Capítulo 46

– Siempre les digo a los chicos que no duele. Sólo un pequeño tirón bajo la piel -dijo Osborn mientras Vera introducía en una jeringa los 5 ml de la dosis de antitétanos-. Ellos saben que miento y yo sé que miento. No sé por qué se lo digo.

Vera sonrió.

– Se lo dices porque es tu trabajo. -Sacó la aguja, la quebró, envolvió la jeringa en papel higiénico, hizo lo mismo con el frasco y lo metió todo en el bolsillo de la chaqueta-. La herida está limpia y curándose bien. Mañana empezaremos con tus ejercicios.

– ¿Y luego, qué? No puedo quedarme aquí el resto de mi vida -dijo Osborn, malhumorado.

– Tal vez termines deseándolo -dijo ella, y dejó caer un periódico sobre la cama. Era la última edición de Le Fígaro-. Mira la segunda página.

Osborn lo abrió y observó dos fotos ampliadas y de textura granulosa. Una de ellas era la suya en la foto de fichaje de la policía de París. En la segunda, la policía transportaba un cadáver cubierto con una manta por una inclinada pendiente junto al río. Entre ambas había un texto en francés: «Médico americano sospechoso del asesinato de Albert Merriman.»

Vale, o sea que habían encontrado el Citroen y sus huellas. Ya sabía que sucedería. No había por qué sorprenderse. Pero…

– ¿Albert Merriman? ¿De dónde habrán sacado eso?

– Era el verdadero nombre de Henri Kanarack. ¿Sabías que era americano?

– Podía haberlo imaginado, por su acento.

– Era un asesino profesional.

– Eso me dijo -dijo Osborn, y de pronto vio a Kanarack mirándolo en medio de la corriente, aterrorizado por la idea de que Osborn le administrara otra dosis de sucinilcolina. Oyó el grito de pánico que había lanzado Kanarack como si estuviera en la habitación junto a él en ese momento.

– Me pagaron…

Osborn volvió a sentir el impacto de la incredulidad. Su padre fríamente asesinado por una historia de negocios.

– Erwin Scholl -había dicho Kanarack.

– ¡No! -gritó Osborn.

Vera lo miró, sorprendida. Osborn tenía la mandíbula tensa y la mirada perdida en el vacío. -Paul…

Osborn se volvió y deslizó las piernas hacia el borde de la cama. Algo inseguro logró ponerse de pie vacilante, blanco como una hoja de papel, con la mirada totalmente ausente. El sudor se le acumuló en la frente y el pecho se le agitaba ruidosamente a cada aliento. Empezaba a sentir el efecto de todo lo sucedido. Estaba a punto de desmoronarse y lo sabía pero no podía hacer nada para remediarlo.

– Paul… -murmuró Vera, y se acercó a él-. No pasa nada, no pasa nada-Volvió rápidamente la cabeza para mirarla y entrecerró los ojos. Vera estaba loca. Su razonamiento provenía del mundo exterior donde nadie entendía.

– ¡Ya lo creo que pasa! -exclamó, la voz enronquecida por la ira. Era la ira de un niño afligido-. Crees que puedo lograrlo, ¿no? Pues bien, resulta que no puedo.

– ¿Que no puedes lograr qué? -preguntó Vera, con voz calmada.

– ¡Ya sabes lo que quiero decir!

– No, no lo sé…

– ¡Y una mierda que no lo sabes!

– No…

– ¿Quieres que te lo diga?

– ¿Decirme qué?

– Que… que -balbuceó-, ¡que no podré encontrar a Erwin Scholl! Vale, ¡no podré encontrarlo! ¡Se acabó! ¡No pienso empezar todo desde el principio! ¡Así que no vuelvas a preguntar! ¿Me has entendido, Vera? ¡No me lo preguntes, porque no quiero! ¡Y no quiero porque no puedo!

De pronto vio que su pantalón colgaba del respaldo de una silla junto a la mesa de la ventana y quiso cogerlo. Dio un paso adelante pero la pierna herida no respondió y alcanzó a lanzar un grito. Vio que el techo giraba y luego cayó de espaldas contra el suelo. Durante un momento permaneció inmóvil. Luego oyó que alguien sollozaba y se le nubló la vista. Oyó que alguien decía: «sólo quiero ir a casa, por favor». Aquello lo confundió porque era su propia voz, aunque era una voz mucho más joven, ahogada por las lágrimas. Desesperado volvió la cabeza buscando a Vera, pero no vio más que una luz borrosa y gris.

– ¡Vera… Vera! -Gritó, aterrado de pronto con la idea de que le pasaba algo en los ojos-. ¡Vera!

En algún lugar no muy lejos oyó unos golpes sordos, un ruido que no reconoció. Luego sintió que una mano le acariciaba el pelo y se percató de que estaba apoyado contra el pecho de Vera y que el ruido sordo era el latido de su corazón. Al cabo de un rato sintió su propia respiración. Vio que ella estaba en el suelo junto a él desde hacía un rato, que lo sostenía y lo mecía suavemente en sus brazos. De todos modos no lograba tener una visión clara y no sabía por qué. Luego se dio cuenta de que lloraba.

– ¿Está seguro de que es éste el hombre?

Oui, monsieur.

– ¿Usted también?

Oui.

Lebrun dejó sobre su mesa las fotos de Osborn tomadas por la policía y miró a McVey.

Los inspectores habían abandonado el parque junto al río y volvían a la ciudad cuando recibieron la llamada. McVey había oído en francés los nombres de Osborn y Merriman pero no entendía de qué hablaban. Al terminar, Lebrun le explicó.

– Publicamos la foto de Osborn en el artículo sobre la muerte de Merriman en el periódico. El administrador de un campo de golf lo vio y se acordó de un americano parecido a Osborn que había salido del río cerca del campo de golf esta mañana. Lo convidó a café y lo dejó usar el teléfono. Pensó que podía tratarse del mismo hombre.

Ahora, mirando las fotos no había ninguna duda. Era Osborn el que había salido del río.

A Pierre Levigne, el administrador del club, lo había traído un amigo muy a su pesar porque Levigne no quería involucrarse. Su amigo intentó convencerlo. Se trataba de un asesinato y él podía verse envuelto en un buen lío si no informaba a la policía.

– ¿Dónde está ahora? ¿Qué ha sucedido con él? ¿A quién llamó? -preguntó McVey, y Lebrun tradujo al francés.

Levigne insistía en no hablar pero su amigo lo obligó. Finalmente se comprometió a hacerlo pero con la condición de que la policía no diera su nombre a los periódicos.

– Lo único que sé es que vino a recogerlo una mujer y que él se marchó con ella.

Dos minutos más tarde, después de agradecerle a Levigne y su amigo su gran sentido de responsabilidad cívica, los dejaron ir escoltados por un agente. Cuando se cerró la puerta, McVey miró a Lebrun.

– Vera Monneray.

Lebrun negó con la cabeza.

– Barras y Maitrot ya han hablado con ella. No había visto a Osborn y jamás había oído hablar de Albert Merriman o de su alter ego, Henri Kanarack.

– Venga, Lebrun. ¿Qué pensaba usted que iba a decir? -preguntó McVey, irónico-. ¿Registraron el piso?

Lebrun guardó silencio un momento.

– Era de noche y en aquel momento salía ella-dijo el inspector como si fuera evidente-. Hablaron con ella en la entrada del edificio.

McVey gruñó y levantó la mirada al techo.

– Lebrun, perdóneme que me entrometa en su modo de trabajar, pero resulta que han publicado la foto de Osborn en los periódicos y mientras la mitad de Francia lo anda buscando por todas partes, ¡usted me dice que nadie se molestó en registrar el piso de su amiga!

Lebrun respondió sin hablar. Levantó el teléfono y ordenó a un par de inspectores que buscaran en el área donde Osborn había salido del río para ver si encontraban el arma del crimen. Luego colgó y encendió un cigarrillo.

– ¿Alguien le preguntó adonde iba? -preguntó McVey, intentando controlar su mal genio.

Lebrun lo miró con expresión vacía.

– Dijo que salía en ese momento. ¿Adonde diablos iba?

Lebrun respiró profundamente y cerró los ojos. Aquello era un choque de culturas. Los americanos eran tan groseros… Además, ¡no tenían ningún sentido de la decencia!

– Déjeme que se lo explique de este modo, mon ami. Estamos en París y es sábado por la noche. La señorita Monneray tal vez iba, o tal vez no, a encontrarse con el Primer Ministro. En cualquier caso, supongo que los inspectores pensaron que era una falta de delicadeza preguntar.

McVey respiró profundo, se acercó a la mesa de Lebrun, apoyó las dos manos encima y lo miró desde arriba.

Mon ami, quiero que sepa que entiendo perfectamente cuál es la situación.

McVey tenía la chaqueta arrugada abierta y Lebrun podía ver la empuñadura de un revólver calibre 38 con la correa por encima del percutor, sujeto a la cartuchera a la altura de la cintura. A pesar de que la mayoría de los policías del mundo tenían pistolas de nueve milímetros con un cargador de diez o quince balas, McVey llevaba un sencillo Smith & Wesson. ¡Un juguete de seis balas!

A punto de jubilarse o no, mon dieu!, ¡McVey era un auténtico vaquero!

– Lebrun, con todo el respeto que le tengo a usted y a Francia, quiero atrapar a Osborn. Quiero hablar con él sobre Merriman. Quiero hablar con él de nuestros amigos decapitados, y si usted me dice, «McVey, ya lo ha hecho y ha dejado que se fuera», le diré, «Lebrun, quiero volver a hacerlo». Considerando eso y la caballerosidad y todo lo demás, diría que el camino más corto para encontrar a ese hijo de puta es a través de Vera Monneray, ¡y no me importa a quién coño se esté follando! Comprenez-vous?


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