Cuando abandonó el centro de la ciudad, Osborn no se dio cuenta, abrumado como estaba, con la mente y los sentimientos sumidos en una nebulosa. Intentaba separarlos y reflexionar sobre lo que acababa de ver. Quería concentrarse en el alcance y en los antecedentes de lo que Salettl había revelado, indignado por el dolor que el Tercer Reich había infligido al mundo, ¡y por la audacia de lo que habían intentado repetir! Quería gritar y condenar el horror de los campos de exterminio. Quería ver los rostros de los asesinos en el banquillo de Nuremberg y agregar los rostros de Scholl y Dortmund y de otros que sólo conocía de nombre. Quería saber si las incursiones clandestinas de la Organización en Francia habían llevado directamente a la muerte de Francois Christian.
También quería reconocer el singular peso con que Salettl había cargado durante tantos años, así como el siniestro heroísmo de su «solución final». Luego se indignaba contra él por no revelar algún detalle sobre la cirugía atómica o sobre los métodos para alcanzar temperaturas en el límite del cero absoluto. ¿Cómo habían procedido en cuestiones de cirugía? Para la medicina, para el dolor y el sufrimiento en el mundo, la revelación habría tenido un valor incalculable.
En algún momento se dio cuenta de que rodaba por la autopista de Santa Mónica en dirección a su casa. Era una hora punta y los coches avanzaban pegados unos a otros. Osborn llevaba puesto el piloto automático. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que había salido del cuartel general de la policía. Podría haber cogido hacia el norte o al este tan fácilmente como hacia el oeste. Habría sido igual. Luego se percató de que llegaba al final de la autopista y que se encontraba cerca del túnel McClure. Cruzó y salió a la autopista del Pacífico. Frente a él, las montañas de Santa Mónica parecían surgir del mar y luego el mismo Pacífico desaparecía en la «V» que dibujaba el sol poniéndose en el horizonte.
Le asaltó un súbito sentimiento de afecto por Mc-Vey. McVey le había enseñado la cinta con la esperanza de que aquello acabara con los demonios y que su alma descansara. Darle un sentido real y comprensible de lo que había sucedido donde antes sólo había fragmentos. Era un gesto generoso y decente, y Osborn habría querido decírselo, deseando que hubiera un modo de agradecérselo y hasta de quererlo, si era posible. Como un hijo podía amar al padre, aunque hubiesen estado reñidos durante gran parte de sus vidas.
Pero entonces sus pensamientos se fragmentaron en el torbellino de emociones que lo había embargado mientras miraba el vídeo y que lo arrastraba hacia el límite.
Era algo que había quedado fuera del mensaje de Salettl y que lo obligaba a confrontar realidades que no quería tocar. Era algo que McVey no sabría nunca. Ni Noble, ni Remmer, ni Vera, ni nadie, porque para Osborn no había manera racional de hablar de ello. Tal vez Salettl no lo había mencionado porque pensaba que ya había tomado las disposiciones necesarias, como había pasado con todo lo demás.
De pronto cayó en la cuenta de que los coches se habían detenido y tuvo que frenar bruscamente para no incrustarse en el de delante. Pasó un coche de policía seguido de dos camiones grúa por el carril del centro. Seguro que más adelante había un accidente y se bloquearía el tráfico durante horas. No podía quedarse allí sentado tanto tiempo, porque lo único que podía escuchar en ese momento era su discurso interior o se volvería loco. Tenía que salir de allí. Avanzar y no dejar de avanzar.
Miró por encima del hombro y vio que el carril del centro estaba vacío. Aceleró de golpe, adelantó al coche que tenía delante, giró en redondo y regresó por donde había venido. Al cabo de un rato giró a la derecha y entró en un aparcamiento frente a la playa. Se quedó mirando el océano un rato largo.
Bajó, con las muletas por delante, y luego se incorporo hasta que se sostuvo de pie. Dejó la puerta abierta y las llaves en el contacto y descendió a la playa. Las muletas se hundieron y le costó avanzar. No importaba. Sólo importaba el movimiento y siguió caminando por la playa hacia las rocas. Se le llenaron los zapatos de arena, se los arrancó y los dejó caer. Tocó la arena dura y húmeda de la orilla y luego el agua. Se dejó caer de rodillas apoyándose en las muletas y la espuma leve le empapó los pantalones.
La audacia de todo el asunto era que alguien pudiera llegar a concebir todo aquello y luego llevarlo a cabo.
Habían pasado treinta años y la muerte de su padre dejaba de ser un misterio. No se trataba, desde luego, de un final que él hubiera imaginado o previsto, ni siquiera en sus momentos más sombríos. Si no hubiera sido por el vídeo de Salettl, todo habría seguido siendo una extensión de lo que había vivido en el Jungfrau y que había aceptado como un sueño, una alucinación gestada en los horrores de su imaginación.
Ahora, después de haber visto aquello, no cabía duda de que lo suyo no era ningún sueño. Era algo real. Y no sólo aclaraba la razón oculta de la muerte de su padre sino que también explicaba el viaje de Von Holden al glaciar y la guarida en la profundidad del hielo.
Oyó la voz de Salettl.
– Habíamos criado a dos jóvenes… producto de la ingeniería genética, arios puros de nacimiento… veinticuatro años… entre los más finos especimenes vivos de la raza… que sería elegido… preparado para la intervención quirúrgica…' el Mesías del nuevo Reich…
– ¡Oiga, señor, se está mojando! -gritó un chico cerca de la orilla. Pero Osborn no oía nada. Ahora estaba en el Jungfrau y Von Holden caía hacia él, y en los brazos aún sostenía la caja que había traído desde Berlín.
– Für Übermorgen! ¡Por la Aurora del Nuevo Día! -había gritado Von Holden, y la caja se le había escapado cuando su guardián caía por la pendiente, tragado por los hielos del glaciar como si un soplo de aire lo hubiera borrado de la existencia. La caja aterrizó cerca de donde Osborn yacía, sobre la nieve, y siguió dando tumbos impulsada por su propio peso. De pronto, se abrió y Osborn pudo ver lo que había en el interior. Antes de que cayera al abismo, Osborn vio con claridad qué era lo que Salettl no había mencionado. Osborn pensó que jamás podría contárselo a nadie porque no le creerían. Era la razón de ser de Übermorgen. Era la esencia que le insuflaba vida, su núcleo vital. Era la cabeza cercenada y totalmente congelada de Adolf Hitler.