Federal. Era tal como lo había previsto Scholl, que sin duda también tenía razón al decir que habían venido a Berlín a buscarlo a él. No buscaban a Lybarger ni venían a ocuparse de la ceremonia en Charlottenburg.
«Encuéntralos y vigílalos -había dicho Scholl-. En algún momento intentarán ponerse en contacto para acordar una hora y un lugar para reunirse. Esa será nuestra oportunidad para aislarlos. Luego, tú y Viktor haréis lo que corresponda.»
«Sí -pensaba Von Holden mientras caminaba-, haremos lo que corresponda. Con rapidez y eficiencia.»
Sin embargo, había algo que no dejaba de inquietarlo. Sabía que Scholl los menospreciaba, sobre todo a McVey. Eran listos y tenían experiencia, además de mucha suerte. No era una buena combinación y significaba que su plan tenía que ser de una eficacia excepcional, un plan donde esa experiencia y suerte intervinieran lo menos posible. Prefería tomar la iniciativa y actuar con rapidez, antes de que ellos pudieran idear su propio plan. Pero en un hotel que formaba parte de un complejo de las dimensiones del Europa Center, era prácticamente imposible liquidar a cuatro hombres, al menos tres de los cuales iban armados y protegidos por la policía. Aquello exigía una operación al descubierto, demasiado sangrienta y aparatosa, y el éxito no estaría garantizado. Además, si algo iba mal y cogían a uno de los suyos, toda la Organización se vería amenazada en el momento menos indicado.
Así, a menos que cometieran un error impensable y que por algún motivo quedaran al descubierto, Von Holden respetaría las órdenes de Scholl y esperaría que ellos dieran el primer paso. A Von Holden la experiencia le decía que, si él dirigía personalmente la operación, no cabía dudar de que su estrategia funcionara. También sabía que aprovechaba mejor su energía en la logística de un plan de trabajo que en preocuparse de sus adversarios. Sin embargo, la presencia de McVey y los suyos no dejaba de inquietarlo, hasta tal punto que pensó en pedirle a Scholl que aplazara la celebración de Charlottenburg hasta que los hubieran liquidado. Pero eso era inconcebible y Scholl había dicho que no desde el principio.
Dobló en una esquina, caminó media manzana y subió las escaleras de un edificio de apartamentos en el número 37 de Sophie Charlottenburgstrasse. Tocó el timbre.
– ¿Ja? -preguntó una voz por el interfono.
– Von Holden -dijo él. Se oyó el zumbido de la cerradura electrónica y Von Holden subió hasta el gran apartamento de la segunda planta donde se había montado el centro de seguridad para la recepción de Lybarger. Un guardia uniformado le abrió la puerta y Von Holden entró por un pasillo junto a las mesas donde aún trabajaban las secretarias.
– Guten Abend. Buenas noches -dijo en voz baja, y abrió la puerta de una habitación pequeña habilitada como despacho. El problema, barruntó siguiendo su hilo de pensamiento, era que cuanto más se quedaran en el hotel sin establecer contacto con Scholl, más tiempo tendrían ellos para idear su propio plan y menos él para armar su estrategia. Pero Von Holden ya había comenzado a sacarle partido a la situación. El tiempo corría en ambos sentidos y mientras los policías permanecieran en el hotel, tendría tiempo para organizar a sus hombres y descubrir lo que sabían y qué tramaban.