Capítulo 110

Joanna tenía la maleta sobre la cama y se ocupaba en meter las últimas cosas cuando entró Von Holden.

– Joanna, quiero pedirte perdón. Lo siento…

Joanna lo ignoró, se dirigió al armario y sacó el vestido de Uta Baur preparado para la noche. Volvió, lo colocó sobre la cama y comenzó a doblarlo. Von Holden permaneció quieto un momento, luego se acercó por detrás y le puso una mano en el hombro. Ella se detuvo, fría.

– Es un momento de mucha tensión para mí, Joanna… Para ti también, y para el señor Lybarger. Por favor, perdóname por haber reaccionado de esa manera, abajo…

Joanna no se movió y mantuvo la mirada fija en el reflejo de la ventana al otro lado de la habitación.

– Tengo que decirte la verdad, Joanna… En toda mi vida, nadie me había dicho que me amara. Y tú… me has asustado.

Sintió que su respiración se relajaba.

– ¿Que te he asustado?

– Sí.

Ella se volvió, lentamente. La mirada horrenda, cargada de odio que la había aterrorizado hacía un rato, era ahora suave y vulnerable.

– No me hagas esto…

– Joanna, no sé si soy capaz de amar.

– No… -dijo Joanna, sintió un escozor en los ojos y una lágrima le rodó por la mejilla.

– Es verdad, no creo que sea capaz…

Joanna le puso rápidamente el dedo contra los labios para impedir que hablara.

– Sí que eres capaz -dijo.

Von Holden deslizó las manos hasta su cintura y ella se refugió en sus brazos. Él la besó suavemente y ella se lo retribuyó y sintió que él se endurecía al contacto con ella. Se sintió embargada por la emoción y la razón desapareció de su horizonte. Ya no quedaba ni huella de aquella horrible expresión que había visto en Von Holden. No la recordaba, como si jamás hubiera existido.


Desde el helicóptero, volando a una altura de doscientos metros, habían filmado una perspectiva de la casa del número 72, Hauptstrasse. Era una villa del siglo XIX con un edificio principal de tres plantas y un garaje con cabida para cinco coches en la parte de atrás. Después de cruzar una verja de hierro forjado que llegaba hasta la calle, se entraba a un camino semicircular. Este se dirigía hacia el garaje pasando por el lado derecho de la casa y a la izquierda había una pista de tenis de tierra batida. Todo el perímetro de la propiedad estaba rodeado por un alto muro de piedra recubierto de enredaderas de hoja caduca.

– Hay una puerta atrás, junto al garaje. Parece que desemboca en una entrada de servicio -dijo Noble observando la perspectiva aérea en la pantalla gigante Sony.

– Así es, y normalmente funciona.

Los cuatro hombres, Noble, Remmer, McVey y Osborn, estaban sentados en butacas de cine en una sala de vídeo situada en la planta superior a las celdas de interrogatorio. Osborn estaba reclinado en su asiento con la mano en la barbilla. En el piso de abajo estaban interrogando a Vera. Su imaginación lo asediaba con ideas de lo que le estaban haciendo. Por otro lado -su imaginación se desbocaba- ¿qué pasaría si, después de todo, McVey tenía razón y ella pertenecía a la Organización? François Christian bien le habría contado cosas a Vera y ella, a su vez, las habría transmitido a la Organización. Si era así, ¿qué tenía que ver él con aquello? ¿Qué pretendía Vera de él? Tal vez el hecho de haberse visto implicado en lo de Merriman era un accidente, una mera coincidencia. Ella no podía haber sabido lo de Merriman en Ginebra porque él no había encontrado al asesino hasta que la hubo seguido a París.

– Esta toma es desde un camión de la lavandería, mientras el conductor entregaba un pedido en la casa de enfrente -dijo Remmer señalando la pantalla del vídeo de alta definición-. Son secuencias cortas que obtuvimos desde diferentes vehículos. Por eso sólo disponemos de una perspectiva aérea. No queremos que sospechen que los estamos vigilando.

La cámara oculta enfocó la casa con el zoom. Había una limusina Mercedes estacionada en la entrada y un jardinero trabajaba en el césped. Aparentemente no había nada más que señalar. El objetivo se mantuvo un momento fijo en ese plano y luego empezó a retroceder.

– ¿Qué es eso? -Saltó McVey-. Hay un movimiento en la ventana de arriba, la segunda a la derecha.

Remmer paró, rebobinó y proyectó de nuevo, esta vez a cámara lenta.

– Hay alguien junto a la ventana -dijo Noble.

Remmer volvió atrás y proyectó a cámara «super lenta» y con un zoom especial enfocado a la ventana.

– Es una mujer. No se distingue bien.

– ¿Puedes ampliar la imagen?

– Sí -asintió Remmer. Cogió el interfono y pidió que enviaran a un técnico, sacó la casete del vídeo, la dejó a un lado e introdujo otra. Era básicamente la misma perspectiva de la casa, pero con una pequeña variación de ángulo. Un ligero movimiento en la ventana de arriba sugería que McVey tenía razón, que había alguien mirando hacia fuera. De pronto, un BMW gris surgió desde la calle y se detuvo en la caseta de seguridad. La puerta de la verja se abrió al cabo de un momento y el coche entró. Se detuvo delante de la entrada principal, bajó un hombre alto y se introdujo en la casa.

– ¿Alguna, idea de quién puede ser? -preguntó McVey. Remmer negó con un movimiento de cabeza.

– He aquí un pasatiempo sumamente placentero -dijo Noble con voz monótona. Abrió un archivador de fotos alfabetizado. Hasta ahora, Bad Godesburg había enviado las fotos de sesenta y tres de los cien invitados a la cena de Charlottenburg. La mayoría eran fotos Polaroid de carnés de conducir, pero otras eran copias de fotos de publicidad, de empresas o aparecidas en la prensa-. Yo me encargaré de la A a la F y ustedes se pueden disputar lo que queda del alfabeto.

– Pongámoslo en el zoom -dijo Remmer, y pulsó la tecla de retroceso y luego la de cámara lenta. Esta vez el coche entró en la propiedad lentamente y Remmer lo siguió con el zoom. Al llegar frente a la casa, el coche se detuvo y el conductor bajó.

– ¡Dios mío! -exclamó Osborn.

McVey se volvió como un resorte vivo.

– ¿Conoce a ese tipo? -preguntó mientras Remmer rebobinaba y congelaba la imagen justo en el momento en que Von Holden bajaba del coche.

– Me siguió en el parque -dijo Osborn, y desvió la mirada de la pantalla a McVey.

– ¿Qué parque? ¿De qué diablos está hablando, Osborn?

– La noche que salí. Me escapé de Schneider a propósito -contestó Osborn sonrojándose. La mentira que había contado salía a la luz pero le daba igual-. Iba cruzando el Tiergarten camino al hotel de Scholl. De pronto me di cuenta de que no sabía qué diablos estaba haciendo, que podía echarlo todo a perder. Había decidido volver cuando ese tipo… ése de ahí -dijo mirando a Von Holden en la pantalla- de pronto veo que se me acerca. Yo llevaba la pistola en el bolsillo y supongo que me asusté. La saqué y le apunté. Estaba con otro tipo que había escondido en los arbustos. Les advertí que me dejaran tranquilo. Luego corrí como un condenado.

– ¿Está seguro de que es él?

– Sí.

– Eso significa que están vigilando el hotel -apuntó Remmer.

Noble miró a Remmer.

– ¿Podríamos verlo entrar en la casa, por favor? A velocidad normal.

Remmer pulsó el «play» y se descongeló la imagen de Von Holden.

Cerró la puerta del BMW y cruzó el camino hasta llegar a unas escaleras, que subió de un salto. Llegó a la puerta, alguien le abrió y entró.

– Una vez más, por favor -dijo Noble reclinándose en su asiento. Remmer repitió la secuencia y detuvo la imagen al entrar Von Holden.

– Apuesto cien contra uno que ese tipo fue entrenado en la Spetsnaz -intervino Noble-. Sabotaje y terrorismo, formado en unidades especiales de reconocimiento del ejército de la ex Unión Soviética. Se les reconoce con un poco de experiencia. Tal vez ni siquiera son conscientes de que lo hacen, pero su entrenamiento deja una huella en su manera de andar, una especie de vaivén y balanceo que parece que caminen sobre una cuerda floja -explicó Noble, y se volvió hacia Paul Osborn-. Si es verdad que ese hombre lo siguió, tiene usted una suerte admirable de estar vivo para contárnoslo -concluyó, y miró de McVey a Remmer.

– Si Lybarger está en la casa, es posible que nuestro amigo pertenezca al equipo de seguridad e incluso puede que sea el jefe.

– Eso o está echando un vistazo antes de que llegue Scholl -dijo Remmer.

– Es posible que esté disponiendo alguna otra cosa -dijo McVey mirando fijamente la pantalla, concentrado en la imagen congelada de Von Holden.

– ¿Para tendernos una encerrona? -preguntó Noble.

– No lo sé -respondió McVey, y negó con la cabeza, incierto. Luego miró a Remmer-. Hagamos una ampliación de él también y veamos si podemos descubrir quién es. Tal vez podamos cerrar el círculo un poco más.

Se encendió una luz del teléfono que sonó junto al codo de Remmer.

Ja -respondió él.


Eran las dos y cuarto de la tarde cuando llegaron. La policía de Berlín ya había acordonado la manzana. Los inspectores de Homicidios se apartaron para dejar que Remmer entrara en la tienda de antigüedades de Kantstrasse y se dirigiera al fondo.

Karolin Henniger estaba tendida en el suelo cubierta con una sábana. Su hijo de once años yacía a su lado también cubierto con una sábana.

Remmer se inclinó y la retiró.

– ¡Dios mío! -exclamó Osborn por lo bajo.

McVey descubrió la sábana que tapaba al niño.

– Sí -dijo, mirando a Osborn-. Dios mío…

Ambos, madre e hijo, tenían una bala alojada en el cráneo.


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