– Quiero la llave de la habitación 412, por favor -pidió Remmer en alemán a una mujer de pelo canoso en la recepción. La mujer llevaba gafas gruesas y un chal marrón sobre los hombros.
– Esa habitación está ocupada -dijo con expresión desagradable, y luego miró a McVey, que permanecía detrás de Remmer a la izquierda del ascensor.
– ¿Cómo se llama usted?
– ¿Por qué tengo que contestar esa pregunta? ¿Quién diablos se cree que es?
– BKA -informó Remmer, y le enseñó la chapa.
– Me llamo Anna Schubart -contestó ella rápidamente-. ¿Qué buscáis?
McVey y Noble permanecían a medio camino entre la puerta de entrada y una escalera recubierta de una moqueta roja oscura y gastada. La recepción era pequeña y estaba pintada de color mostaza oscuro. Había un sofá de marco de madera y cojines de terciopelo frente a la mesa y detrás dos sillas, demasiado rellenas y de diferentes estilos, miraban hacia la chimenea donde ardía un fuego pequeño. Un anciano dormitaba en una de ellas con un periódico sobre las rodillas.
– ¿La escalera llega hasta el piso de arriba?
– Sí.
– ¿Entonces la escalera y el ascensor son las únicas maneras de entrar y salir?
– Sí.
– ¿El anciano que está durmiendo es un cliente?
– Es mi padre. ¿Qué pasa?
– ¿Vive usted aquí?
– Allá atrás -precisó Anna Schubart, y volvió la cabeza hacia una puerta cerrada detrás de la mesa.
– Coja a su padre y váyanse allá dentro. Yo les diré cuándo pueden salir.
El rostro de la mujer enrojeció como si estuviera a punto de mandarlo al infierno cuando se abrió la puerta de la entrada y aparecieron Littbarski y Holt, el primero con una escopeta. Del hombro de Holt colgaba una Uzi.
Eso puso fin a la orgullosa resistencia de Anna Schubart. Se volvió hacia una caja junto a la pared, sacó la llave de la 412 y se la entregó a Remmer. Luego se dirigió con paso rápido adonde estaba el anciano y lo sacudió hasta despertarlo.
– Kommen, Vater -le dijo. Lo ayudó a levantarse y lo guió, parpadeando y desconcertado, pasando junto a la mesa y luego hacia la habitación del fondo. Les lanzó ella una rápida mirada a la policía y cerró la puerta.
– Dile a Holt que se quede aquí -apuntó McVey a Remmer-. Tú y Littbarski subid por las escaleras. Nosotros, los viejos, subiremos en ascensor. Te esperamos arriba.
McVey fue hasta el ascensor, pulsó el botón de llamada. La puerta se abrió inmediatamente y entraron él y Noble. La puerta se cerró cuando Remmer y Littbarski comenzaban a subir las escaleras.
Fuera, en el callejón de atrás, a Kellermann le pareció ver una luz que brillaba en la habitación contigua a la de Cadoux, pero incluso con los binoculares no podía estar seguro. Fuera lo que fuese, era demasiado insignificante para informar sobre ello.
El ascensor se detuvo con un sonoro ruido de metales y la puerta se abrió. Empuñando el 38, McVey miró hacia fuera. El pasillo, vacío, estaba escasamente iluminado. Pulsó el stop del ascensor y salió. Lo siguió Noble con una Magnum automática de color negro mate.
Habían caminado unos siete metros cuando McVey se detuvo y con un gesto de cabeza señaló una puerta cerrada. La habitación 412.
De pronto, una sombra subió deslizándose sobre el techo y los dos hombres retrocedieron hasta la pared. Apareció Remmer, pistola en mano. Littbarski lo seguía de cerca. McVey señaló la puerta de la 412 y los cuatro hombres se acercaron por ambos lados del pasillo. McVey y Noble desde la izquierda, Remmer y Littbarski desde la derecha. Al acercarse, McVey le hizo una seña a Littbarski para que ocupara el centro del pasillo y se situara en una posición desde donde encajarle un escopetazo a la puerta.
McVey se cambió la 38 a la mano izquierda y se paró a un lado de la puerta, metió la llave en la cerradura y la giró.
Clic.
El cerrojo cedió y ellos escucharon.
Silencio.
Con las piernas separadas, Littbarski apuntó al centro de la puerta. A Remmer, un hilillo de sudor se le deslizó por un lado de la cara al apretarse contra la pared junto a la puerta. En el lado opuesto, un metro detrás de McVey, sosteniendo la Magnum con las dos manos al estilo militar, Noble esperaba, preparado.
McVey respiró hondo y cogió el pomo. Lo giró y empujó suavemente. La puerta se abrió unos centímetros y se detuvo. En el interior sólo distinguían parte de una lámpara de pie rococó y el borde de un sillón.' Desde una radio, con el volumen bajo, llegaban los aires de un vals de Strauss.
– Cadoux -llamó McVey en voz alta.
Nada, excepto los acordes del vals.
– Cadoux -repitió McVey.
No hubo respuesta.
McVey le lanzó una mirada a Remmer y le dio un fuerte empujón a la puerta, que se abrió lo suficiente para ver a Cadoux sentado en el sillón frente a ellos. Vestía una chaqueta deportiva de pana oscura sobre una camisa azul y llevaba el nudo de la corbata aflojado. Una mancha púrpura se había extendido sobre la parte visible de la camisa y la corbata mostraba tres agujeros uno detrás de otro.
McVey se incorporó y miró a ambos lados del pasillo. Las puertas de las cinco habitaciones restantes estaban cerradas y no se filtraba luz por debajo de ninguna. El único ruido era la radio en la habitación de
Cadoux. McVey apuntó con su 38, permaneció en el umbral y abrió la puerta hasta el final con la punta del zapato. Vieron una cama doble con un mueble barato al lado. Más allá había una puerta parcialmente abierta que daba al cuarto de baño a oscuras. McVey miró a Littbarski por encima del hombro y éste apretó la escopeta y asintió con un gesto de cabeza. Luego miró a Remmer al otro lado de la puerta y a Noble a su izquierda.
– Cadoux está muerto. Le han disparado -anunció Remmer por el micrófono que llevaba en la solapa.
En la recepción, Holt retrocedió para cubrir la puerta de entrada con la Uzi. En el callejón de atrás, Seidenberg pestañeó para aclarar su visión y se sumergió en la oscuridad detrás de la encina, cubriendo la puerta de atrás y el callejón. Kellerman volvió a enfocar los prismáticos en la ventana.
– Vamos a entrar en la habitación -dijo Remmer transmitiendo a todos los receptores. Los hombres estaban tensos, con la súbita premonición de que algo estaba a punto de suceder.
Littbarski se quedó en medio del pasillo cuando McVey entró en la habitación. De pronto todo se iluminó con un destello más potente que el sol.
– ¡Cuidado! -llegó a exclamar.
Se oyó una explosión atronadora. Littbarski fue barrido por el impacto, al mismo tiempo que la ventana de la 412 se desplomaba violentamente hacia el callejón arrastrando el marco. Siguió inmediatamente una bola de fuego que se elevó en un rugido hacia el cielo, arrastrando una cola de humo negro.
En ese mismo momento, la puerta del cuarto de la recepcionista se abrió y Anna entró en el salón.
– ¿Qué ha sido eso? -le preguntó a Holt alarmada.
– ¡Vuelva dentro! -chilló él mirando cómo caía polvo y trozos de yeso desde arriba. De pronto Holt se dio cuenta de que Anna ya no llevaba las gruesas gafas. Cuando volvió a mirarla, era demasiado tarde. La pistola que sostenía era un calibre 45 de asalto, con silenciador enroscado en el cañón.
Pttt. Pttt. Pttt.
La pistola se le sacudió en la mano cuando Holt se tambaleó hacia atrás. Intentó levantar la Uzi pero no lo logró. Cayó con la mandíbula y el lado derecho de la cara destrozados.
McVey estaba tendido de espaldas dentro de la habitación, rodeado por el fuego. Oyó que alguien gritaba, pero no supo quién era. Y luego, a través de las llamas, vio a Cadoux por encima de él. Sonreía y llevaba una pistola en la mano. McVey rodó sobre sí mismo, levantó el arma y disparó dos veces. Vio a Cadoux, a quien le quedaba sólo la parte superior del torso. La pistola en la mano era parte de otra cosa que no alcanzaba a distinguir.
– ¡Ian! -gritó intentando incorporarse. El calor era insoportable-. ¡Remmer!
En algún lugar, por encima del rugido de las llamas, creyó oír los disparos de un arma automática seguidos de una descarga de la escopeta de Littbarski. Se apoyó en el suelo intentando situarse y ver dónde estaba la puerta. De pronto alguien lanzó un quejido y tosió cerca de él. Protegiéndose del calor y el fuego con el brazo en alto, se acercó. Tardó una fracción de segundo en ver a Remmer, asfixiado y tosiendo por el humo, intentando incorporarse sobre una rodilla. McVey se le acercó, le cogió del codo y lo ayudó a levantarse.
– ¡Manny! ¡Levántate, venga!
Farfullando de dolor, Remmer se puso de pie y McVey lo condujo a través del humo hacia donde debía de estar la puerta. Salieron de la habitación al pasillo. Littbarski estaba en el suelo y la sangre le fluía de una línea de orificios en el pecho. Un poco más allá, vieron lo que quedaba de una mujer joven. A unos metros había una ametralladora. El disparo de Littbarski la había decapitado.
– ¡Jooder! -McVey estaba asombrado. De pronto vio que las llamas se propagaban al pasillo y comenzaban a subir por las paredes. Remmer volvió a caer sobre la rodilla con el rostro retorcido por el dolor. Tenía el antebrazo izquierdo colgando hacia delante y en la muñeca una flexión que no era natural.
– ¿Dónde diablos está Ian? -Gritó McVey, y se dirigió nuevamente a la habitación-. ¡Ian, Ian!
– McVey -dijo Remmer apoyándose contra la pared para incorporarse-. ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo!
– ¡Ian! -volvió a gritar McVey en medio de la espesa humareda y del infierno que arrasaba la habitación.
Remmer cogió a McVey por el brazo y comenzó a tirar de él hacia el pasillo.
– ¡Venga, McVey! ¡Hostia! ¡Déjalo! ¡Él haría lo mismo!
McVey le clavó la mirada a Remmer. Tenía razón. Los muertos estaban muertos y que se los llevara el diablo. En ese momento oyeron un ruido sordo en el suelo y vieron a Noble arrastrándose cerca de la puerta. Se le estaba quemando el pelo y las llamas habían prendido en la ropa.
Dos disparos con un rifle telescópico Steyr-Mannlicher, provenientes de la azotea del edificio al otro lado del callejón, habían neutralizado a Kellermann y Seidenberg. Después de deshacerse del Steyr-Mannlicher, Viktor Shevchenko cogió la Kalashnikov y subió las escaleras rápidamente para ayudar a Natalia y a Anna a terminar con lo que hiciera falta. Pero, al igual que Anna, Shevchenko no contaba con la aparición de otra persona. Osborn había salido corriendo nada más oír la explosión y llevaba consigo la CZ de Bernhard Oven.
Al abrir la puerta del coche, Osborn tuvo el primer encuentro con un viejo que se encontraba fuera. El momento de desconcierto que siguió le dio a Osborn una fracción de segundo para percatarse de que el viejo empuñaba una pistola y tuvo el reflejo de apoyarle la CZ en el vientre y disparar a bocajarro. Corrió la media manzana hasta el hotel y entró a toda velocidad en la sala de recepción, justo en el momento en que Anna le daba a Holt el tiro de gracia. Al verlo, Anna se volvió y disparó una ráfaga en su dirección. Sin otra alternativa, Osborn permaneció donde estaba y apretó el gatillo. El primer disparo le dio a ella en el cuello y el segundo le rozó el cráneo y la hizo girar, lanzándola de cabeza contra la silla junto a Holt.
Con las orejas aún silbándole por el estruendo de los disparos, Osborn se volvió, impulsado por una intuición. En ese momento entraba Viktor por la puerta con la Kalashnikov por delante. Vio a Osborn pero no fue lo bastante rápido y Osborn le encajó tres tiros en el pecho antes de que pudiera cruzar el umbral. Durante un segundo, Viktor se quedó parado, inmóvil, sorprendido al reconocer a Osborn como autor de los disparos, sin sospechar que algo así pudiera suceder tan rápido. La mirada se trocó en expresión de incredulidad y cayó hacia atrás, intentó cogerse de la balaustrada y desapareció por las escaleras hacia la calle.
En medio del penetrante humo de los disparos flotando en el aire, Osborn vio desaparecer a Viktor, volvió adentro y miró a su alrededor. Todo parecía distorsionado, como si hubiera penetrado en una estructura extraña y sangrienta. Holt estaba tendido de lado junto a la chimenea. Anna, su asesina, yacía boca abajo, casi arrodillada junto a él. Con la falda obscenamente levantada por encima de la cintura, quedaban al descubierto unas medias ajustadas a media altura y, más arriba, un muslo carnoso y blanco. La brisa fresca que entraba por la puerta intentaba limpiarlo todo pero no lo conseguía. En el transcurso de unos instantes, Osborn había matado a tres personas, una de ellas una mujer. Intentaba encontrarle un sentido sin lograrlo. Finalmente, en la distancia, oyó las sirenas.
En ese momento, como un latigazo, recuperó la noción de tiempo real.
Un sonido metálico a su derecha fue seguido de un ruido sordo. Osborn se volvió y vio que la puerta del ascensor se abría. Con el corazón en la boca retrocedió preguntándose si le quedaban balas. De pronto asomó una figura.
– Haití -gritó intentando desesperadamente pensar en alemán, con el dedo apoyado en el gatillo y el siniestro cañón apuntando para disparar.
– ¡Osborn, por todos los cielos! ¡No dispare! -escuchó el alarido de McVey y luego los vio salir tambaleándose del ascensor, con arcadas y tosiendo, luchando para respirar aire puro. McVey y Remmer ensangrentados, con la ropa hecha jirones y apestando a humo, salieron sosteniendo a Noble, horriblemente quemado y medio inconsciente.
Osborn se dirigió a ellos sin titubear. Miró a Noble más detenidamente y no pudo dejar de hacer una mueca.
– Déjenlo en una silla. Con cuidado.
McVey tenía los ojos irritados y al acercarse a Osborn le clavó la mirada.
– Haga sonar la alarma -dijo despacio, como para asegurarse cabalmente de que le entendía-. La planta de arriba está en llamas.