La limusina oscura esperaba fuera.
Vera la había visto llegar desde la ventana de su habitación. ¿Cuántas veces había esperado, junto a la ventana, verla aparecer por la esquina? ¿Cuántas veces se le había acelerado el corazón nada más verla? Ahora deseaba que no tuviera nada que ver con ella, como si ella observara desde otro piso y la intriga perteneciera a otra existencia.
Llevaba un vestido negro y medias negras, pendientes y un sencillo collar de perlas. Sobre los hombros llevaba una chaqueta corta de visón plateado.
El chofer abrió la puerta de atrás y ella subió. Un momento más tarde, el chofer se puso al volante y partió.
A las cinco menos cinco, Henri Kanarack se lavó las manos en el lavabo de los empleados de la panadería, introdujo su tarjeta en el reloj de la pared y marcó la hora de salida. Salió al pasillo donde guardaba su abrigo y encontró a Agnés Demblon esperándolo.
– ¿Quieres que te lleve? -preguntó ella.
– ¿Por qué? Nunca me has llevado de vuelta a casa. Siempre te quedas hasta que entregan la caja del día.
– Sí, pero esta noche…
– Esta noche, especialmente -dijo Kanarack-. Hoy, esta noche. No hay nada diferente. ¿Me entiendes?
Sin dirigirle la mirada, se puso la chaqueta, abrió la puerta y salió a la lluvia. Era sólo un rato caminando desde la entrada de servicio a la calle de enfrente. Al girar en la esquina, se subió el cuello de la chaqueta para protegerse de la lluvia, y se alejó. Eran exactamente las cinco y dos minutos. Al otro lado de la calle, y dos portales más allá, había aparcado un Peugeot azul oscuro de alquiler, y la lluvia se acumulaba en pequeñas gotas sobre la carrocería recién encerada. En el interior, sentado en la oscuridad, estaba Paul Osborn.
En la esquina, Kanarack dobló a la izquierda hacia el bulevar Magenta. Al mismo tiempo, Osborn giró la llave en el contacto, salió del lado de la acera y lo siguió. En la esquina, giró a la izquierda en la dirección que había cogido Kanarack. Miró su reloj. Eran las cinco y siete y, con la lluvia, la calle estaba ya a oscuras. Al mirar hacia atrás, Osborn sólo vio a desconocidos, y por un momento pensó que lo había perdido, hasta que de pronto lo vio en la otra acera, caminando deliberadamente sin prisa. Por su manera tranquila de caminar, Osborn pensó que ya no temía que lo siguiesen y que tal vez consideraba el ataque y la persecución de la otra noche como un incidente curioso protagonizado por un demente.
Más allá, Kanarack se detuvo ante un semáforo, y Osborn también. Al parar, éste sintió que se apoderaba de él la agitación. «¿Por qué no hacerlo ahora? -Le preguntaba una voz interior-. Esperar que baje de la acera a la calle, ¡pisar el acelerador a fondo, atropellarlo y luego escapar! Nadie te verá. ¿Y a quién le importa, si te ven? Si la policía te encuentra, simplemente les dirás que estabas a punto de ir a verlos. Que pensabas que habías atropellado a alguien en la oscuridad y bajo la lluvia. Que no estabas seguro, que miraste pero no viste a nadie.» ¿Qué podían decir ellos? ¿Cómo podían saber que era el mismo hombre? No tenían idea de quién era desde el comienzo.
«No, ¡ni lo pienses! Con tu impulsividad, ya lo echaste a perder la primera vez. Además, si lo matas así, jamás tendrás la respuesta a tu pregunta, y esa respuesta es tan importante como el hecho de matarlo. Así que cálmate, sigue tu plan y todo saldrá bien.
»La primera inyección de sucinilcolina hará su efecto y le hará arder los pulmones por falta de oxígeno por falta de control de los músculos respiratorios. Estará ahogado e impotente, y más aterrorizado de lo que jamás ha estado en su vida. Te diría cualquier cosa si pudiera, pero no será capaz.
»Luego, poco a poco, el efecto de la droga se desvanecerá y comenzará a respirar nuevamente. Sonreirá, y pensará que te ha ganado por la mano. Y de pronto se dará cuenta de que estás a punto de inyectarle otra dosis. Mucho más fuerte que la primera, le advertirás. Y lo único en que pensará él será en esa segunda dosis y en el horror de repetir lo que acaba de vivir, sólo que esta vez a sabiendas de que será peor, mucho peor, si es posible. Entonces contestará tus preguntas, Paul. Te dirá todo lo que quieras saber.»
Osborn se miró las manos y vio que tenía los nudillos blancos apretando el volante. Pensó que si apretaba un poco más, el volante se le haría trizas en las manos. Respiró profundamente y se relajó. La necesidad de actuar de inmediato desapareció.
El semáforo cambió y Kanarack cruzó la calle. Era de suponer que lo seguían. El americano o tal vez, aunque lo dudaba, la policía. En cualquier caso, no podía hacer nada que pareciera diferente de lo que había sido su vida, cinco días a la semana, cincuenta semanas al año, durante los últimos diez años. Salir de la panadería a las cinco, detenerse en algún lugar a beber una copa, y coger el metro a casa.
En la mitad de la manzana siguiente estaba la cervecería Le Bois. Siguió caminando sin prisa y con ritmo regular. Para el resto del mundo, no era más que un trabajador, agotado al final de su jornada. Pasó junto a una mujer joven que paseaba a su perro y llegó frente a Le Bois, abrió la pesada puerta de vidrio y entró.
Dentro, la terraza techada que daba a la calle estaba sumida en el humo y el ruido del gentío que se relajaba después del trabajo. Kanarack miró a su alrededor buscando una mesa cerca de la ventana donde pudieran verlo desde fuera, pero no había ninguna libre. A contrapelo, tuvo que sentarse en la barra. Pidió un café con Pernod y miró hacia la puerta. Si entraba un policía de civil, lo reconocería de inmediato por la actitud y la postura del cuerpo al mirar a su alrededor. De civil o no, altos mandos o bajos, Kanarack sabía que todos los policías del mundo llevaban calcetines blancos y zapatos negros.
El americano era distinto. El feroz ataque de la primera vez había sido tan repentino que Kanarack no había alcanzado a verle la cara. Y cuando Osborn lo había seguido hasta el metro, Kanarack estaba muy agitado y la estación llena de gente. Por lo poco que recordaba, medía más o menos un metro ochenta y cinco, tenía pelo oscuro y era muy fuerte.
Le trajeron la copa y durante un minuto la dejó estar sobre la barra sin tocarla. Luego bebió un breve sorbo y sintió la mezcla cálida de café y licor en el vientre. Aún sentía las manos de Osborn aferradas a su garganta, los dedos incrustados salvajemente en su tráquea intentando estrangularlo. Eso era lo que no lograba entender. Si Osborn había venido a matarlo, ¿por qué había actuado de esa manera? Un disparo, o un cuchillo, desde luego. Pero ¿con sus propias manos y en un lugar público lleno de gente? Aquello no tenía sentido.
Jean Packard tampoco había podido explicarlo.
Había resultado fácil descubrir dónde vivía el detective, a pesar de que su teléfono y su dirección no estaban registrados. Hablando un inglés americano inconfundible, Kanarack había fingido una llamada desesperada a la sede de Kolb International en Nueva York al final de la jornada. Había dicho que llamaba desde el teléfono de su coche en Fort Wayne, Indiana, y que intentaba desesperadamente ponerse en contacto con su hermanastro, Jean Packard, un empleado de Kolb International, con el que había perdido contacto desde que Packard se había trasladado a París. La madre de Packard, una señora de ochenta años, decía, estaba sumamente enferma en un hospital de Fort Wayne y pensaban que no viviría más allá de aquella misma noche. ¿Había alguna manera de ponerse en contacto con su hermanastro?
Había una diferencia de seis horas. Las seis de la tarde en Nueva York era medianoche en París, y las oficinas de París estaban cerradas. El operador de Nueva York consultó con su supervisor. Se trataba de una urgencia legítima familiar. Si las oficinas en Francia estaban cerradas, ¿qué podía hacer? Al final del día, como todos los demás, el supervisor tenía prisa por partir. Después de un momento de vacilación, el código informático internacional dio luz verde y autorizó que le informaran al hermanastro de Jean Packard en Indiana su número de teléfono en París.
Un primo de Agnés Demblon trabajaba como operador en el parque de bomberos del Distrito Uno, París centro. Un número de teléfono se convertía en dirección. Era así de fácil.
Dos horas más tarde, a la una y cuarto de la noche del jueves, Henri Kanarack se encontraba frente al edificio de apartamentos de Jean Packard en Porte de la Chapelle, el sector norte de la ciudad. Unos veinte sangrientos minutos más tarde, Kanarack bajaba por la escalera de servicio, dejando atrás lo que quedaba de Jean Packard tirado en el suelo del salón.
Al final, Packard le había dado a Kanarack el nombre de Paul Osborn y el nombre del hotel donde se hospedaba en París. Pero eso fue todo. A las otras preguntas, por qué Osborn había atacado a Kanarack en la cervecería, por qué había contratado a Kolb International para encontrarlo, si Osborn representaba o trabajaba para alguien, Packard no supo responder. Y Kanarack estaba seguro de que decía la verdad. Jean Packard se había portado como un duro, pero no era tan duro. Kanarack había aprendido bien su oficio en los años sesenta, lo habían entrenado con orgullo y rigor en las Fuerzas Especiales de Estados Unidos. Al frente de un pelotón de reconocimiento de largo alcance durante la primera época de Vietnam, le habían enseñado todos los métodos para obtener la información más delicada de boca del más testarudo de los adversarios.
El problema era que de Jean Packard sólo había obtenido un nombre y una dirección, la misma información que Packard le había dado a Osborn sobre él. De modo que, pensó Kanarack, Osborn sólo podía ser una cosa, un representante que la Organización había enviado para liquidarlo. Aunque el primer intento hubiese estado tan mal montado, no había otra razón posible. Nadie más podía reconocerlo o tener un motivo para matarlo.
Lo fastidioso era que, habiendo matado a Osborn, ellos enviarían a un segundo hombre. Es decir, si llegaban a saberlo. Su única esperanza era que Osborn trabajara por cuenta propia, que fuera un cazador de recompensas con una lista de nombres y rostros que cobraba una fortuna si entregaba a uno de ellos. Si Osborn había dado con él por casualidad y había contratado a Jean Packard, las cosas podían seguir funcionando igual.
De pronto, sintió una ráfaga de aire del exterior y levantó la mirada. La puerta de Le Bois se había abierto y había un hombre parado en la entrada. Era alto, llevaba sombrero y miraba a su alrededor. Al principio, barrió la terraza del café con la mirada, y luego la barra. Vio a Henri Kanarack y, con la misma rapidez, desvió la mirada. Un momento después, empujó la puerta y salió. Kanarack se calmó. El hombre alto no era un poli ni era Osborn. No era nadie.
Al otro lado de la calle, Osborn estaba sentado al volante del Peugeot y vio salir al hombre, que miró una vez más por la puerta y se alejó. Osborn se encogió de hombros. No lo conocía, no era Kanarack.
El panadero había entrado en Le Bois a las cinco y cuarto. Ahora eran casi las seis menos cuarto. Osborn había vuelto del parque junto al río a la hora punta en menos de veinticinco minutos y había aparcado delante de la panadería justo después de las cuatro. Le había dado tiempo para estudiar el barrio y volver al coche antes de que saliera Kanarack.
Al caminar una media docena de manzanas en ambas direcciones, Osborn vio tres callejones y dos entradas de descarga de unos almacenes cerrados. Cualquiera de los.cinco puntos serviría. Y si mañana por la noche Kanarack cogía el mismo camino que hoy, el mejor de los cinco puntos quedaría en su ruta, un callejón estrecho al que no daba ninguna puerta, sin iluminación, a menos de media manzana de la panadería.
Vestido con los mismos vaqueros y zapatillas deportivas que llevaba ahora, se colocaría una gorra y esperaría en la oscuridad a que pasara Kanarack. Entonces, con una jeringa llena de sucinilcolina en una mano, y otra en el bolsillo como precaución, atacaría a Kanarack por detrás.
Le cogería la garganta con el brazo izquierdo y lo tiraría hacia el callejón y, al mismo tiempo, le pincharía certeramente en las nalgas, a través de la ropa. Kanarack reaccionaría con violencia, y Osborn sólo necesitaría cuatro segundos, para inyectar la dosis. Luego lo soltaría y le bastaría apartarse, y Kanarack podría hacer lo que quisiera. Atacarlo o escapar, daba igual. En menos de veinte segundos las piernas comenzarían a flaquearle, y veinte segundos más tarde, ya no podría sostenerse en pie. Cuando se desplomara, Osborn actuaría. Si veía a alguien, le diría que su amigo era americano y se sentía mal, y que lo llevaba hasta el Peugeot de la esquina para conducirlo a un hospital. Y Kanarack, víctima de la parálisis muscular, sería incapaz de oponerse. En el coche en movimiento, Kanarack estaría impotente y aterrorizado. Todo su ser estaría concentrado en un solo objetivo, respirar.
Al cabo de un rato, cuando cruzaran París y llegaran al camino del río y al parque, los efectos de la sucinilcolina comenzarían a disiparse, y Kanarack volvería lentamente a respirar. Y cuando comenzara a sentirse mejor, Osborn cogería la segunda jeringa y le diría quién era él, y lo amenazaría con una dosis mucho más potente, una dosis que no olvidaría. Sólo entonces podría relajarse y preguntarle a Kanarack por qué había asesinado a su padre. Y no cabía ninguna duda de que Kanarack se lo confesaría.