Desde la oscuridad de la cabina del Peugeot, los inspectores Barras y Maitrot vislumbraban la luz encendida del salón de Vera Monneray. Las instrucciones de Lebrun a todos los inspectores asignados a la tarea de seguir a Vera habían sido tajantes. «Si sale del hospital seguidla y luego llamad para informar. No os apresuréis a hacer nada a menos que las circunstancias lo justifiquen.» Que las circunstancias «lo justificasen» significaba que ella los condujera «adonde Osborn», o «donde un sospechoso» que pudiera conducirlos donde Osborn.
Hasta el momento tenían una orden de detención contra Osborn pero nada más. Seguir a Vera no había sido más que un simple ejercicio. Había salido del apartamento la mañana del domingo temprano, había llegado al hospital Sainte Anne a las siete menos cinco. Había permanecido allí. Barras y Maitrot habían relevado el turno a las cuatro y aún no había sucedido nada.
De pronto, a las seis y cuarto había llegado un taxi a la entrada principal. Vera salió corriendo y se fue en el taxi a toda velocidad. Barras y Maitrot llamaron por radio para avisar que la seguían y un segundo coche cogió el relevo en el hospital.
Pero el seguimiento sólo los había llevado de nuevo a su apartamento y ella había entrado. Los policías se limitaron a esperar decepcionados y a mirar de vez en cuando la luz de la ventana del salón esperando ver qué sucedía.
Arriba, Vera dejó la cortina y se apartó de la ventana del dormitorio hacia la oscuridad. El reloj de su mesa de noche marcaba las siete y veinte. Había salido del hospital hacía algo más de una hora para tomarse libre parte de la noche, explicó, debido a intensos calambres menstruales. Si se presentaba una urgencia, podría regresar de inmediato.
Si hubiera tenido tras de ella sólo a la policía de París, las cosas habrían sido diferentes y así se había confirmado la noche anterior al ver la reacción de Lebrun ante las insistentes preguntas de McVey. Pero McVey no tenía ese tipo de reservas. Vera lo adivinó en sus ojos cuando lo conoció. Eso lo convertía en alguien sumamente peligroso si uno lo tenía en contra. Aunque McVey fuera americano, la policía de París, al menos los inspectores asignados a ese caso, aunque no se dieran cuenta estaban totalmente subordinados a él. Ellos harían lo que él quería que hicieran, de un modo u otro. Por eso pensaba que el hombre alto que se había presentado ante Philippe con el frasco era un impostor. Era parte de un truco que le quería convencer de que Osborn estaba en peligro y la iba a obligar a conducirlos hasta él. La policía allí fuera -porque Vera estaba completamente segura de que los hombres en el coche de allí fuera eran de la policía- demostraba que no se equivocaba. Sonó el teléfono a su lado y ella respondió.
– Oui? Merci, Philippe.
El taxi la esperaba abajo.
Vera entró en el cuarto de baño y abrió una caja de Tampax. Sacó un tampón de la funda y lo tiró al water. Luego dejó la funda y el paquete en el cubo debajo del lavabo. Si la policía registraba cuando se hubiera ido y luego la interrogaban, al menos habría dejado la prueba de la razón por la que había vuelto a casa. Considerando quién era, no insistirían.
Lanzó una mirada al espejo, se arregló el pelo y quedó mirándose un instante. Todo lo que había sucedido con Paul Osborn había sido normal hasta el momento. Al verlo por primera vez en Ginebra durante su ponencia, Vera se había sentido invadida por un sentimiento de cambio, de acecho del destino. La primera noche que pasó con él no experimentó más sentimiento de engaño hacia Francois que el que habría sentido con su hermano. Luego se dijo que no había dejado a Francois por Osborn. Pero eso no era verdad, porque lo había dejado precisamente por eso. Y puesto que así era, lo que estaba haciendo ahora era correcto. Osborn estaba metido en un lío y la legalidad no importaba.
Apagó la luz del cuarto de baño y cruzó la habitación a oscuras. Se detuvo una vez más a mirar por la ventana. El coche de la policía aún estaba allí y el taxi justo al lado del edificio.
Cogió su cartera y salió al pasillo pero entonces se detuvo. Vio que las sombras proyectadas por las farolas de la calle bailaban en el techo del salón y en el pasillo donde se había detenido.
Algo raro sucedía.
Antes, la luz del salón estaba encendida. Ahora estaba apagada. Ella no la había apagado y Philippe tampoco. Tal vez la bombilla se había fundido. Sí, debía de ser la bombilla. De pronto se le ocurrió que se equivocaba. Que los hombres de fuera no eran policías, que podía tratarse de un par de ejecutivos conversando o de dos amigos, o eran un par de amantes. Incluso el hombre alto no debía de ser un policía. Su primera intuición podía ser acertada. El asesino había encontrado el frasquito de antitétanos y se lo había entregado a Philippe para que lo condujera hasta Osborn.
¡Dios mío! El corazón le latía tan fuerte que estaba a punto de explotar. ¿Dónde estaba ahora? ¿En alguna parte del edificio? ¡Incluso allí dentro! ¿Cómo podía haber sido tan tonta como para decirle a Philippe que se marchara? «¡El teléfono! ¡Cógelo y llama a Philippe! ¡Date prisa!»
Se volvió para encender la luz. De pronto una mano poderosa la cogió por la boca y la arrastró hasta que sintió el contacto con el cuerpo de un hombre. Al mismo tiempo sintió la punta afilada de una navaja contra el mentón.
– No tengo intención de hacerle daño pero si no hace exactamente lo que le digo, no tengo alternativa. ¿Me ha entendido?
El hombre era muy pausado y hablaba francés pero con acento holandés o alemán. Aterrorizada, Vera intentó pensar pero tenía la mente en blanco.
– Le he preguntado si ha entendido.
La punta de la navaja se le hundió en la piel y ella asintió.
– Vale -dijo él-. Vamos a salir del apartamento por la escalera de servicio detrás de la cocina -dijo el hombre con voz calmada y decidida-. Voy a retirar mi mano de su boca. Si hace un solo ruido le rasgaré el cuello. ¿Me entiende?
«¡Piensa, Vera! ¡Piensa! Si vas con él te obligará a llevarlo donde Paul. ¡El taxi! ¡El chofer se pondrá impaciente! Si ganas tiempo Philippe volverá a llamar. Si no contestas, subirá.»
De pronto se oyó un ruido frente a la puerta a unos cinco metros. Vera sintió que el hombre se tensaba detrás de ella y la hoja de la navaja se deslizó cruzándole la garganta. En ese momento se abrió la puerta y Vera lanzó un grito contra la mano que le cubría la boca.
En el umbral recortado contra la luz estaba Paul Osborn. En una mano sostenía la llave del apartamento y en la otra la pistola automática de Kanarack. Vera y el hombre alto estaban casi en completa oscuridad. Pero daba lo mismo. Ya se habían visto.
Un dejo de sonrisa le cruzó los labios a Oven. En un abrir y cerrar de ojos lanzó a Vera a un lado y en su mano apareció la navaja. Al mismo tiempo, Osborn levantó el arma y le gritó a Vera que se tirara al suelo. Oven aprovechó ese instante y le lanzó el cuchillo al cuello. Osborn levantó la mano instintivamente. El estilete le dio con fuerza y se la clavó contra la puerta como con un dardo.
Osborn dejó escapar un aullido de dolor y se retorció. Oven echó a Vera a un lado y buscó la Walther en su cintura. El chillido de Vera fue apagado por una descarga de fuego seguido de una violenta explosión. Oven cayó hacia el lado y Osborn, que seguía clavado contra la puerta, volvió a disparar. Las tres descargas sucesivas de la potente pistola convirtieron el pasillo en una tormenta de fuego escupida por el cañón, seguido de la detonación ensordecedora de los disparos.
Desde el suelo Vera vio que Oven corría por el pasillo hasta llegar a la puerta de la cocina. Osborn arrancó la mano que lo clavaba a la puerta y corrió cojeando tras él.
– ¡Quédate aquí! -gritó.
– ¡Paul! ¡No!
A Oven le corría la sangre por el rostro cuando tropezó contra la despensa. Cayó sobre una estantería con ollas y sartenes, abrió de un tirón la puerta de servicio y se lanzó escaleras abajo.
Unos segundos después Osborn salió a la escalera apenas iluminada y aguzó el oído para escuchar. Sólo el silencio. Estiró el cuello y miró por las escaleras hacia arriba, luego hacia abajo. Nada.
«¿Dónde diablos se ha metido? -Osborn respiraba pesadamente-. Ten cuidado. Ten mucho cuidado.»
Y luego desde abajo percibió un leve crujido. Al mirar creyó ver la puerta de la calle que se cerraba. Más allá, al otro lado del rellano había una oscuridad total donde las escaleras continuaban en curva hacia abajo hasta desaparecer en el sótano.
Con la automática apuntando la puerta Osborn bajó cauteloso un peldaño. Luego otro. Y un tercero. Luego un peldaño de madera crujió bajo sus pies y Osborn se detuvo, los ojos fijos en la oscuridad más allá de la puerta.
¿Habría salido? ¿Acaso estaba en el sótano esperándolo? Escuchando cómo bajaba la escalera.
Por algún motivo pensó que tenía la mano izquierda fría y pegajosa. Se la miró y vio que aún tenía la navaja clavada. Pero no podía hacer nada. Si la sacaba empezaría a sangrar y no tenía nada para detener la hemorragia. No le quedaba más que ignorarla.
Un peldaño más y se encontró en el rellano al otro lado de la puerta. Conteniendo la respiración inclinó la cabeza en dirección al sótano pero no oyó nada. Miró desde la puerta a la calle y luego otra vez a la oscuridad abajo. Sentía la sangre palpitando en torno a la navaja clavada en la mano. La conmoción se disiparía pronto y comenzaría a dolerle. Se apoyó sobre la otra pierna, avanzó un peldaño hacia abajo. No tenía idea cuánto se alargaban las escaleras hasta la puerta del sótano o qué habría más allá. Se detuvo y volvió a aguzar el oído esperando oír la respiración del hombre alto.
De pronto el silencio fue roto por la aceleración del motor de un coche y ruedas chirriando en la calle. En un segundo, Osborn se apoyó en la pierna sana y llegó hasta la puerta. Unos faros delanteros le iluminaron la cara cuando la cruzó. Levantó el brazo y disparó a ciegas contra la mancha verde del coche que pasaba a toda velocidad. Las ruedas volvieron a chirriar cuando giró en la esquina, el coche lanzó un destello al pasar bajo una farola y luego desapareció.
Osborn dejó caer el brazo que sostenía la pistola y lo siguió con la mirada sin percatarse de que la puerta se abría suavemente a sus espaldas. De pronto algo lo alertó. Aterrorizado giró sobre sus talones y levantó la pistola para disparar.
– ¡Paul! -Vera estaba en el umbral.
– ¡Dios mío! -Exclamó él, que la vio justo a tiempo
A lo lejos se oyó el ulular de las sirenas. Vera lo cogió por el brazo, lo atrajo hacia dentro y cerró la puerta.
– La policía estaba esperando afuera.
Osborn vaciló como si estuviera desorientado. Vera vio que aún tenía el cuchillo clavado en la mano.
– ¡Paul! -exclamó.
Por encima de ellos se abrió una puerta. Siguieron unos pasos.
– \Mademoiselle Monneray! -La voz de Barras bajó retumbando entre las paredes de la escalera.
La realidad de la policía le hizo recuperar el sentido de alerta a Osborn. Sostuvo la pistola bajo la axila, se inclinó, cogió la navaja por la empuñadura y se la arrancó de la mano. Un chorro de sangre fluyó al suelo.
– Mademoiselle! -gritó Barras ahora más cerca. Por el sonido de las pisadas más de un hombre bajaba las escaleras.
Vera se sacó una bufanda de seda y tensándola le envolvió la mano a Osborn.
– Dame la pistola -dijo-. Baja al sótano y quédate ahí.
Las pisadas se escuchaban más cerca. Los policías habían llegado al piso de arriba y seguían bajando.
Osborn vaciló, luego le entregó la pistola. Quiso decir algo y en ese momento sus miradas se encontraron. Por un momento pensó que ya no volvería a verla.
– ¡Venga, vete! -murmuró, y él se volvió y se alejó cojeando hasta desaparecer en el oscuro rellano de la escalera que daba al sótano. Un segundo y medio más tarde, Barras y Maitrot estaban allí.
– Mademoiselle, ¿se encuentra usted bien?
Con la pistola de Henri Kanarack en la mano, Vera se volvió hacia ellos.