Capítulo 139

McVey insistió en hablar con Remmer y finalmente lo consiguió. Eran las dos menos cuarto de la tarde.

– ¿Dónde diablos se ha metido Osborn?

Remmer hablaba desde Estrasburgo y había electricidad estática en la línea.

– No lo sé -se escuchó la voz en medio de interferencias.

– ¡Remmer! ¡Ese hijo de puta se ha largado con mi chapa, mis credenciales de Interpol y mi revólver! ¿¡Dónde cono se ha metido!?

La electricidad estática aumentó, se oyó una intensa distorsión, tres acordes de Beethoven y el tono de marcar. Enfurecido, McVey colgó.

– ¡Maldita sea!

Un rayo de sol cortaba la plataforma en un ángulo agudo cuando el tren entró pausadamente en la estación de Interlaken. Los aceros entrechocaron chirriando y el tren se detuvo. Del primer vagón bajó un revisor seguido de tres chicas con uniforme escolar. Del segundo vagón bajaron unas seis personas de aspecto anodino, que luego cruzaron el andén y entraron en la estación. Unos veinte americanos aficionados al ferrocarril bajaron del tercer vagón en medio de un jolgorio y se alejaron en grupo. Después todo quedó en silencio. El tren, detenido entre las moles imponentes de los Alpes, parecía un juguete abandonado. Al otro lado de la estación, alguien bajó y apoyó el pie en el canto rodado junto a la vía. Después de vacilar un instante, puso un segundo pie en tierra. Era Osborn, que se volvió y caminó rápidamente a lo largo del tren hasta el final. Dio la vuelta alrededor del vagón de cola y miró en todas direcciones. El andén estaba vacío y la vía también. Volvió a palpar el revólver en la cintura. Era indudable que en el andén de Berna, Von Holden lo había reconocido, y tampoco cabía dudar de que sabría que Osborn viajaría en el próximo tren. Pensándolo bien, deseó no haber seguido el consejo del revisor en-Berna. El único resultado que había conseguido la llamada por altavoz era hacerle saber a Von Holden que lo seguían. ¿Pensaba que sería tan tonto como para responder la llamada? Había sido un error, como lo había sido llamar la atención al correr hacia el tren de Interlaken. Un tercer error de ese calibre podía costarle la vida.

Oyó el silbato de un tren en la distancia. Los altavoces anunciaron la salida del tren del Jüngfraujock. Si lo perdía, pasarían treinta minutos antes del próximo tren y le daría a Von Holden una hora de ventaja, el doble de la que ya tenía. A menos que ahora estuviese allí, en una esquina, esperándolo.

Se repitió el aviso de la salida al Jüngfraujock. Para alcanzar el tren, tenía que cruzar hasta el otro lado de la estación. Si Von Holden lo esperaba allí, también lo vería. La única ventaja de Osborn era el momento, media tarde, y que se encontrara a plena luz y en un lugar público, una pequeña estación de ferrocarril. Von Holden tendría que ser muy osado para creer que escaparía impunemente. Sin embargo, ¿no era precisamente eso lo que había sucedido con su padre?

Volvió a mirar a todos lados, salió de detrás del vagón, cruzó el andén y caminó hacia el otro lado de la estación. Se desplazó a paso rápido, con la chaqueta abierta y la mano cerca del revolver, con todos los sentidos alerta. El movimiento de una sombra, un paso a su espalda, alguien que apareciera repentinamente en el umbral de una puerta. De pronto recordó París y al hombre alto tirado sobre la acera de Montparnasse fuera de La Coupole, y luego vio a McVey levantando la pernera del pantalón para descubrir las prótesis con que cambiaba de estatura. ¿Tendría Von Holden los mismos recursos o tal vez otros, más complejos e ingeniosos?

Osborn permaneció en el espacio abierto, donde cualquiera podía verlo. Pasó junto a un anciano que caminaba con dificultad sirviéndose de un bastón, y se preguntó si llegaría a vivir tanto tiempo.

¡Un anciano con un bastón!

Osborn se dio media vuelta veloz, con la mano bajo la chaqueta, preparado para desenfundar y disparar. Pero el anciano era un viejo auténtico y seguía tranquilamente su camino. Con el aviso del silbato, Osborn se volvió. Más adelante divisó a los americanos aficionados al ferrocarril, que también se dirigían hacia el tren del Jungfraujock. Si los alcanzaba, podría mezclarse con ellos.

– Achtung, Achtung! Doctor Osborn. Telepbon, bitte! -resonaron los altavoces en el recinto de la estación. Osborn se detuvo como paralizado por un rayo. Von Holden no sólo sabía que estaba allí, sino también su nombre.

– Doctor Osborn, de Estados Unidos, ¡acuda al teléfono, por favor!

Osborn miró a su alrededor en busca de los teléfonos. Los vio al final del edificio. Las dos cabinas, situada una contra la otra, estaban vacías. Tuvo el impulso de preguntarle a alguien dónde se encontraba la operadora del altavoz, pero no tenía tiempo. A través de la puerta abierta, vio a los últimos americanos subir al tren. ¿Qué tramaba Von Holden? Tal vez estaba apostado en algún punto con un rifle de largo alcance apuntando a las cabinas. ¿O se trataba de un explosivo de alta tecnología preparado para detonar al levantar el teléfono o por control remoto, como la explosión del hotel Borggreve? El último aviso de la salida del tren del Jungraujoch fue seguido de inmediato por el anuncio de una llegada. Luego volvieron a llamarlo a él. Fuera, los revisores pedían a los últimos pasajeros del tren al Jungfraujock que se dieran prisa.

«¡Tienes que pensar! ¡Piensa! -Se dijo Osborn-. No conoces la estación del Jungfraujock ni lo que Von Holden piensa hacer al llegar allá. Si se trata de un truco y pierdes el tren, te llevará una hora de ventaja. Tiempo suficiente para escapar definitivamente, ahora que has llegado tan cerca. Pero si aún está aquí espiando y subes al tren, sólo tiene que esperar que parta y quedará libre, porque cogerá el próximo en dirección contraria y no volverás a verlo mientras vivas. Tal vez no habría decidido venir al Jungfraujock, para empezar. ¿Y qué pasaría si no fuese así? Jungfraujock es la última parada. Si es allí adonde se dirige con relación a Berghaus, piensa por qué. ¿Con qué objetivo? Si ha cargado con lo que sea en esa bolsa desde Berlín hasta Interlaken (sobre todo después de escapar del incendio en Charlottenburg y de matar a los policías de Frankfurt, es que se trata de algo muy importante, incluso algo vital para la Organización. Si es así, podría ser que tuviera que entregársela a alguien en el Jungfraujock. En ese caso, ¿qué sería más importante? ¿La misión o el hombre que intenta detenerla en solitario? Si me mata, no puede ir más lejos. Pero si algo va mal o es apresado, entonces su misión termina aquí.»

– ¡Atención, doctor Osborn! ¡Acuda al teléfono, por favor!

«¡No! ¡No caigas en la trampa! ¡Es él quien te llama, pero es un truco! ¡Seguro que se ha ido en el último tren!» Osborn decidió moverse repentinamente. En un par de zancadas llegó a la puerta y comenzó a correr para alcanzar el tren. Un momento más tarde estiró la mano, se agarró al pasamano del último vagón y saltó a bordo. El tren partió casi de inmediato. A su espalda, el paisaje de las pintorescas aldeas de Interlaken, con sus macetas de geranios germinando en alegres colores, se nubló poco a poco. El tren comenzó a ascender y Osborn vio el rojo y el amarillo intenso de las hojas otoñales y, más allá, a medida que subían, las aguas profundas y azules del lago Thun.


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