Capítulo 51

– ¡Scholl!

Osborn acababa de orinar y, al tirar de la cadena, el nombre irrumpió en su memoria.

Con una mueca de dolor al apoyarse sobre la pierna herida se volvió aparatosamente y se inclinó para alcanzar el bastón que le había dejado Vera y que ahora colgaba junto al lavabo. Se apoyó en la otra pierna y volvió hacia la habitación. Cada paso le costaba un gran esfuerzo y tuvo que moverse lentamente aunque sabía que el dolor se debía más a la rigidez y al golpe sufrido por el músculo que a la herida, lo cual significaba que estaba sanando.

Al salir del cubículo del aseo, la habitación le pareció más pequeña que desde la cama. Con la cortina negra que tapaba la única ventana, el cuarto no sólo estaba a oscuras sino también impregnado de olor a medicamentos. Se detuvo ante la ventana y corrió la cortina. La clara luz de comienzos del otoño inundó la habitación. Haciendo un esfuerzo y con los dientes rechinando con el tirón de la pierna, abrió la diminuta ventana y miró afuera. Sólo alcanzaba a ver el perfil del techo del edificio en su brusca pendiente y más allá la punta de las torres de Notre Dame que relucían bajo el sol de la mañana. Sintió con especial avidez la claridad del aire que soplaba sobre el Sena. Era dulce y refrescante y Osborn aspiró profundamente.

En algún momento de la noche, Vera había subido para cambiarle el vendaje. Había intentado decirle algo pero él estaba demasiado mareado para entender y luego se había dormido. Más tarde, al despertarse y recuperar sus sentidos se concentró pensando en el hombre alto y en la policía y en saber qué debía hacer. Pero ahora era Erwin Scholl quien se había filtrado en su pensamiento.

Scholl era el hombre a quien Kanarack, aterrorizado ante la amenaza de la sucinilcolina, había acusado como la persona que lo había contratado para asesinar a su padre. Justo en el momento de la confesión, recordó Osborn, había aparecido el hombre alto y les había disparado.

Erwin Scholl. ¿De dónde? Kanarack también se lo había dicho.

Se alejó de la ventana y regresó cojeando a la cama, alisó la manta, se volvió y se sentó suavemente. Caminar desde la cama al aseo y volver lo había desgastado más de lo que habría deseado. Permaneció sentado en el borde de la cama incapaz de hacer otra cosa que respirar.

¿Quién era Erwin Scholl? ¿Y por qué habría querido matar a su padre?

Osborn cerró los ojos. Era la misma pregunta de los últimos treinta años. El dolor de la pierna no era nada comparado con el dolor de su alma. Recordó aquel sentimiento que le había rasgado las entrañas cuando Kanarack confesó que le habían pagado para matarlo. En sólo un instante, toda una vida de soledad, dolor y cólera se había transformado en algo más allá de toda comprensión. Al tropezar con Henri Kanarack, al averiguar dónde vivía y trabajaba, pensaba que Dios finalmente se había compadecido de él y que había llegado el momento de poner fin a su sufrimiento. Pero no había sucedido así. Sólo se había producido un relevo. Cruelmente, tajantemente. Como una pelota que pasa de manos de un jugador a otro. El era el que debía perseguir la pelota como lo había hecho durante tantos años.

El río, al menos, lo había conducido a algo concluyente. Si aquel lugar hubiera significado la muerte, lo habría preferido al infierno al que había regresado donde no tenía descanso y vivía en eterna ira, un infierno que le impedía amar y ser amado acosado por el terror de que al final lo destruiría todo. El objeto perseguido no había desaparecido, sólo había cambiado de forma. Esta vez era Erwin Scholl sin rostro, sólo un nombre. ¿Cuánto tardaría en encontrarlo? ¿Otros treinta años? Si tenía fuerza suficiente para buscarlo y al final de sus esfuerzos lo encontraba, ¿qué haría entonces?

¿Otra puerta que se abría?

Un ruido en el exterior del habitáculo lo sacó de sus cavilaciones.

Alguien se acercaba. Buscó rápidamente un lugar donde ocultarse pero vio que era imposible. ¿Dónde estaba la pistola de Kanarack? ¿Qué había hecho Vera con ella? Miró hacia la puerta. El pomo comenzó a girar. Sólo tenía el bastón como arma. Lo empuñó con fuerza y la puerta se abrió.

Vera vestía su bata blanca de hospital.

– Buenos días -dijo, y entró. Volvía con la bandeja, esta vez con café caliente y cruasanes y una nevera de plástico con fruta, queso y una pequeña tajada de pan-. ¿Cómo te encuentras?

Osborn suspiró y dejó el bastón sobre la cama.

– Bien, bien -dijo-. Sobre todo después de saber quién viene a verme.

Vera dejó la bandeja en la pequeña mesa bajo la ventana y se volvió hacia él.

– La policía volvió anoche. Los acompañaba un americano y parecía conocerte bastante bien.

Osborn estaba atónito.

– ¡McVey! -Todavía estaba en París.

– Por lo visto tú también lo conoces… -dijo Vera, con una sonrisa apretada, casi peligrosa, como si por algún oscuro motivo gozara de todo eso.

– ¿Qué querían? -preguntó él, ansioso.

– Descubrieron que te había recogido en el campo de golf. Reconocí que te había extraído la bala. Querían saber dónde estabas. Les dije que te había dejado en una estación de ferrocarril, que no sabía dónde ibas y que tú no querías decírmelo. No estoy segura de si me creyeron.

– McVey te hará vigilar como un ave de rapiña esperando que te pongas en contacto conmigo.

– Ya lo sé. Por eso vuelvo al trabajo. Tengo un turno de treinta y seis horas. Espero que cuando termine se hayan aburrido y piensen que decía la verdad.

– ¿Y qué pasa si no se lo creen? ¿Qué pasa si deciden buscar en tu apartamento y luego en el edificio? -De pronto Osborn tuvo miedo. Estaba entre la espada y la pared y no tenía por dónde escapar. Si intentaba salir y estaban esperándolo, le pondrían las manos encima antes de que caminara cincuenta metros. Si decidían buscar en el edificio llegarían arriba y en ese caso ya podía darse por perdido.

– No podemos hacer nada más -dijo Vera, decidida, imperturbable. No sólo estaba de su lado y lo protegía sino que también mantenía el control de la situación-Tienes agua en el aseo y suficiente comida hasta que yo vuelva. Quiero que hagas algo de ejercicio. Estiramiento de músculos y elevación de pierna, si puedes. Si no, tienes que caminar de un lado a otro de la habitación todo lo que puedas cada cuatro horas. Cuando salgamos de aquí te verás obligado a caminar de verdad. Asegúrate de mantener la cortina cerrada. La buhardilla está oculta por la fachada del techo pero si alguien estuviera observando, la luz te delataría inmediatamente. Aquí tienes… -dijo, y le puso una llave en la mano-. Es de mi piso. Por si se complica la pierna y tienes que ponerte en contacto conmigo. El número del hospital está en un bloc de notas junto al teléfono. La escalera da a un cuarto en el piso de arriba. Tienes que bajar en el ascensor de servicio -dijo. Luego lo miró, vacilante-. No hace falta que te diga que tengas cuidado.

– Y yo no hace falta que te diga que todavía te puedes desentender de todo esto. Vete donde tu abuela y podrás decir que no tienes idea de lo que sucedía aquí.

– No -dijo Vera, y se volvió hacia la puerta.

– Vera.

– ¿Qué? -Se detuvo y miró a Osborn.

– Había una pistola. ¿Dónde está?

Por su reacción, Osborn entendió que no le gustaba lo que acababa de oír.

– Vera… -dijo, y vaciló-, si el hombre alto me encuentra, ¿qué puedo hacer?

– ¿Cómo podría encontrarte? No tiene porqué saber ni quién soy ni dónde vivo.

– Tampoco sabía nada de Merriman. Pero ahora está muerto.

Ella dudaba.

– Vera, por favor. -Osborn la miraba fijamente. La pistola era para defenderse, claro, no para dispararle a la policía.

Con un gesto de cabeza, Vera señaló hacia la mesa bajo la ventana.

– Está en el cajón.


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