Capítulo 118

La taxista de veintiún años que Von Holden había dejado esperando fuera en el número 45 de la Behrenstrasse se llamaba Greta Stassel. Había visto que su pasajero miraba su carné de conducir y se preguntó si recordaría su nombre. Lo dudaba. El hombre parecía turbado, pero Greta lo encontraba sexy y ahora, mientras pensaba cómo ayudarlo a solucionar su problema, vio que de pronto las luces de las farolas oscilaron y se apagaron.

Greta se sobresaltó cuando una silueta salida repentinamente de la oscuridad golpeó en la ventanilla. Al cabo de un instante lo reconoció y le oyó decir que tenía que meter algo en el maletero. Cogió las llaves del contacto, bajó y fue a la parte de atrás. Sí, era sexy y muy guapo, y parecía tranquilo, de modo que tal vez ni siquiera tuviera problemas.

– Démelo -precisó abriendo el maletero.

Por un momento Von Holden se turbó y pensó que nunca había visto una sonrisa tan bella. Greta miró el paquete de plástico blanco sobre la acera. El brillo rojo de las luces traseras del coche iluminaron el rótulo impreso en la cara de arriba y en los lados: Frágil: instrumentos médicos.

– Lo siento, no se trata de eso -dijo Von Holden cuando ella fue a cogerlo.

Ella se volvió, con un gesto de sorpresa pero sin dejar de sonreír.

– ¿No quería dejarlo en el maletero? -preguntó.

– Sí.

Greta aún sonreía cuando la bala de nueve milímetros del Glock le penetró el cráneo a la altura de la nariz. Von Holden la cogió en el momento en que las piernas le flaqueaban. La llevó en brazos y la metió en el maletero en posición fetal. Cerró la tapa, buscó las llaves, dejó la caja en el asiento delantero, encendió el motor y partió. Media manzana más allá, giró hacia la Friedrichstrasse generosamente iluminada. Buscó el carné donde el taxista anotaba las carreras, arrancó la última página y se la metió en el bolsillo. El reloj del tablero marcaba las ocho y media.


A las ocho y treinta y cinco de la noche, Von Holden cruzaba la oscura explanada del Tiergarten en la Strasse 17 Juni, a cinco minutos de Charlottenburg. No le preocupó el cuerpo de la taxista allí en el maletero. No significaba nada matarla. Había sido sencillamente un medio necesario para alcanzar un fin.

«Ubermorgen», la culminación de todo, permanecía meciéndose suavemente en el maletín blanco a su lado. Su presencia le aligeraba el corazón y le infundía valor. Después de haber llamado por radio otras dos veces a los hombres de la operación y no obtener respuesta, Von Holden consideraba que las cosas estaban tomando buen rumbo. Los despachos de los enviados a la escena de la catástrofe del hotel Borggreve reportaban la muerte de al menos tres miembros de la Policía Federal en un tiroteo, en medio de una explosión que había provocado un incendio. Los bomberos habían extraído de los escombros dos cuerpos quemados más allá de todo reconocimiento posible. Otros dos cuerpos aún no habían sido identificados. Una organización terrorista había llamado a la policía reivindicando el atentado. Von Holden se relajó y se reclinó en el asiento respirando profundo ante el giro de los acontecimientos. Su ansiedad era infundada y la operación se llevaría a cabo según los planes.

A un kilómetro y medio de allí, las limusinas estacionadas formaban una hilera a lo largo de Spandauer Damm, frente a Charlottenburg, y los chóferes se juntaban en corros, fumando y charlando, con los cuellos hasta arriba y las gorras hasta abajo para protegerse del frío que traía la espesa niebla.

En la acera, justo enfrente de la calle, Walter van Dis, un guitarrista holandés de diecisiete años, con una cazadora de cuero y el pelo hasta la cintura, observaba el palacio junto a una multitud de espectadores. No sucedía nada especial, pero ellos seguían mirando, entretenidos por el espectáculo de un lujo que no llegarían a conocer a menos que el mundo sufriera cambios radicales.

El ruido sordo de puertas de coches que se cerraban lo distrajo y cambió ligeramente de posición para ver qué sucedía. Cuatro hombres acababan de bajar de un coche y cruzaban la calle en dirección a la puerta de entrada de Charlottenburg. Von Holden se refugió inmediatamente en la sombra y al mismo tiempo se tapó la boca con la mano.

– Walter -dijo en un pequeño micrófono.

Un momento después sonó la radio de Von Holden. La encendió con un gesto de impaciencia esperando oír la voz de uno de los miembros del comando del hotel Borggreve. Al contrario, oyó retazos de una agitada discusión entre Walter y varios hombres de Seguridad pidiéndole detalles. ¿De qué hombres hablaba? ¿Estaba seguro de cuántos eran? ¿Qué aspecto tenían? ¿De dónde venían?

– ¡Aquí Lugo! -dijo Von Holden enérgico-. Despejad la línea para Walter.

– Aquí Walter.

– ¿Qué has averiguado?

– Cuatro hombres. Acaban de bajar del coche y se acercan a la entrada. Por la descripción, uno de ellos parece el americano Osborn. Otro puede ser McVey.

Von Holden lanzó una imprecación por lo bajo.

– ¡Detenlos en la entrada! ¡No los dejes entrar bajo ninguna circunstancia!

De pronto oyó a un hombre identificarse como el inspector Remmer de la BKA y luego decir que tenía asuntos policiales que tratar en el palacio. Reconoció la voz de Pappen, el jefe de Seguridad, plantarle cara. Aquello era una reunión privada, con guardias de seguridad privados. La policía no tenía nada que hacer allí. Remmer dijo que tenía una orden de arresto para Erwin Scholl. Pappen dijo que jamás había oído hablar de Erwin Scholl y que a menos que Remmer tuviera una orden para entrar en la propiedad, no se le dejaría entrar.


McVey y Osborn cruzaron la explanada de adoquines tras Remmer y Schneider en dirección a la entrada del palacio. Cuando ni siquiera la amenaza de que el jefe de Bomberos cerraría el edificio disuadió a la guardia, Remmer llamó por radio a tres unidades de apoyo. Llegaron al cabo de unos segundos entre los destellos de las luces. El jefe de Seguridad y su ayudante fueron detenidos por oponer resistencia a una operación de la policía.

Von Holden aceleró en medio del tráfico y llegó en medio de la confusión creada por la iniciativa de Remmer, en el momento en que Pappen y su ayudante eran arrastrados hasta un coche de policía y luego desaparecían. Se bajó del taxi y permaneció junto a él mientras el resto de su equipo de seguridad se apartaba para dejar a los intrusos cruzar la entrada principal y entrar en el edificio.

Scholl se pondría furioso, pero él mismo se lo había buscado. Von Holden se dio cuenta que debía haber discutido con más insistencia y convicción, pero no había sido así y eso hacía la verdad mucho más amarga.

Ahora no le cabía ninguna duda, estaba absolutamente convencido de que de haber estado él en el hotel Borggreve, ni Osborn ni McVey estarían en ese momento en Charlottenburg.


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