La policía francesa había perdido a Osborn en el Louvre.
Lebrun se encontraba en una situación delicada y hacia las dos de la tarde tendría que inventar algo para justificar la vigilancia o dejar ir a sus hombres. Con todo lo que deseaba ayudar a McVey, la verdad era que un par de zapatos manchados de lodo no hacían de un hombre un criminal, sobre todo si ese hombre era un médico americano que se iba de París al día siguiente y que había pedido, discreta pero firmemente, que se le devolviera el pasaporte para marcharse.
Sin poder justificar ante sus superiores el coste de la vigilancia a la que había sometido a Osborn, Lebrun ordenó a sus hombres que se dedicaran a lo que McVey había sugerido, como empezar a reconstruir la historia de Jean Packard desde cero. Entretanto, una dibujante técnica de la policía había trabajado en la foto de la ficha policial de Merriman que había enviado la policía de Nueva York y ahora miraba por encima de su hombro mientras Lebrun examinaba su trabajo.
– Éste es el aspecto que, según tú, tendría veintiséis años después -dijo Lebrun, y la miró. La chica tenía veinticinco años, una sonrisa rechoncha y nerviosa.
– Oui.
Lebrun no estaba seguro.
– Deberías hacer que lo viera un antropólogo forense. Tal vez te podría dar más detalles sobre el proceso de envejecimiento de este sujeto.
– Eso he hecho, inspector.
– ¿Y éste es el resultado?
– Sí.
– Gracias -dijo Lebrun. La dibujante asintió con un gesto de cabeza y se marchó. Lebrun volvió a mirar el dibujo. Pensó un momento y luego llamó al Departamento de Prensa de la policía. Si aquélla era la mejor aproximación que podían obtener del rostro de Merriman, ¿por qué no hacerlo publicar en los periódicos del día siguiente, tal como McVey había hecho publicar el retrato del hombre decapitado en los periódicos de Londres? Había casi nueve millones de habitantes en París y bastaría que uno de los que reconocieran a Merriman llamara a la policía.
En ese mismo momento, tendido de espaldas en el asiento trasero del Citroen de Agnés Demblon, Albert Merriman luchaba con todas sus fuerzas para respirar.
Al volante, Paul Osborn cambió de marcha, frenó y luego aceleró pasando a un Range Rover metálico que circulaba en torno al Arco de Triunfo y giró por la avenida de Wagram. Momentos después, giró a la derecha en el bulevar de Courcelles y se dirigió a la avenida de Clichy y al camino del río que conducía al parque junto al Sena.
Había tardado casi tres minutos en meter al desmayado y atemorizado Kanarack en el asiento trasero del Citroen, encontrar las llaves y poner el coche en marcha. Tres minutos era demasiado. Osborn sabía que estaría aún en camino cuando los efectos de la sucinilcolina comenzaran a desvanecerse. Cuando eso sucediera, tendría que lidiar con un Kanarack totalmente despierto que, además, tendría la ventaja de encontrarse en el asiento trasero. Su único recurso era darle al francés una segunda inyección de la droga. El efecto de ambas dosis, una tan rápidamente después de la otra, habían tumbado a Kanarack en un abrir y cerrar de ojos. Durante un momento, Osborn tuvo miedo de haberse sobrepasado, que los pulmones de Kanarack dejaran de funcionar y muriera por asfixia. Pero entonces una tos ronca seguida de una respiración entrecortada le aseguró que todo marchaba bien.
El problema era que ahora sólo le quedaba una jeringa. Si algo pasaba con el coche o si los retrasaba el tráfico, la jeringa sería su última defensa. A partir de entonces contaría, sólo consigo mismo.
Eran casi las cuatro y cuarto y la lluvia era más tupida. El parabrisas comenzó a empañarse y Osborn buscó torpemente la calefacción. La encontró, encendió el ventilador y se inclinó para limpiar el interior con la mano. Seguro que ese día no habría nadie en el parque. Al menos podía agradecer que esta vez tenía el tiempo a su favor.
Miró por encima del hombro a Kanarack en el asiento trasero. Cada contracción y expansión de los pulmones le costaba un esfuerzo supremo. Por su mirada, Osborn se percató del pánico que estaba viviendo Kanarack, preguntándose a cada respiro si tendría fuerzas para el siguiente.
La luz de un semáforo cambió de amarilla a roja y Osborn se detuvo detrás de un Ferrari negro. Volvió a mirar a Kanarack. En ese momento no sabía cabalmente cómo se sentía. Era increíble, pero no tenía la sensación de triunfo descomunal que había esperado. Ante sí, no había más que un ser humano impotente, aterrorizado hasta lo indecible, sin idea de lo que le estaba sucediendo, luchando con todas sus fuerzas por el aire que lo mantenía vivo. Aquel ser era inherentemente perverso, había asesinado a dos personas y le había arrancado a Paul Osborn horrible e inexorablemente su infancia, pero a esas alturas todo eso parecía tener poca importancia. Ya era suficiente haber conducido a la bestia hasta allí. Si Osborn seguía adelante con su plan se convertiría en alguien igual a Kanarack y él no era igual. Si no había nada más, tanto daba detener el coche allí mismo y marcharse y devolverle la vida a Kanarack. Pero había algo más. Aún tenía que tratar un asunto pendiente.
El porqué. ¡Por qué Kanarack había asesinado a su padre!
La luz cambió a verde y el tráfico continuó. Estaba cada vez más oscuro y los conductores y motoristas comenzaban a encender los faros. Allí delante discurría la avenida de Clichy. Osborn giró a la izquierda y se dirigió al camino que bordeaba el río.
A menos de un kilómetro y medio más atrás, un flamante Ford verde aceleró y cambió de carril para adelantar. Llegó a la avenida de Clichy, giró rápidamente y volvió al carril derecho conservando una distancia de tres coches con el Citroen de Osborn. El conductor era un hombre alto de ojos azules y tez clara. Tenía las cejas rubias como el pelo y el vello del dorso de las manos. Vestía un impermeable marrón claro encima de una chaqueta deportiva a cuadros, pantalón gris oscuro y un yérsey gris de cuello alto. En el asiento de al lado llevaba un sombrero de ala corta, una maleta de cubierta dura y un plano de las calles de París que permanecía plegado. Se llamaba Bernhard Oven y ese día cumplía cuarenta y dos años.