Capítulo 125

Remmer no sabía lo que encontraría cuando, junto a los dos detectives de la BKA que habían conducido a Schneider hasta el helicóptero, entraron en la explanada de Charlottenburg y bajaron del BMW. No tardaron en acercarse los guardias de seguridad.

– Ya estamos aquí -anunció Remmer, y enseñó su placa empujándolos para entrar. La única información fiable que tenía era que ni McVey ni Osborn habían salido del palacio. Con algo de suerte, pensó al llegar a la puerta, McVey y Scholl todavía estaban discutiendo en la sala de abajo. O bien, una tropa de abogados criminalistas rodeaban a McVey y pedían su cabeza, en cuyo caso era evidente que requería ayuda.

En ese momento explotó la primera bomba incendiaria. Remmer, junto a los dos policías y los guardias de seguridad, fueron lanzados al suelo por la lluvia de esquirlas y piedras que cayó sobre ellos. Inmediatamente después estallaron una docena de bombas incendiarias, una detrás de la otra. El fuego se propagó rápidamente como un hatajo de petardos de alto poder explosivo, rodeando todo el perímetro superior del palacio por encima de la galería dorada. Al explotar hacia dentro, las cargas encendieron un infierno de llamas provenientes de las tuberías de gas disimuladas entre las molduras doradas a lo largo del suelo y del techo, y en las dependencias inmediatamente contiguas.


McVey se lanzó contra la puerta, no bien hubo apartado el cuerpo inerte de Goetz para salir. Las explosiones tiraron los libros de las estanterías, quebraron piezas de porcelana del siglo XVIII y resquebrajaron uno de los hogares de mármol. Con un último empujón, McVey logró abrir la puerta. Lo azotó una ola de calor y vio el pasillo y las escaleras más allá envueltos en llamas.

Cerró la puerta de un golpe y se volvió a tiempo para ver el muro de fuego que se propagaba alrededor del edificio, lo cual anulaba toda posibilidad de escapar al jardín a través de las puertas de vidrio. En ese momento se percató de que Osborn, que se arrastraba sobre pies y manos, tirando ciegamente de los bolsillos de Scholl como un loco, hurgaba en un muerto para adueñarse de un botín.

– ¿Qué está haciendo? ¡Tenemos que salir de aquí!

Osborn no le hizo caso. Dejó a un lado a Scholl y empezó a hacer lo mismo con Salettl rasgándole la chaqueta, la camisa y los pantalones. Era como si no existiese el fuego que bailaba a su alrededor.

– ¡Osborn! ¡Están muertos! ¡Déjelos de una vez!

McVey ya estaba encima de él luchando para que se levantara. Tenía las manos, el rostro y la frente manchados con la sangre de los dos muertos, como si él mismo fuese el asesino. Intentaba arrancar a los dos últimos cuerpos inertes una respuesta al porqué de la muerte de su padre. El hecho de que estuvieran muertos era fortuito. Eran el último eslabón de la cadena y después no había por dónde seguir.

De pronto la sala se sacudió cuando una tubería de gas en el techo se calentó y explotó. El techo se convirtió de inmediato en una bola de fuego que se desplazó de un extremo al otro de la habitación en una fracción de segundo. La tormenta de fuego desatada por el gas los lanzó al suelo, succionando todo lo que había en el salón hacia el centro para alimentarse de ello. Osborn desapareció y McVey se agarró a una pata de la mesa de reuniones hundiendo la cabeza bajo el brazo. Por segunda vez aquella noche se encontró rodeado por el fuego, esta vez en medio de un holocausto mil veces más devastador que el primero.

– ¡Osborn! ¡Osborn! -gritó.

El calor era insoportable. La piel del rostro, tan gravemente quemada en el primer incendio, ahora se le freía literalmente contra el hueso de la cara. El poco aire que había parecía salir del interior de un horno y al respirar, se le abrasaban los pulmones.

– ¡Osborn! -volvió a gritar McVey. El estruendo de las llamas era como olas rugiendo en el mar. Era imposible que nadie pudiese oír algo. En ese momento se dio cuenta del olor a almendras quemadas-. ¡Cianuro! -avisó alzando la voz.

Vio que algo se movía frente a él.

– ¡Osborn! ¡Es cianuro! ¡Osborn! ¿Me oye?-Pero no era Osborn. Era su mujer, Judy. Estaba sentada en el porche de la entrada de su cabaña en el lago Big Bear. Los montes púrpuras, a su espalda, estaban coronados por la nieve. La hierba estaba crecida y tenía un color dorado y en el aire, limpio y puro, rondaban diminutos insectos. Judy sonreía.

– ¿Judy? -oyó que decía. De pronto vio un rostro que caía junto a su cara, tan cerca como era posible. No lo reconoció. Los ojos eran rojos y tenía el pelo chamuscado y parecía un pez negro de aguas profundas.

– ¡Déme la mano! -gritó el rostro.

McVey seguía mirando a Judy.

– ¡Maldito sea! -Gritó nuevamente el rostro-. ¡Déme la mano!

Y de pronto McVey se sustrajo y tendió una mano. Sintió que se la cogían y luego oyó los vidrios rompiéndose. De pronto alguien lo levantó y él logró incorporarse a medias. Cubriéndose el rostro con el brazo, salieron por las puertas de vidrio recién partidas. Y luego vio la espesa niebla y el aire frío le llenó los pulmones.

– ¡Respire! ¡Respire hondo! ¡Venga! ¡Respire, hijo de puta! ¡Siga respirando!

McVey no podía verlo, pero estaba seguro de que era Osborn quien le gritaba. Sabía que era Osborn. Tenía que ser Osborn. Aquélla era su voz.


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