18.50
– Me encuentro muy a gusto esta noche -dijo Elton Lybarger, y sonrió amablemente a Von Holden y a Joanna, junto a él. Los tres viajaban en el coche en medio de una comitiva de tres limusinas negras Mercedes Benz blindadas que cruzaban Berlín una tras otra. Scholl y Uta Baur viajaban en el primer coche, y Salettl y los gemelos Eric y Edward en el último-. Estoy relajado y me siento seguro. Quiero agradecérselo a los dos.
– Por eso estamos aquí, señor. Para que se sienta cómodo -dijo Von Holden cuando los coches viraron hacia Lietzenburgerstrasse y aceleraron en dirección al palacio de Charlottenburg.
Von Holden se sacudió una pelusa del brazo de su frac. Cogió el teléfono de la consola en el asiento trasero y marcó un número. Joanna le sonrió. Si Von Holden hubiese estado menos ausente, se habría percatado de su aspecto, porque Joanna se había arreglado para él. Su maquillaje era impecable y peinaba raya a la izquierda, y el pelo le caía como una cascada natural por el lado derecho del rostro poniendo de relieve el seductor vestido diseñado por Uta Baur en colores blanco y esmeralda, cerrado en el cuello y luego abierto nuevamente a la altura del esternón descubriendo la erótica de sus pechos. Llevaba una chaqueta corta de visón sobre los hombros y se podía decir que todo el conjunto le daba un aspecto concerniente al círculo de la aristocracia europea en el transcurso de aquella última noche.
Von Holden le devolvió un amago de sonrisa mientras el teléfono seguía sonando en el otro extremo. De pronto interrumpió una voz en alemán: «Por favor, vuelva a llamar más tarde. Este número no está disponible.»
Von Holden dejó que el auricular resbalara entre sus dedos y colgó lentamente intentando simular tranquilidad. Volvió a pensar que debería haberse enfrentado más enérgicamente a Scholl, porque en ese momento su deber era estar al frente del operativo en el hotel Borggreve y no acompañando a Lybarger al palacio de Charlottenburg. Pero no había sido así y ahora nada podía cambiar las cosas.
A las tres de la tarde había puesto a punto los detalles finales de su plan con el equipo de la Stasi encargado de ejecutarlo: Cadoux, Natalia y Viktor Shevchenko. Luego se sumaron Anna Schubart y Wilhelm Podl, especialistas en explosivos y entrenados como terroristas en Libia, que habían llegado en tren desde Polonia.
Reunidos en la inmunda trastienda de un taller de reparación de motos cerca de Ostbahnhof, una de las dos grandes estaciones de ferrocarril de Berlín, Von Holden había utilizado fotos y dibujos del hotel Borggreve, uno de los edificios en las afueras de Berlín, propiedad de una compañía falsa. Planearon cuidadosamente, la estrategia y cronometraron su ejecución. El plan detallaba incluso la ropa que llevarían Anna y Wilhelm, disfrazado de anciano, y desde luego, las armas que usarían, el calibre de la carga explosiva y la manera de activar el detonante Semtex.
McVey y los demás se habían encontrado con una situación que no podían rechazar. Von Holden pensaba que llevaba la ventaja debido a lo que justamente Scholl había señalado, cosa que ya sabía él desde el principio, que si bien McVey y los otros eran eficientes, eran policías. Pensaban como policías y se preparaban como policías, con cautela pero a base de las medidas previsibles. Von Holden lo sabía porque muchos de sus hombres habían sido reclutados en las filas de la policía y, desde el principio, había comprendido que les faltaban recursos para entender la mentalidad de los terroristas, por lo que debían ser nuevamente preparados.
Una vez comprendido este principio, el proceso en sí mismo era simple. Cadoux los llamaría por teléfono y les daría la información suficiente para incriminarse y prometería la que necesitaban para inculpar a Scholl. Les diría que tenía miedo porque había traicionado a la Organización, daría una dirección como punto de reunión y luego colgaría.
Cuando ellos llegaran, él les daría la información que necesitaban, luego se disculparía para ir al baño. Sin confiar plenamente en él, harían que lo escoltara un agente, a lo que Cadoux no se opondría. Al salir de la habitación, Natalia activaría los explosivos por control remoto. Cadoux mataría, al hombre que lo acompañara y Natalia se encargaría de los policías que esperaban en el pasillo. Viktor, Anna y Wilhelm Podl se encargarían de quienes permanecieran en la entrada o fuera del edificio. Era una operación sumamente sencilla. Iban a conducir a sus víctimas a una pequeña encerrona y entonces los exterminarían.
A las cuatro menos cuarto en punto acabaron la reunión. Los demás volvieron al hotel y Von Holden llevó a Cadoux a la tienda de comestibles para que llamara por teléfono. Una vez hecha la llamada, fueron directamente al hotel, volvieron a revisar el plan y colocaron los explosivos. Von Holden les dijo a los demás que quería hablar en privado con Cadoux y cerró la puerta de la 412.
Von Holden quería que Cadoux se sintiese importante y que pensara que no le guardaban ningún rencor por el error cometido. Sabía cuánto significaba para él Avril Rocard. Von Holden le deseó buena suerte a Cadoux y cuando se dirigía a la puerta se percató de que olvidaba entregarle un arma. Abrió su maletín y sacó una pistola automática de nueve milímetros, una Glock 18 austriaca. La pistola podía modificarse en automática y llevaba un cargador de treinta y tres balas. A Cadoux se le iluminó el rostro al verla.
– Es una buena elección -recordaba Von Holden que le había dicho Cadoux.
– Una última cosa -dijo, antes de entregarle el arma-. Mademoiselle Rocard está muerta. La mataron en la granja en las afueras de Nancy.
– ¿Qué? -rugió Cadoux, incrédulo.
– Es una lástima. Sobre todo desde mi punto de vista.
– ¿Tu punto de vista? -inquirió Cadoux, lívido.
– Tenía que venir a Berlín invitada por mí. ¿Acaso no sabías que éramos amantes? A Avril le gustaba follar de verdad, y no esa cosa insoportable que tenía que tolerarte a ti.
Cadoux se abalanzó sobre él, cegado por la ira y dejando escapar un grito. Von Holden no hizo nada hasta que Cadoux estuvo frente a él. Luego sólo tuvo que levantar la Glock y disparar tres veces. El mismo cuerpo de Cadoux apagó la detonación, eliminando casi por completo el ruido de los tres balazos. Acto seguido, Von Holden lo dejó sentado sobre el sillón y salió.
En la distancia, y a medida que se acercaban, Von Holden veía la fachada iluminada de Charlottenburg. Volvió a coger el teléfono, marcó y esperó mientras sonaba. La respuesta era la misma, el número no estaba disponible. Colgó y miró hacia fuera. Sus instrucciones eran rigurosamente claras. Inmediatamente después de la detonación del Semtex y de lo que debería ser la operación de limpieza que le seguiría, los cuatro saldrían del hotel y escaparían en un furgón Fiat de color azul aparcado en diagonal frente al hotel. Deberían dirigirse al sur hasta que Von Holden los llamara al coche por teléfono y le informaran. Luego debían dejar el furgón en la Borussiastrasse, cerca del aeropuerto de Templehof, y separarse en direcciones diferentes. Hacia las diez de la noche, tenían que haber salido del país.
– ¿Sucede algo, Pascal? -preguntó Joanna.
– No, nada -dijo él, y le sonrió.
Joanna le devolvió la sonrisa cuando cruzaban la verja de hierro de la entrada. Siguieron adelante sobre los adoquines de la entrada de Charlottenburg y rodearon la estatua ecuestre del Gran Elector Federico Guillermo I. Delante, Von Holden divisó la limusina de Scholl y luego a éste bajando junto a Uta Baur. Al cabo de un momento, su propio coche se detuvo. Se abrió la puerta y el corpulento guardaespaldas vestido de frac le tendió una mano a Joanna.
Tres minutos después los hicieron pasar a los aposentos históricos del palacio, a las lujosas dependencias de Federico I y su mujer, Sofía Carlota. De pronto, como un entusiasmado productor teatral, Scholl dejó a Lybarger, Edward y Eric en un rincón mientras intentaba localizar a un fotógrafo para que tomara unas cuantas fotos.
Von Holden se apartó con Joanna y le pidió que consiguiera un cuarto donde pudiera descansar Lybarger hasta que lo llamaran.
– ¿Ha sucedido algo?
– No, no pasa nada. Ahora vuelvo -respondió él rápidamente. Y evitando encontrarse con Scholl, salió por una puerta lateral y se abrió camino entre el personal de servicio. Llegó hasta la zona de recepción, entró en uno de los salones e intentó comunicarse con el hotel Borggreve por radio. No había respuesta.
Apagó la radio, hizo una seña a uno de los guardias de seguridad y cruzó la gran entrada para salir, mientras los demás invitados comenzaban a llegar. Vio al pequeño y barbudo Han Dabritz bajar de una limusina y tenderle la mano a una modelo negra, treinta años más joven que él, alta y exquisitamente delgada. Von Holden caminó por la zona oscura en dirección a la calle. Al cruzar la entrada vio a Konrad y Margarete Peiper en el asiento trasero de una limusina. Más atrás, una fila cerrada de coches esperaban entrar por la puerta principal. Si Von Holden enviaba a que fueran a buscar el suyo, tardarían al menos diez minutos. Pero diez minutos para esperar un coche era demasiado. Al otro lado de la calle vio a Gertrude Biermann bajar de un taxi y cruzar con paso firme hacia él, los tobillos demasiado gruesos como para pasar desapercibidos por debajo del abrigo militar loden. Al llegar a la entrada, su aspecto normal pero enérgico creó un pequeño revuelo entre los hombres de seguridad. Ella reaccionó del mismo modo y, además de su invitación, les enseñó su carácter. Enfrente, el taxi en el que había llegado permanecía junto a la acera, esperando volver a introducirse en el tráfico. Von Holden se acercó rápidamente, abrió la puerta trasera y subió.
– ¿Adónde va? -preguntó el taxista en alemán, mirando sobre el hombro el flujo de faros que se acercaban, para luego acelerar con un chirrido de neumáticos.
Por la tarde, después de haber hecho el amor con Joanna en su habitación en la casa de Hauptstrasse, Von Holden se había quedado dormido de inmediato. Y aunque sólo habían sido unos minutos, fueron suficientes para que volviera la pesadilla. Aterrorizado, se había despertado con un grito, empapado en sudor. Cuando Joanna quiso ayudarlo, él la rechazó y prefirió darse una ducha de agua fría. El agua y la urgencia del tiempo no tardaron en reavivarlo y culpó al cansancio del asunto. Sin embargo mentía. El sueño era real. La «Vorahnung», la premonición, había vuelto. La sintió no bien cogió el teléfono de la limusina y tuvo ese estremecimiento aterrador de que no contestarían. Incluso antes de llamar, sintió que algo había fracasado inexorablemente.
– Le he preguntado adónde quería ir -insistió el taxista-. ¿O prefiere que me ponga a dar vueltas hasta que se decida?
Von Holden miró al conductor por el retrovisor. Era joven, tendría unos veintidós años. Rubio y sonriente, mascaba chicle. ¿Cómo iba a saber aquel joven que su pasajero no podía tener más que un destino?
– Al hotel Borggreve -le ordenó.