St.ritmemim
Vera había intentado comunicarse con Paul Osborn desde las tres de la tarde. Había llamado cuatro veces sin obtener respuesta. Por quinta vez llamó a recepción y preguntó si por algún motivo el señor Osborn se había marchado del hotel. La respuesta fue no. ¿Tal vez alguien lo había visto durante el día? El recepcionista la comunicó con el conserje del hotel, y ella volvió a preguntar lo mismo. Un ayudante del conserje dijo que había visto al señor Osborn aquella tarde pasar de la recepción hacia los ascensores y que seguramente se dirigía a su habitación. Cierta inquietud que Vera había relegado conscientemente a segundo plano se hizo patente ahora como temor.
– He llamado a su habitación varias veces y no me responden. ¿Podrían mandar a alguien para asegurarse de que está bien? -preguntó. No quería pensar en la sucinilcolina ni en los experimentos que Osborn estaba llevando a cabo.- Estaba segura de que como médico Osborn era muy competente, conocía perfectamente su trabajo y sabía por qué lo hacía. Pero cualquiera podía cometer un error y la sucinilcolina era una droga con la que no se podía jugar. Una sobredosis por accidente bastaría para ahogarse.
Vera colgó y miró el reloj. Eran las siete menos cuarto de la tarde.
Diez minutos más tarde sonó el teléfono. El conserje del hotel le comunicó que el señor Osborn no estaba en su habitación. El empleado vaciló un momento y luego preguntó si se trataba de un pariente. A Vera se le aceleró el pulso.
– Soy una amiga. ¿Qué sucede? -preguntó.
– Parece ser que… -dijo el conserje titubeando buscando la palabra adecuada-, parece ser que ha habido algunas «dificultades» en la habitación del señor Osborn. Hay muebles que han sufrido ciertos percances.
– ¿Percances? ¿Dificultades? ¿De qué está hablando?
– Señorita, si fuera tan amable de darme su nombre. Ya hemos llamado a la policía. Puede que quieran hablar con usted.
Los inspectores Barras y Maitrot de la Prefectura Central de Policía de París habían recibido la llamada de la administración del hotel en la que se informaba que había ciertos signos de desorden en la habitación de un cliente, un médico americano registrado con el nombre de Paul Osborn. Ninguno de los dos supo qué pensar. La cadena del lado interior de la puerta estaba destrozada, al parecer por alguien que había forzado la entrada. La habitación estaba enteramente patas arriba. La gran cama doble se había desplazado a un lado y había una mesa en el suelo. Una botella de Johnny Walker etiqueta negra, al lado, estaba milagrosamente intacta. Una lámpara junto a la cama colgaba a unos centímetros del suelo. Había caído de la mesa pero el cable la había detenido justo antes de estrellarse contra el suelo.
La ropa de Osborn aún estaba en la habitación, al igual que su neceser de aseo y su maletín con documentos profesionales, sus cheques de viaje y su billete de avión, y un bloc de notas del hotel con varios números de teléfono. En el suelo, debajo de la televisión, había una edición del periódico del día abierto en la página de espectáculos. Había un cine del Boulevard des Italiens marcado con un círculo.
Barras cogió el bloc de notas del hotel y se sentó a mirar los números de teléfono.
Reconoció uno de ellos de inmediato, el suyo, en las oficinas de la prefectura. Otro número correspondía a una agencia de alquiler de coches. Habría que buscar los otros cuatro números. Uno de ellos correspondía a Kolb International. Otro, a un cine de arte y ensayo en el Boulevard des Italiens, el mismo que había marcado en el periódico. El tercer número era de un piso en la isla Saint Louis y tenía como abonado a Vera Monneray, el mismo nombre y número que había dado el conserje del hotel. El último número correspondía a una pequeña panadería situada en los aledaños de la estación del Norte.
– ¿Sabes qué es esto? -Barras levantó la mirada. Maitrot salía del cuarto de baño con un frasquito entre el pulgar y el índice. A pesar de que no había pruebas de que se hubiera cometido un delito, era la habitación de Paul Osborn y había suficiente desorden para despertar las sospechas de los inspectores. Barras y Maitrot se habían puesto guantes de hule para no borrar las huellas dactilares y para no alterar la escena de los hechos con su mera presencia.
Barras cogió la botella de manos de Maitrot y la observó minuciosamente.
– Cloruro de sucinilcolina -leyó en la etiqueta. Se la devolvió a su colega negando con la cabeza-. No tengo idea de lo que es. Pero es una receta de París. Localiza la procedencia -dijo.
En ese momento, un policía uniformado entró en la habitación acompañando al conserje del hotel. Vera estaba junto a él.
– Señores, ésta es la dama que ha llamado por teléfono.
Paul Osborn no sabía nada más que de oscuridad y humedad. Estaba tendido boca abajo sobre la arena. Al volver en sí no sabía ni del lugar ni la hora. Escuchó el rugido de las aguas y se alegró de haber escapado a la corriente. Exhausto, sintió que el sueño lo vencía sumiéndolo en una oscuridad aún más negra que la que lo rodeaba y de pronto se dio cuenta de que era la muerte, que si no hacía algo rápidamente, moriría.
Levantó la cabeza y lanzó un grito pidiendo ayuda. Pero no había más que silencio y el fluir de la corriente. ¿Quién lo iba a escuchar, de todos modos, en la oscuridad cerrada de la noche, perdido quién sabe dónde? Pero el miedo de morir y el esfuerzo del grito habían estimulado su ritmo cardíaco y se le despertaron los sentidos. Sintió el dolor por primera vez, una pulsación dolorosa en el dorso del muslo izquierdo. Se dobló para tocársela y palpó la sangre tibia y pegajosa.
– Maldita sea -gruñó entre dientes.
Se levantó sobre los codos e intentó situar dónde estaba. El suelo era blando, una mezcla de musgo y arena suelta. Estiró la mano izquierda y tocó el agua. Se volvió hacia la derecha y sintió que con el rostro rozaba algo parecido a un árbol caído. Había llegado a la orilla de alguna manera, gracias a su propia fuerza o arrojado por la corriente. Inmediatamente después recordó al hombre del embarcadero. El hombre alto del sombrero que, indudablemente, les había disparado a ambos. De pronto se le ocurrió que tal vez aquel hombre lo había seguido y esperaba oculto a que el tiempo acabara lo que él había empezado. Osborn no sabía cuan graves eran sus heridas, cuánta sangre había perdido ni si lograría levantarse. Pero tenía que intentarlo. No podía quedarse donde estaba aunque el hombre alto estuviera en las cercanías, porque era seguro que se desangraría hasta morir.
Se arrastró y buscó un asidero en el árbol caído. Con una mano se acercó. Un dolor cortante lo recorrió y dejó escapar un grito sin darse cuenta. Mientras se recuperaba no se movió, con todos los sentidos alerta. Si el hombre alto se encontraba en las cercanías, el grito lo conduciría directamente hasta él. Aguantó la respiración pero sólo oyó el fluir del río.
Se desabrochó el cinturón y se lo sacó, se lo colocó en el muslo izquierdo por encima de la herida y lo cerró. Buscó un palo, lo introdujo en el cinturón y le dio vueltas hasta que el cuero se tensó como un torniquete. Transcurrió casi un minuto hasta que empezó a sentir que perdía sensibilidad y el dolor disminuía. Sujetó el torniquete con la mano izquierda y se arrastró hasta el árbol con la derecha. Debatiéndose logró colocar su pierna sana debajo y se levantó al cabo de un momento. Volvió a detenerse para escuchar. Sólo oyó el agua que fluía río abajo.
Buscó a tientas en la oscuridad y encontró una rama seca del grueso de su muñeca, y la quebró. Sintió un peso en el bolsillo de la chaqueta. Se apoyó en el árbol, hurgó en él y sus dedos se cerraron sobre el acero de la pistola automática que le había quitado a Henri Kanarack. Se había olvidado de ella y le sorprendió que no la hubiera perdido en su periplo por las aguas. No tenía la menor idea de si funcionaba o no. De todos modos, el solo hecho de sostenerla le ofrecía una ventaja sobre muchas personas. Tal vez podía incluso ganar algo de tiempo frente al hombre alto. Cogió la rama y, sirviéndose de ella como muleta y bastón a la vez, comenzó a caminar en la oscuridad alejándose del río.