Capítulo 6

A las cinco de la mañana, las calles de París estaban desiertas. El metro comenzaba a circular a las cinco y media, de modo que para llegar a la fábrica, Henri Kanarack dependía de Agnès Demblon, contable jefa de la panadería donde trabajaba. Ella, con un religioso sentido del deber, llegaba todos los días a las cuatro y cuarenta y cinco minutos, con su Citroen blanco adquirido hacía cinco años, y lo esperaba frente a su piso. Y todos los días, Michèle Kanarack miraba por la ventana de la habitación, veía a su marido salir a la calle, entrar en el Citroen y partir con Agnès. Luego se ceñía la bata, volvía a la cama y se quedaba despierta pensando en Henri y Agnès. Agnès era una solterona de cuarenta y tres años, una contable que nunca se quitaba las gafas, carente de atractivo para la imaginación de cualquiera. ¿Qué veía Henri en ella que no veía en Michèle? Michèle era mucho más joven, diez veces más guapa, con un cuerpo igualmente bonito, y se aseguraba de darle a Henri todo el sexo que quisiera, razón por la cual finalmente había quedado encinta.

Lo que Michèle no podía saber, y nadie jamás le contaría, era que Henri había conseguido el empleo en la panadería gracias a Agnès. Era ella quien había convencido al dueño, a pesar de que Henri no tenía ninguna experiencia como panadero. El dueño, un hombre pequeño e impaciente, de apellido Lebec, no había demostrado ningún interés en contratar a un nuevo empleado, sobre todo si tenía que costear su aprendizaje, pero cambió de parecer inmediatamente cuando Agnès amenazó con despedirse si no lo contrataba. Era difícil encontrar contables como Agnès, que conocieran los subterfugios de las leyes de impuestos. Finalmente, a Henri Kanarack lo habían contratado, no había tardado en aprender su oficio, se podía confiar en él y no estaba pidiendo aumentos de sueldo constantemente, como cualquier otro. En otras palabras, era un empleado ideal y, por esa razón, Lebec no había discutido con Agnès por el hecho de haberlo traído. Pero Lebec se preguntaba por qué Agnès había estado dispuesta a dejar su empleo por un individuo tan anodino y banal como Henri Kanarack.

– ¿Sí o no, señor Lebec? -había sido su tajante pregunta. El resto era cosa del pasado.

Agnès disminuyó la marcha ante un semáforo intermitente y miró a Kanarack. Le había visto las heridas en el rostro al subirse. Ahora, bajo la luz del semáforo, su aspecto era aún más terrible.

– Has vuelto a beber -dijo, con tono frío, casi cruel.

– Michèle está encinta -dijo él, mirando hacia delante, observando los faros amarillos del coche que penetraban la oscuridad.

– ¿Y tú, te emborrachaste de alegría o de pena?

– No me emborraché. Un hombre me atacó.

– ¿Qué hombre? -preguntó ella, y lo miró.

– Nunca lo había visto.

– Y tú, ¿qué hiciste?

– Me escapé -dijo Kanarack, con la mirada fija en el camino.

– Finalmente te has despabilado ahora que te haces viejo.

– No se trata de eso. -Kanarack se volvió para mirarla-. Fue en la cervecería Stella, de la calle Saint Antoine. Estaba leyendo el periódico y bebiendo un café antes de volver a casa. De pronto, sin ningún motivo, un tipo se me echó encima, me tiró al suelo y comenzó a golpearme. Los camareros lo sujetaron y yo escapé.

– ¿Por qué la tomó contigo?

– No lo sé -dijo Kanarack, y volvió a mirar el camino. La noche empezaba a convertirse en día, y el mecanismo automático comenzaba a apagar las farolas de la calle-. Luego me siguió, hasta el otro lado del Sena, entró en el metro, logré perderlo, y me metí en un vagón antes de que me alcanzara. Entonces…

Agnès cambió la marcha para reducir ante un hombre que cruzaba paseando a su perro. Pasó y volvió a acelerar.

– ¿Entonces qué?

– Me acerqué a la ventanilla del vagón y vi que lo cogía la policía del metro.

– Así que estaba loco. Al menos la policía sirve para algo.

– Tal vez no.

Agnès le lanzó una mirada. Había algo que Henri no le había dicho.

– ¿Qué pasa?

– Era americano.


Paul Osborn volvió a su hotel en la avenida Kléber a la una menos diez de la mañana. Quince minutos más tarde estaba en su habitación llamando a Los Ángeles. Su abogado lo puso en contacto con un colega. Éste le dijo que haría una llamada y que volvería a ponerse en contacto con él. A la una y veinte sonó el teléfono. La persona que llamaba estaba en París. Se llamaba Jean Packard.

Algo más de cinco horas y media después, Jean Packard estaba sentado frente a Paul Osborn en el comedor del hotel. Tenía cuarenta y dos años y estaba exageradamente en forma. Llevaba el pelo corto y el traje le colgaba sobre su cuerpo fibroso. No llevaba corbata y mantenía el cuello de la camisa abierto, tal vez para enseñar deliberadamente una profunda cicatriz de siete centímetros que le cruzaba el cuello en diagonal. Packard había sido legionario, y luego mercenario en Angola, Tailandia y El Salvador. Ahora era empleado de Kolb International, conocida como la mayor agencia de detectives del mundo.

– No garantizamos nada, pero hacemos todo lo posible, y para la mayoría de los clientes, eso suele ser suficiente -dijo Packard, con una llamativa sonrisa. Un camarero trajo café caliente y una pequeña bandeja de cruasanes, y se marchó. Jean Packard no tocó ni lo uno ni lo otro. Se limitó a mirar a Osborn fijo a los ojos-. Permítame explicarle -pidió. Su inglés tenía un marcado acento pero era comprensible-. Kolb selecciona cuidadosamente a todos sus detectives, y todos tienen antecedentes impecables. Sin embargo, no trabajamos como empleados sino como contratados independientes. Las oficinas regionales nos encargan una misión y nosotros compartimos los honorarios con ellos. Fuera de eso, no nos piden nada más. De hecho, sólo dependemos de nosotros mismos salvo si solicitamos lo contrario. Para nosotros, la confidencialidad de los clientes es un valor casi religioso. Tratamos los asuntos entre nosotros, el detective y su cliente, lo cual es una garantía. Esto es algo que estoy seguro apreciará en los días que corren, cuando hasta la información más detallada está disponible para cualquiera que pueda pagarla.

Jean Packard levantó una mano y detuvo a un camarero que pasaba. Pidió un vaso de agua, en francés. Luego se volvió hacia Osborn y le explicó los procedimientos de Kolb.

Cuando se cumplimentaba una investigación, dijo, se le devolvían al cliente todos los archivos con documentos escritos, copiados o fotografiados, incluyendo los negativos. El detective presentaba luego a la oficina regional de Kolb un informe detallando la duración del trabajo y los gastos. A su vez, Kolb le pasaba la factura al cliente.

El camarero trajo el agua.

Merci -dijo Packard. Bebió un trago, dejó el vaso en la mesa y miró a Osborn-. Como comprenderá, llevamos a cabo operaciones limpias, discretas y sencillas.

Osborn sonrió. No sólo le gustaba el método sino que además apreciaba el estilo y el modo de ser del detective. Necesitaba a alguien en quien confiar, y Jean Packard parecía ser esa persona. Aun así, el detective equivocado con el método equivocado podía provocar la fuga del hombre que buscaba y eso podía echarlo todo a perder. Luego estaba el otro problema, que hasta ese momento Osborn no sabía cómo abordar. Pero cuando habló Jean Packard, el dilema de Osborn se esfumó.

– Me gustaría preguntarle por qué quiere localizar a esta persona, pero tengo la impresión de que preferiría no decírmelo.

– Es algo personal -dijo Osborn, en voz baja. Jean Packard asintió con la cabeza, dando a entender que aceptaba la explicación.

Durante los siguientes cuarenta minutos, Osborn revisó los detalles de lo poco que sabía sobre el hombre que buscaba. La cervecería en la calle Saint Antoine. La hora del día en que lo había visto. En qué mesa se había sentado. Qué bebía. El hecho de que fumara. La dirección que el hombre había cogido luego, cuando pensaba que nadie lo seguía. El metro del bulevar Saint Germain al que había corrido cuando se había dado cuenta de que lo seguían.

Osborn cerró los ojos para recordarlo, y describió a Henri Kanarack físicamente. Tal como lo había visto allí, sólo unas horas antes, en París, y tal como lo recordaba desde aquel otro momento, hacía años, en Boston. Jean Packard dijo poca cosa, preguntó algún detalle, pidió que repitiera otros. Tampoco tomó notas, y se limitó a escuchar. La sesión terminó con un dibujo que Osborn hizo de Henri Kanarack de memoria en una hoja del hotel y que luego entregó a Jean Packard. Los ojos hundidos, la mandíbula cuadrada, la marcada cicatriz por debajo del ojo izquierdo cruzándole el pómulo hacia abajo, profunda, hasta el labio superior, las orejas que se separaban del rostro casi en ángulo recto. El dibujo era rudimentario, parecía hecho por un chico de diez años.

Jean Packard lo dobló por la mitad y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

– Dentro de dos días le diré algo -dijo. Terminó de beber el vaso de agua, se levantó y salió.

Durante un rato largo, Paul Osborn se quedó mirando hacia donde había desaparecido. No sabía cómo debía sentirse ni qué pensar. Por una mera circunstancia del azar, al escoger sin pensarlo un lugar para beber una taza de café en una ciudad de la que no conocía nada, todo había cambiado. Y el día que él había pensado que jamás llegaría, había llegado. De pronto había surgido la esperanza. No era sólo una retribución sino también una redención de la larga y terrible servidumbre a que lo había condenado aquel asesino. Durante casi tres décadas, desde la adolescencia a la condición de adulto, su vida había sido una tortura solitaria plagada de terrores y pesadillas. Muy a su pesar, el incidente volvía a rondarle la mente una y otra vez, alimentado implacablemente por el sentimiento de culpa que lo roía, como si fuese él el responsable de la muerte de su padre, que de alguna manera podría haber evitado si hubiera sido mejor hijo, más vigilante, si hubiera visto el cuchillo a tiempo para gritarle, o incluso para interponerse en el camino. Pero eso era sólo un aspecto. El resto era aún más oscuro y devastador.

Desde la niñez hasta su vida de adulto, a través de innumerables consejeros, terapeutas, hasta alcanzar una situación aparentemente segura de éxito profesional en que refugiarse, Osborn había luchado sin éxito contra otro demonio, aún más trágico: el terror paralizante y castrador de ser abandonado, iniciado con la drástica demostración de un asesino de cuan rápido podía desaparecer el amor.

Había sido verdad en ese momento y desde entonces seguía siendo verdad. Al principio, por las circunstancias, junto a su madre y su tía. Y, más tarde, en el curso del tiempo, con sus amantes y sus amigos. La culpa de lo que sucedía en su vida adulta era suya. A pesar de que comprendía sus causas, le seguía siendo imposible controlar las emociones. Cuando asomaban el verdadero amor o la verdadera amistad, el terror brutal de que alguien pudiera arrancársela una vez más surgía en él desde la nada y lo envolvía como una marea furiosa. Y de ahí una desconfianza y unos celos contra los que se sentía impotente. Debido a un puro instinto de autoprotección, la alegría, el amor y la confianza que habían existido se borraban de un plumazo.

Pero ahora, después de casi treinta años, había aislado la causa de su enfermedad. Estaba aquí, en París. Y cuando la encontrara, no lo notificaría a la policía, no intentaría la extradición ni seguiría los cauces de la justicia. Una vez que encontrara a aquel hombre, lo enfrentaría, y luego, como una enfermedad, lo eliminaría rápidamente. La única diferencia era que esta vez la víctima conocería a su asesino.


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