Capítulo 70

– ¿Qué les ha pedido? -McVey no se lo podía creer.

Osborn no contestó. Dejó la copa en la barra y se dirigió por un pasillo inmundo, más allá de los aseos, hasta un teléfono público. Casi había llegado cuando McVey lo alcanzó.

– ¿Qué va a hacer? ¿Piensa llamarla?

– Sí -dijo Osborn, y siguió. Aún no se había decidido del todo, pero sentía la necesidad de saber que Vera se encontraba a salvo.

– Osborn -dijo McVey y lo cogió firmemente por el brazo hasta hacerlo girar-. Si está allí, seguro que está a salvo, pero los policías que la acompañan tendrán la línea pinchada. Lo dejarán hablar mientras localizan la llamada. Si la policía francesa está involucrada en esto, no daremos más de cinco pasos cuando salgamos de aquí -dijo señalando la entrada con un gesto de cabeza-. Y si no está allí, no hay nada que hacer.

– ¿No lo entiende? Tengo que saberlo.

– ¿Cómo?

Osborn ya tenía la respuesta.

– Por medio de Philippe. -Osborn llamaría a Philippe, para que éste se comunicara con Vera y, luego, le llamara de nuevo. No podrían localizar la segunda llamada.

– ¿El conserje de su apartamento?

Osborn asintió.

– Fue él quien le ayudó a salir del edificio, ¿no?

– Sí.

– Tal vez hizo que lo siguieran cuando salió.

– No, él no haría eso. Es…

– ¿Es qué? Alguien le dijo al hombre alto que Vera era la mujer misteriosa y dónde vivía. ¿Por qué no pudo ser el conserje? Osborn, por ahora tendrá que esperar antes de apaciguar sus dudas -dijo McVey, y lo miró fijo un rato para que entendiera que no bromeaba. Luego miró a su espalda para ver si había una salida por detrás.

Media hora más tarde, pagando en efectivo y con una tarjeta de visita y nombre falso, McVey se registró con Osborn en habitaciones contiguas en el quinto piso del hotel Saint Jacques, en la avenida Saint Jacques, un hotel para turistas a un kilómetro de La Coupole y el bulevar Montparnasse.

Al presentarse sin equipaje y como ciudadano americano, McVey jugó la carta nacional del amour. Al entrar en las habitaciones, le dio al botones una propina suculenta y le advirtió, fingiendo timidez pero muy firmemente, que se ocupara de que no los molestaran.

– Oui, monsieur -dijo el botones, y le regaló una sonrisa de complicidad, cerró la puerta y desapareció.

McVey revisó inmediatamente las dos habitaciones, los armarios y los cuartos de baño. Satisfecho, corrió las cortinas y se volvió hacia Osborn.

– Bajaré a la recepción y haré una llamada. No la hago desde aquí porque no quiero que localicen la habitación. Cuando vuelva, quiero que hablemos de todo lo que sepa sobre Albert Merriman desde el momento en que mató a su padre hasta el último minuto que estuvo con él en el río.

McVey se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó la CZ automática de Oven y se la entregó a Osborn.

– Le habría preguntado si sabe usarla, pero ya conozco la respuesta -dijo con una mirada enfurecida que hacía innecesario el tono irritado de su voz. Se dirigió a la puerta-. Aquí no entra nadie excepto yo. Sin excepciones.

Abrió lentamente la puerta y miró hacia el pasillo desierto. Luego salió. Hizo lo mismo en el ascensor. Abajo, las puertas se abrieron y McVey salió. La zona estaba despejada, con la excepción de un grupo de turistas japoneses que bajaban de un autocar siguiendo a un guía que agitaba una banderola verdiblanca.

McVey cruzó la recepción buscando un teléfono hasta que lo encontró cerca de la tienda de regalos. Con un número de tarjeta de crédito de AT & T, marcó el número del contestador automático de Noble en Scotland Yard y dejó grabado su mensaje.

Colgó, entró en la tienda de regalos, miró brevemente la selección de tarjetas y escogió una de cumpleaños con un gran conejo amarillo. En la recepción sacó la tapa de cartón con la huella seca del pulgar de Oven y la introdujo en el interior de la tarjeta. Escribió el nombre del destinatario, un tal «Billy Noble», y una dirección de correos en Londres. En el mostrador de recepción le entregó el sobre al empleado y pidió que lo enviara por correo nocturno.

Acababa de pagar al conserje y volvía a la recepción cuando entraron dos gendarmes y miraron a su alrededor. A su izquierda McVey vio un montón de folletos turísticos y se acercó tranquilamente. Uno de los policías miró en su dirección y McVey, ignorándolo, empezó a hojear los folletos. Finalmente cogió tres y cruzó el salón frente a los policías. Se sentó cerca del teléfono y empezó a mirar los folletos. Circuito turístico de Versalles. Circuito de las regiones de los vinos. McVey contó hasta sesenta y luego levantó la mirada. Los policías se habían ido.

Cuatro minutos más tarde, Ian Noble llamó desde una residencia privada donde él y su mujer asistían a una cena formal en honor de un general del ejército inglés que se retiraba del servicio activo.

– ¿Dónde está?

– En París. Hotel Saint Jacques. Soy Jack Briggs, de San Diego, y trabajo en bisutería al por mayor -dijo McVey con voz monótona, y le dio la dirección. Por el rabillo del ojo detectó un movimiento a su izquierda. Cambió de posición y vio a tres hombres con aspecto de ejecutivo que entraban y cruzaban la recepción hacia él. Uno de ellos parecía mirarlo fijamente y los otros dos conversaban.

– Te acuerdas de Mike, ¿no? -dijo McVey entusiasmado, y se abrió la chaqueta al estilo de un extrovertido hombre de negocios americano. Tenía la mano a centímetros de su 38, en la cintura-. El mismo, lo he traído conmigo.

– ¿Tiene a Osborn?

– Ni lo dudes.

– ¿Le está causando problemas?

– Joder, no. Hasta ahora no, en todo caso.

Los hombres siguieron de largo hacia los ascensores. McVey esperó que entraran y se cerrara la puerta. Sin esperar, le contó a Noble rápidamente todo lo sucedido y le informó que había enviado la huella del pulgar de Oven en una tarjeta.

– La miraremos en seguida -dijo Noble. Le contó a McVey que había tenido un pequeño roce con el responsable francés de los asuntos en Londres. ¿Qué diablos se creían los ingleses llevándose a un inspector de la policía de París, gravemente herido, desde Lyón? Además, dijo, las autoridades francesas querían que lo devolvieran y sin tardar.

Noble le contestó al responsable que estaba consternado por la noticia, que no había oído hablar de dicho incidente y que se ocuparía de ello inmediatamente. Luego cambió de tema y le contó a McVey que la investigación sobre los centros que experimentaban con técnicas avanzadas de criocirugía en Gran Bretaña no había arrojado ningún resultado. Si había algún experimento en curso, se estaba realizando en absoluto secreto.

Nervioso, McVey miró a su alrededor. Le disgustaba sentir esa paranoia, porque paralizaba a los hombres y les hacía ver cosas inexistentes. Sin embargo, debía acostumbrarse a la verdad de que cualquiera, uniformado o no, podía pertenecer a la Organización. El hombre alto no habría dudado a la hora de pegarle un tiro entre ceja y ceja en medio de la recepción y tenía que suponer que su sustituto haría lo mismo. Y si no lo ejecutaba inmediatamente, al menos informaría de su paradero. En cualquiera de los dos casos, si se quedaba allí estaba poniendo a prueba su suerte.

– McVey, ¿está ahí?

– ¿Qué ha averiguado sobre lo de Klass? -dijo, volviendo al teléfono.

– El MI6 no ha encontrado nada. El hombre tiene un expediente ejemplar. Casado, dos hijos. Nacido en Munich y criado en Frankfurt. Capitán de las Fuerzas Aéreas alemanas. Lo reclutó el espionaje de Alemania Federal, la Btmdesnachrichtendienst, y con ellos desarrolló su habilidad y reputación como especialista en huellas dactilares. Después comenzó a trabajar para Interpol en Lyón.

– No, eso no sirve -insistió McVey-. Se les habrá pasado algo por alto. Hay que buscar más en profundidad. Ver la gente con quién se asocia, fuera de su rutina. Espere un momento… -McVey empezó a pensar hacia atrás en el tiempo. En el despacho de Lebrun, al recibir la huella dactilar de Merriman desde Interpol, Lyón, recordó que alguien trabajaba con Klass-. Hal, Hall, Hald… ¡Halder!

– Halder, Rudolph. Interpol, Viena. Trabajó con Klass en la huella dactilar de Merriman. Oiga, McVey, ¿conoce usted a Manny Remmer? L

– De la Policía Federal alemana.

– Es un viejo amigo, trabaja fuera de la oficina central, en Bad Godesburg. Vive en una región llamada Rungsdorf. No es demasiado tarde. Llámelo a casa. Dígale que llama de mi parte y que quiere saber todo lo que pueda averiguar sobre Klass y Halder. Si hay algo, él lo encontrará. Puede confiar en él… McVey -añadió Noble, con un dejo de inquietud en la voz-, creo que se las ha apañado para abrir una lata más o menos espesa de repugnantes gusanos. Y, sinceramente, creo que debería salir de París cuanto antes.

– ¿Cómo, dentro de una caja o en una limusina?

– A algún lugar adonde pueda llamarlo dentro de noventa minutos.

– No hace falta que me llame. Yo lo llamaré a usted.

Eran más de las nueve y media cuando McVey llamó a la puerta de la habitación de Osborn. Este la abrió hasta la cadena de seguridad y miró por la abertura.

– Espero que le guste la ensalada de pollo -dijo McVey.

En una mano llevaba una bandeja con ensalada de pollo cubierta con papel celofán y en la otra sostenía una cafetera y dos tazas. Había conseguido que un empleado sumamente irritable se lo preparara todo a punto de cerrar la cafetería del hotel.

A las diez, el café y la ensalada habían desaparecido y Osborn se paseaba de un lado a otro moviendo los dedos de la mano herida sin darse cuenta mientras Mc-Vey, mirando su libreta de notas, permanecía inclinado sobre la cama, que usaba como mesa de trabajo.

– Merriman le dijo que un tal Erwin Scholl -Erwin, con «E»- de Westhampton Beach, Nueva York, le había pagado para que matara a su padre y a otras tres personas en 1966.

– Así es -dijo Osborn.

– De los otros tres, uno fue en Wyoming, otro en California y el tercero en Nueva Jersey. Merriman hizo el trabajo sucio y le pagaron. Luego Scholl intentó liquidarlo.

– Sí.

– No dijo nada más, sólo los nombres de los Estados. ¿No dio nombres de víctimas, ciudades?

– Sólo los Estados.

Me Vey se incorporó y entró en el cuarto de baño.

– Hace casi treinta años, un tal Erwin Scholl contrata a Merriman para que asesine a ciertas personas. Luego ordena liquidarlo a él. La vieja táctica de matar al asesino. Así se asegura de sepultar el trabajo que ha encargado porque no quedan cabos sueltos que puedan hablar.

Me Vey sacó el vaso del envoltorio sanitario, lo llenó de agua, volvió a la habitación y se sentó.

– Pero Merriman fue más listo que la gente de Scholl, se preparó una muerte falsa y desapareció. Scholl, suponiendo que Merriman había muerto, se olvidó de él. Pero sólo hasta que usted contrató a Jean Packard para buscarlo. -McVey bebió un sorbo de agua. Había estado a punto de mencionar al doctor Klass y el asunto de Interpol, Lyón. Pero no tenía por qué contárselo todo a Osborn.

– ¿Usted cree que Scholl está implicado en todo lo que ha sucedido en París? -preguntó Osborn.

– Y en Marsella y en Lyón, treinta años después. Aún no sé quién es este Scholl. Tal vez esté muerto o no exista.

– Entonces, ¿quién está detrás de todo este asunto?

Inclinado sobre la cama, McVey escribió algo en su libreta raída y luego miró a Osborn.

– Doctor, ¿cuándo vio al hombre alto por primera vez?

– En el río.

– ¿No antes?

– No.

– Piense en lo que había sucedido antes. Ese mismo día más temprano o el día anterior.

– No.

– Le disparó a usted porque lo había visto con Merriman y no quería dejar testigos. ¿Es eso lo que piensa?

– ¿Qué otro motivo podía tener?

– Bueno, para empezar, podía haber sido al revés, que hubiera venido a matarlo a usted y no a Merriman.

– ¿Por qué? ¿De qué me conocía? Y aunque así fuera, ¿por qué habría liquidado a toda la familia de Merriman después?

Osborn tenía razón. Al parecer, nadie sabía que Merriman estuviera vivo hasta que Klass descubrió su huella digital. Luego lo habían liquidado. Probablemente, como había sugerido Lebrun, para que no hablara, puesto que sabían que una vez que la policía tuviera las huellas, lo encontrarían en un abrir y cerrar de ojos. Puede que Klass hubiera retrasado lo de la huella dactilar, pero no podía negar su existencia, porque demasiada gente en Interpol sabía lo contrario. De modo que había que eliminar a Merriman porque podía hablar si lo atrapaban. Y puesto que había estado fuera del mundillo durante unos veinticinco años, sólo podía haber hablado respecto de sus misiones precisamente dentro del mundillo, fecha que coincidía casi exactamente con los trabajos ejecutados por cuenta de Erwin Scholl. Por eso habían liquidado a Merriman y a todos con quienes pudiera haber hablado del asunto. Para que él o ellos no hablaran de lo que hacía cuando trabajaba para Scholl o, al menos, para no implicar a Scholl en una acusación de asesinato por convenio. Eso quería decir que no sabían quién era Osborn o que habían pasado por alto la relación entre él y una de las víctimas de Merriman y…

– ¡Hostia! -dijo McVey, en voz baja. ¿Cómo no lo había visto antes? La respuesta a lo que estaba sucediendo no tenía que ver con Merriman o con Osborn sino con las cuatro personas que Merriman había liquidado treinta años antes, entre ellos el padre de Osborn.

McVey se encontraba bajo el efecto de un golpe de adrenalina.

– ¿En qué trabajaba su padre? -preguntó.

– ¿Su profesión?

– Eso.

– Pues… inventaba cosas -dijo Osborn.

– ¿Qué diablos quiere decir?

– Por lo que recuerdo, en aquel entonces trabajaba en algo parecido a un banco de cerebros de alta tecnología. Discurría algo y luego construía el prototipo de su idea. Creo que estaba relacionado sobre todo con el diseño de instrumentos médicos.

– ¿Recuerda el nombre de la empresa?

– Se llamaba Microtab. Recuerdo muy bien el nombre porque enviaron una gran corona de flores cuando murió mi padre. El nombre estaba en la tarjeta pero no apareció ningún directivo de la empresa -recordó Osborn, con la mirada en el vacío.

McVey entendió el profundo dolor de Osborn. Sabía que tenía el funeral en su memoria como si hubiera ocurrido ayer. Seguramente le había sucedido lo mismo al ver a Merriman en la cervecería.

– Esta empresa Microtab, ¿estaba en Boston?

– No, en Waltham, es un suburbio.

McVey escribió: Microtab, Waltham, Mass. 1966.

– ¿Tiene idea de cómo trabajaba? ¿Trabajaba solo o en equipo?

– Mi padre trabajaba solo. Todos trabajaban solos. No se les permitía a los empleados hablar sobre sus trabajos incluso entre ellos. Recuerdo que en una ocasión mi madre discutió de eso con él. Ella pensaba que era ridículo que no pudiera hablar con el tipo del despacho de al lado. Después, supuse que tenía que ver con las patentes y ese tipo de cosas.

– ¿Sabe algo del invento en que trabajaba cuando lo mataron?

Osborn sonrió levemente.

– Sí, lo había terminado y lo llevó a casa para enseñármelo. Estaba orgulloso de su trabajo y solía mostrarme las cosas que hacía. Aunque supongo que no debía haberlo hecho.

– ¿Qué era?

– Un bisturí.

– ¿Un bisturí? ¿De cirugía? -McVey sintió que se le erizaban los pelos de la nuca.

– Sí.

– ¿Recuerda usted qué forma tenía? ¿Por qué era diferente de otros bisturíes?

– Era una pieza fundida en una aleación especial capaz de soportar variaciones extremas de temperatura y conservar sus cualidades quirúrgicas. Tenía que montarse en un brazo robotizado y manejarse por ordenador.

Ya no eran sólo los pelos de la nuca lo que McVey sentía.

Era como si le hubieran vaciado cubos de hielo por la espalda.

– Alguien iba a trabajar quirúrgicamente bajo temperaturas extremas. ¿Con un robot que manejara el bisturí de su padre y levara a cabo la operación?

– No lo sé. No olvide que en aquellos años los ordenadores eran unos aparatos gigantescos y ocupaban una habitación entera. De modo que no sé hasta qué punto habría sido práctico, aunque funcionara.

– Y las temperaturas.

– ¿Qué temperaturas?

– Dijo que eran temperaturas extremas. ¿Qué quiere decir eso? ¿Temperaturas altas o bajas, o ambas?

– No lo sé. Pero por aquel entonces ya se habían hecho algunos experimentos con cirugía de láser, es decir, básicamente, la transformación de energía en calor. Supongo que si trabajaban con conceptos quirúrgicos innovadores, investigaban en el sentido contrario.

– Con frío.

– Exactamente.

De pronto la sensación de hielo desapareció y Mc-Vey sintió una ola de sangre caliente que lo recorría. Ahí estaba lo que lo había impulsado una y otra vez al caso Osborn. Acababa de dar con la conexión entre Osborn, Merriman y los cuerpos decapitados.


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