– ¡Hola, McVey! -saludó Benny Grossman. Con la misma rapidez le dijo que lo llamaría inmediatamente y colgó. Era el sábado por la mañana en Nueva York y media tarde en Londres.
En la diminuta habitación del hotel de la calle de la Media Luna que Interpol le había ofrecido tan generosamente, McVey se sirvió una medida de dos dedos de whisky Famous Grouse en un vaso sin hielo -en el hotel no tenían hielo- y esperó que Benny volviera a llamar.
Había pasado la mañana con Ian Noble, con el doctor Michaels, el joven patólogo de la Oficina Central y el doctor Stephen Richman, el especialista en micropatología que había descubierto el frío extremo a que se había sometido la cabeza cercenada de John Doe.
Después de una minuciosa búsqueda ordenada por Scotland Yard, ninguna de las dos empresas de suspensión criogénica de Gran Bretaña, Cryonetic Sepulture, en Edimburgo, o Cryo-Mastaba of Camberwell, en Londres, había denunciado la desaparición de una cabeza o de todo el cuerpo de uno de sus «huéspedes». Así, a menos que existiera una empresa de suspensión criónica sin licencia o que alguien anduviese por Londres con una criocápsula portátil llena de cuerpos o trozos de cuerpos congelados a menos de trescientos grados Fahrenheit, tenían que descartar la idea de que John Doe hubiera solicitado que le congelaran la cabeza por voluntad propia.
McVey, Noble y el doctor Michaels desayunaron y se dirigieron al despacho y laboratorio de Richman en Gower Mews. Richman ya había examinado el cadáver de John Cordell, el cuerpo decapitado hallado en un pequeño piso frente al terreno de juego de la Catedral de Salisbury. Las radiografías del cadáver de Cordell revelaban dos tornillos en la juntura de una fisura del grosor de un cabello en la parte inferior de la pelvis. Era probable que se hubieran extraído los tornillos una vez sellada la fisura si el paciente hubiera vivido suficiente tiempo.
Los análisis metalúrgicos que Richman había realizado sobre los tornillos revelaban unas fracturas microscópicas del grosor de un hilo de telaraña, lo cual confirmaba a todas luces que el cuerpo de Cordell también había sido sometido a una congelación extrema a temperaturas que se aproximaban al cero absoluto, al igual que la cabeza de John Doe.
– ¿Por qué? -preguntó McVey.
– Sin duda todo eso forma parte de la pregunta -dijo Richman, y abrió la puerta del diminuto laboratorio. Allí dentro habían observado las diapositivas comparadas de los tornillos en el cadáver de Cordell y las fallas de la placa metálica en la cabeza de John Doe. Richman los condujo por un pasillo de paredes amarillas verdosas hasta su despacho.
Stephen Richman bordeaba los sesenta, era de mediana estatura pero tenía la corpulencia que se adquiere con el trabajo físico a temprana edad.
– Perdonen el desorden -dijo al abrir la puerta de su despacho-. No estaba preparado para acoger una partida de póquer.
Su lugar de trabajo era algo más espacioso que un armario, la mitad de la habitación de McVey en el hotel. Sobre montones de libros, periódicos, correspondencia, cajas de cartón y pilas de casetes de vídeos, se equilibraban docenas de frascos donde flotaban órganos de quién sabe cuántas especies, hasta tres o cuatro por frasco. Entre toda aquella amalgama de objetos había una ventana, la mesa de trabajo y la silla de Richman. Otras dos sillas estaban sepultadas bajo pilas de libros y carpetas que Richman no tardó en poner a un lado para hacer sitio a sus visitas. McVey dijo que permanecería de pie pero Richman dijo que por ningún motivo y desapareció en busca de una tercera silla. Quince largos minutos más tarde reapareció tirando de una silla de secretaria a la que le faltaba una rueda, rescatada de un almacén en el sótano.
– La pregunta, inspector McVey -dijo Richman, cuando todos estuvieron sentados respondiendo a la pregunta hecha por McVey casi media hora antes como si la hubiera formulado entonces-, no es tanto «por qué» sino «cómo».
– ¿Qué quiere decir? -inquirió McVey.
– Quiere decir que estamos hablando de tejidos humanos -respondió Michaels, como dándolo por sentado-. Los experimentos con temperaturas que se aproximan al cero absoluto se llevan a cabo fundamentalmente con sales y algunos metales como el cobre. -De pronto se percató de que estaba cometiendo una falta de cortesía-. Perdón, doctor Richman -se excusó-. No tenía la intención de…
– No tiene importancia, doctor -sonrió Richman, y luego miró a McVey y al comandante Noble-. Lo que deben comprender es que todo esto se presta a mucha mixtificación en la ciencia. Sin embargo, lo esencial es que la tercera ley de termodinámica dice básicamente que la ciencia no puede alcanzar jamás el cero absoluto porque, entre otras cosas, daría lugar a un estado de orden perfecto. Un orden atómico.
Noble tenía una expresión vacía, al igual que McVey.
– Todos los átomos están compuestos de electrones que giran en torno a un núcleo compuesto de protones y neutrones. Lo que sucede cuando las sustancias se enfrían es que disminuye el movimiento normal de estos átomos y de sus partes. A menor temperatura, menor movimiento. Ahora bien, si concentramos críticamente un imán externo sobre estos átomos que se mueven a poca velocidad, crearíamos un campo magnético donde se podrían manipular los átomos y sus partes y hacer prácticamente lo que quisiéramos. En términos teóricos, si se alcanza el cero absoluto, podríamos hacer no prácticamente, sino exactamente lo que quisiéramos porque se habría detenido toda actividad.
– Eso nos lleva otra vez a la pregunta de McVey -dijo Noble-. ¿Por qué? ¿Por qué congelar cuerpos decapitados y una cabeza hasta ese grado, suponiendo que se pudiera alcanzar esa temperatura?
– Para unirlos -respondió Richman, sin un asomo de emoción en la voz.
– ¿Para unirlos? -preguntó Noble, incrédulo.
– Es la única razón que se me ocurriría dar, en principio -dijo Richman.
McVey se rascó la oreja y miró por la ventana. La mañana resplandecía de sol. En contraste, el despacho de Richman parecía un cajón con olor a cerrado. Se volvió en la silla y se encontró cara a cara con el cerebro de un gato maltes suspendido en algún tipo de líquido conservante. Miró a Richman.
– Está usted hablando de cirugía atómica, ¿no es así?
Richman sonrió.
– Algo por el estilo. Para decirlo en términos sencillos, a cero absoluto bajo la aplicación de un campo magnético potente, todas las partículas atómicas estarían perfectamente alineadas y bajo control absoluto. Si lográsemos eso se podría practicar una criocirugía atómica. Una microcirugía inconcebible.
– Si pudiera usted explayarse un poco, por favor -pidió Noble.
A Richman se le encendieron los ojos y McVey casi pudo palpar el aumento de su ritmo cardíaco. La idea de lo que estaba explicando lo entusiasmaba enormemente.
– Lo que significa, comandante, suponiendo que se pudiera congelar un cuerpo a esa temperatura y operarlo y luego descongelarlo sin provocar ningún daño en los tejidos, es que podríamos conectar los átomos. Se crearía un enlace químico de modo que dos átomos compartieran un mismo electrón. Sería una sutura sin puntos, una sutura perfecta, si se quiere, tal como lo habría creado la naturaleza, como crecería un árbol.
– ¿Hay alguien que esté intentando hacer eso? -preguntó McVey, en voz baja.
– Eso es imposible -intervino Noble.
– ¿Por qué? -preguntó McVey, con la mirada fija en él.
– Debido al principio de Heisenberg. Si usted me lo permite, doctor Richman -preguntó Michaels. Richman asintió con un gesto de cabeza y el joven patólogo se volvió hacia McVey. Por algún motivo quería darle a entender al americano que conocía su oficio y que sabía de qué hablaba. Era algo importante para la investigación. Y, más allá de eso, era su manera de demostrar y a la vez exigir cierto respeto.
– Es un principio de la mecánica cuántica según el cual es imposible medir dos propiedades de un objeto cuántico, digamos, un átomo o una molécula, al mismo tiempo con precisión infinita. Podemos medir uno o el otro pero no ambos. Se puede determinar la velocidad y dirección de un átomo pero no se podría, a la vez, decir precisamente dónde se encuentra.
– ¿Se podría lograr con una temperatura de cero absoluto? -McVey le estaba dando de las suyas.
– Evidentemente. Porque en el cero absoluto todo se habría detenido.
– Inspector McVey -interrumpió Richman-. Es posible alcanzar temperaturas de menos de una millonésima de grado sobre el cero absoluto. Se ha logrado. El concepto de cero absoluto es precisamente eso, nada más que un concepto. No se puede lograr. Es imposible.
– Mi pregunta, doctor, no es si se puede lograr o no. Yo he preguntado si alguien intentaba lograrlo. -Había cierto tono desagradable en la manera de hablar de McVey. Ya le habían hablado lo suficiente de la teoría y ahora quería hechos. Miraba a Richman esperando una respuesta.
Noble pensó que aquél era un aspecto del policía de Los Ángeles que no conocía y entendió por qué McVey se había ganado su reputación.
– Inspector McVey, hasta ahora hemos demostrado que un cuerpo decapitado y una cabeza han sido congelados. Por las radiografías sabemos que sólo dos de los otros seis cuerpos tienen componentes metálicos. Cuando hayamos analizado esos metales podremos tener una opinión más concluyente.
– ¿Qué le dice su intuición, doctor?
– Mi intuición no tiene nada que ver con esto. Aun así, me atrevería a decir que estamos ante un caso de intentos fallidos para practicar una criocirugía muy sofisticada.
– La cabeza de una persona fundida con el cuerpo de otra.
Richman asintió con la cabeza.
Noble miró a McVey.
– ¿Alguien está intentando crear un Frankenstein de los tiempos modernos?
– Frankenstein fue creado con varios cuerpos muertos -aseveró Michaels.
– ¡Dios mío! -exclamó Noble. Al incorporarse, estuvo a punto de lanzar al suelo el frasco que contenía el corazón de un jugador de fútbol profesional. Sujetó el frasco y miró a Michaels y luego a Richman-. ¿Esta gente fue congelada viva?
– Así parece.
– Entonces, ¿por qué encontramos restos de cianuro en las víctimas? -inquirió McVey.
Richman se encogió de hombros.
– ¿Envenenamiento parcial? ¿Parte del procedimiento? Quién sabe.
Noble miró a McVey y se incorporó.
– Muchas gracias, doctor Richman. No abusaremos más de su tiempo.
– Espere un momento, Ian -dijo McVey, y se volvió hacia Richman-. Una última pregunta, doctor. La cabeza de John Doe se estaba descongelando cuando la descubrimos. En lo que concierne a su apariencia y su estado patológico cuando fue encontrada descongelada, ¿cambiaría dependiendo de cuándo fue congelada?
– Creo que no acabo de entenderlo -dijo Richman.
McVey se inclinó hacia delante.
– Hemos tenido problemas con la identidad de John Doe. No hemos podido descubrir quién es. Tal vez estemos buscando donde no debemos intentando dar con un hombre que ha desaparecido desde hace varios días, tal vez semanas. ¿Y si fueran meses? ¿O años? ¿Sería posible?
– Es una pregunta hipotética. Pero yo diría que si alguien ha encontrado realmente los medios para llegar al cero absoluto, no habría habido ningún tipo de perturbación molecular. De modo que al descongelarse no habría manera de saber si había sido congelada hace una semana, cien años o mil años, si se quiere.
McVey miró a Noble.
– Creo que será mejor que nuestros agentes de sujetos desaparecidos vuelvan a su trabajo.
– Creo que tiene razón.
El teléfono que sonaba junto al codo de McVey lo devolvió a la realidad. Lo cogió de un manotazo.
– ¡Hola, McVey!
– Hola, Benny, y deja de saludar de esa manera, ¿vale? Se está volviendo un poco repetitivo.
– Ya lo tengo.
– ¿Que tienes qué?
– Lo que me pediste. La solicitud de la oficina de Interpol en Washington de los antecedentes de Albert Merriman tiene el sello de la hora que registró el sargento de guardia, a las once y treinta y siete minutos de la mañana, jueves, 6 de octubre.
– Benny, las once y treinta y siete en Nueva York son las cuatro y treinta y siete de la tarde en París.
– ¿Y qué?
– ¿Se solicitó sólo ese expediente, nada más?
– Así es…
– A las ocho de la mañana, hora de París, el viernes, el inspector de la policía de París a cargo del caso recibió una fotocopia de la huella. Sólo la huella, nada más. Sin embargo, quince horas antes, alguien en Interpol tenía no sólo la huella sino también el nombre y el expediente.
– Me parece que tenéis líos en la casa. Una tapadera. O una agencia privada. O quién sabe. Pero si algo sale mal, es el poli a cargo de la investigación el que queda mal parado porque te apuesto lo que quieras a que no ha quedado registrado el nombre del primero que recibió la información.
– Benny…
– ¿Qué pasa, Boobalah?
– Gracias.
Líos en la casa, tapaderas, agencias privadas. McVey detestaba aquellas palabras. Algo estaba sucediendo en Interpol y Lebrun estaba cargando con el muerto sin saberlo. No le gustaría, pero tendría que decírselo. Cuando McVey finalmente logró comunicarse con él en París veinte minutos más tarde, no llegó a decírselo.
– McVey, mon ami -saludó Lebrun, que parecía excitado-. Estaba a punto de llamarlo. Las cosas de pronto se han complicado por aquí. Hace tres horas encontraron a Albert Merriman flotando en el Sena. Parecía un queso grande perforado con un arma automática. Encontramos el coche que conducía a unos noventa kilómetros río arriba, cerca de París. Las huellas de su amigo Osborn estaban por todos lados.