El reloj de Osborn marcaba casi las dos y media de la madrugada, hora de Londres, jueves 13 de octubre. Eran las cuatro y media en Berlín.
Junto a él, en la oscuridad, veía a Clarkson vigilando el tablero de mandos de luces rojas y verdes del Beechcraft Baron y manteniendo la velocidad fija a poco más de trescientos kilómetros por hora. Atrás, McVey y Noble dormitaban cómodos, más parecidos a un par de abuelos que a unos inveterados inspectores de Homicidios. Más abajo, el Mar del Norte brillaba a la luz de la media luna, embravecido con la marea alta que azotaba la costa holandesa.
Al cabo de un rato viraron a la derecha y entraron en el espacio aéreo holandés. Cruzaron por encima del oscuro reflejo del Ijsselmeer y poco después giraron hacia el este por encima de los campos hacia la frontera alemana.
Osborn intentaba imaginarse a Vera encerrada en una casa de la campiña francesa. Pensó en una granja con una larga entrada de manera que los guardias armados podían divisar a una persona mucho antes de que se acercara. O tal vez no. Tal vez se trataba de una casa moderna de dos pisos junto a la vía del ferrocarril en un pueblo pequeño que veía pasar una docena de trenes al día. Una casa cualquiera, como miles de otras en toda Francia, de aspecto corriente, con un coche de cinco años aparcado a la entrada. Sería el último lugar donde se le ocurriría buscar a un agente de la Stasi.
Osborn también debió de haberse adormecido, porque lo primero que vio fue la luz lejana del amanecer en el momento en que Clarkson comenzaba a penetrar en un ligero manto de nubes. Vio el río Elba directamente abajo, oscuro y liso, como un faro dándoles la bienvenida, extendiéndose hacia delante hasta perderse de vista.
Siguieron el descenso bordeando la orilla sur a lo largo de otros treinta kilómetros hasta que en la distancia aparecieron las luces del poblado rural de Havelberg.
McVey y Noble se habían despertado y miraron el paisaje mientras Clarkson inclinaba el ala izquierda y bajaba abruptamente. Girando en redondo, redujo y bajó en un vuelo rasante casi silencioso sobre los campos envueltos en la penumbra. En ese momento, una señal en tierra parpadeó dos veces y luego se apagó.
– Bajemos -dijo Noble.
Clarkson asintió con la cabeza y enfiló el morro del aparato. Aceleró brevemente los motores de trescientos caballos y describió una abrupta curva a la derecha, volvió a reducir y bajó. Se oyó un ruido sordo cuando cayó el tren de aterrizaje, Clarkson estabilizó el aparato y sobrevoló las copas de los árboles. Delante de ellos apareció una franja de luces azules flanqueando una pista de césped. Al cabo de un minuto, las ruedas tocaron tierra, el morro del aparato bajó y la rueda delantera rozó el suelo. Las luces de aterrizaje se apagaron inmediatamente y se oyó un potente rugido del motor cuando Clarkson revirtió la potencia. Unos cien metros más allá, el Barón se detuvo.
– ¡McVey!
Al nombre, pronunciado con un marcado acento alemán, siguió una risa sonora cuando McVey bajó y pisó la hierba mojada de rocío de los bosques del Elba, unos cien kilómetros al noroeste de Berlín. McVey sintió el abrazo poderoso de un hombre descomunal vestido con vaqueros y cazadora de cuero.
El teniente Manfred Remmer, de la Bundeskriminalamt, la policía federal alemana, medía más de metro noventa y pesaba más de cien kilos. Remmer era un tipo franco y extrovertido, y con diez años menos podría haber jugado de defensa lateral en cualquier equipo de liga profesional de rugby. Aún era un hombre sólido y de gran destreza física. Estaba casado y tenía cuatro hijas. A sus treinta y siete años, conocía a McVey desde hacía doce cuando, aún inspector novel, fue enviado al departamento de policía de Los Ángeles en el marco de un programa de intercambio internacional.
En Los Ángeles lo asignaron a una patrulla durante tres semanas en la sección de robos y homicidios y durante ese período tuvo a McVey como compañero. En esas tres semanas, el recluta Manfred Remmer estuvo presente en seis sesiones judiciales, nueve autopsias, siete detenciones y veintidós sesiones de interrogatorios. Trabajó seis días a la semana y quince horas al día. Siete de esos días no estaban pagados y tuvo que dormir en un sofá del apartamento de McVey en lugar de la habitación de hotel de que disponían para casos urgentes. En los dieciséis días que trabajaron él y McVey, detuvieron a cinco narcotraficantes con órdenes de captura por asesinato y siguieron la pista, detuvieron y obtuvieron una confesión completa de un hombre acusado de matar a ocho mujeres jóvenes. Hoy día, ese hombre, Richard Homer, espera el día de su ejecución en la quinta galería de la prisión de San Quintín, después de haber agotado a lo largo de una década todos los recursos de apelación posibles.
– Me alegro de verte, McVey. Me alegro de verte en forma y de que hayas venido -dijo Remmer mientras conducía a toda velocidad un Mercedes Benz camuflado. Salieron del bosque hacia un camino de tierra-. Me he enterado de ciertas cosas a propósito de tus amigos en Interpol, Herr Klass y Halder. No ha sido fácil pillarlos. Prefería decírtelo en persona y no por teléfono… ¿Podemos hablar? -preguntó mirando por encima del hombro a Osborn, sentado atrás junto a Noble.
– Sí, se puede -dijo McVey guiñándole un ojo a Osborn. Ya no había necesidad de seguir manteniéndolo al margen de lo que estaba sucediendo.
– Herr Hugo Klass nació en Munich en 1937. Después de la guerra viajó con su madre a Ciudad de México. Luego emigraron a Brasil, Río de Janeiro y Sao Paulo. -Remmer hizo botar el coche al pasar sobre un enrejado de desagüe y aceleró al llegar al tramo pavimentado. El cielo comenzaba a despejarse y brillaba suavemente sobre el perfil barroco de los edificios de Havelberg.
– En 1958 -continuó-, Klass volvió a Alemania para ingresar en la fuerza aérea y más tarde en la Bundesnachrichtendienst, los Servicios de Inteligencia de Alemania Federal, donde adquirió su reputación como experto en huellas dactilares. Luego…
– Empezó a trabajar en el cuartel general de Interpol. Es exactamente lo mismo que nos dijo el MI6 -dijo Noble inclinándose sobre el asiento delantero.
– Muy bien -sonrió Remmer-. Ahora cuéntenos el resto.
– ¿El resto? Si eso es todo lo que hay.
– No hay más información. ¿No tiene historia familiar?
– Lo siento -dijo Noble tajante, y volvió a reclinarse en el asiento-. Es todo lo que sé.
– No nos deje en ascuas -dijo McVey, y se puso las gafas oscuras cuando aparecieron los primeros destellos de sol en el horizonte.
En la distancia, Osborn vio un Mercedes sedán gris que salía de un camino lateral hacia la carretera en el mismo sentido que ellos. Iba más lento que el coche de Remmer, pero cuando éste se acercó, aceleró y Remmer mantuvo cierta distancia por detrás. Al cabo de un momento vio que los seguía un coche de las mismas características. Osborn se volvió y vio a dos hombres en el asiento delantero. Entonces, por primera vez, se percató del fusil ametrallador en la cartuchera adosada a la puerta de Remmer, junto a su codo. Era evidente que los hombres que iban delante y detrás eran de la Policía Federal. Remmer no quería correr ningún riesgo.
– No se llama Klass de nacimiento. Se llama Haussmann. Durante la guerra su padre, Erich Haussmann, pertenecía al Schutzstaffel, la SS, número de identificación 337795. También perteneció a la Sicherheitsdienst es decir, la SD, los servicios de seguridad del partido nazi. -Remmer siguió al primer Mercedes hacia el sur en dirección a la Uberregiónale Fernverkehrsstrasse, la red de autopistas regionales. Los tres coches comenzaron a correr más rápido.
– Dos meses antes de que la guerra terminara, Herr Haussmann se esfumó. La señora Bertha Haussmann recuperó su apellido de soltera, Klass. La señora Haussmann no era una mujer adinerada cuando salió con su hijo de Alemania rumbo a Ciudad de México, en el 46. Sin embargo vivió en una villa con un cocinero y una empleada que llevó consigo cuando se marchó a Brasil.
– ¿Cree que los exiliados nazis le prestaron su apoyo después de la guerra? -preguntó McVey.
– Puede que sí. Pero ¿quién podría demostrarlo? Se mató en un accidente de coche en 1966 en las afueras de Río. De todos modos, se sabe que mientras vivieron en Brasil, Erich Haussmann la visitó a ella y a su hijo en al menos veinticinco ocasiones.
– Dice que el padre se «esfumó» antes de que terminara la guerra -dijo Noble volviendo a inclinarse hacia delante.
– Y viajó directo a América del Sur con el padre y el hermano mayor de Rudolf Halder, vuestro hombre en Interpol, Viena. Halder es el experto que ayudó a reconstruir las huellas dactilares de Albert Merriman a partir del cristal que se encontró en el piso del detective privado, Jean Packard. -Remmer sacó un paquete de tabaco de encima del tablero, lo sacudió, sacó un cigarrillo y lo encendió.
– EÍ verdadero nombre de Halder era Otto -dijo, y exhaló el humo-. Su padre y su hermano mayor pertenecían a la SS y a la SD, igual que el padre de Klass. Halder y Klass tienen la misma edad, cincuenta y cinco años. Vivieron sus años de formación en la Alemania nazi y además en el hogar de auténticos fanáticos del partido. Pasaron su adolescencia en América del Sur donde fueron educados, vigilados y financiados por exiliados nazis.
– ¿No me dirá que estamos ante una conspiración neonazi? -preguntó Noble, mirando hacia McVey.
– Es una idea interesante si se atan todos los cabos. A Merriman lo mata un agente de la Stasi un día después de que un hombre que ocupa un cargo estratégico, donde todos los días se revisan cientos de investigaciones policiales, descubre que está vivo. Luego viene la caza de la amiga de Merriman y la matanza de su mujer y toda su familia en Marsella. Intentan liquidar a Lebrun y a su hermano el día que comienzan a indagar en las actividades de Klass, que había solicitado la información sobre Merriman a la policía de Nueva York utilizando antiguos códigos de Interpol que mucha gente ni sabe que existen. Luego sabotean el tren en que viajábamos Osborn y yo. Matan a Benny Grossman en su propia casa en Queens el día después de que recopila y le transmite a Noble información sobre las personas que Erwin Scholl habría supuestamente matado hace treinta años. Tiene usted razón, Ian. Si atamos todos los cabos, parece obra de una unidad de espionaje, como una operación del KGB -resumió McVey, y miró a Remmer-. ¿Qué piensas tú, Manny? ¿Acaso la conexión de Klass nos indica que se trata de una historia de neonazis?
– ¿Qué diablos quieres decir con neonazis? -Inquirió bruscamente Remmer-. Andan por ahí rompiendo cráneos, los cabezas rapadas, y llevan patatas llenas de clavos en los bolsillos. Unos imbéciles que golpean a los inmigrantes y luego les queman los albergues y salen en todos los telediarios…
Remmer miró de McVey a Noble, y luego a Osborn. Estaba picado.
– Merriman, Lebrun, el tren de París-Meaux -dijo Remmer-, y Benny Grossman. Recuerdo que cuando llamé a Benny para preguntarle dónde me podía quedar cuando fui a Nueva York con mis hijas, me dijo «¡quédate en mi casa»! Tú dices KGB, pero yo debería decir que no se trata de neonazis ¡sino de neonazis que trabajan con antiguos nazis! Esto es una continuación del poder que asesinó a seis millones de judíos y destruyó Europa. Los neonazis son como el pezón de la teta, son una mierda. Por el momento son un fastidio, nada más. Pero debajo de la superficie, el mal aún está vivo en la cara de los empleados bancarios y de las camareras en los bares y ellos ni siquiera se enteran, como una semilla que espera el tiempo propicio, la mezcla propicia de elementos para volver a brotar. Si estuvieras como yo, en la calle y en los pasillos de la Alemania de hoy, ya lo sabrías. Nadie hablará de ello, pero está ahí, como el viento. -Remmer miró a McVey enfurecido, apagó el cigarrillo de golpe y volvió a mirar el camino.
– Manny -dijo McVey, tranquilo-. Me estoy dando cuenta de que estás empeñado en una guerra privada. La culpa y la vergüenza y todo lo que te ha echado encima otra generación. Lo que sucedió fue cosa de ellos, no tuya, pero de todos modos has caído en la trampa. Tal vez tenías que caer. Y no te discuto nada de lo que dices. Pero las emociones no son hechos.
– Tú quieres saber si tengo información de primera mano. Pues la respuesta es que no.
– ¿Y qué pasa con la Bundeskriminalamt o la Bundesnach no sé qué hostias, o como se pronuncie la Seguridad alemana?
Remmer miró hacia atrás.
– ¿Se han encontrado pruebas tangibles sobre un movimiento pronazi organizado lo bastante grande como para tener influencias? -preguntó.
– Tú me dirás.
– La respuesta es la misma. No. Al menos no por lo que sabemos mis superiores y yo, porque se suele hablar de ese tipo de cosas en los cuerpos de policía. La política del gobierno es estar je wachsam, lo cual significa siempre alerta y vigilante.
McVey lo miró fijamente un momento.
– Pero personalmente, ¿tú qué opinas, Manny? ¿Que la cosa es madura?
Remmer vaciló y luego asintió con la cabeza.
– No se hablará de ello. Cuando suceda, no se pronunciará la palabra nazi. Pero tendrán el poder, eso sí. Les doy dos o tres años, cinco a lo más.
Con esa profecía, los cuatro ocupantes del coche guardaron silencio y Osborn pensó en lo que Vera le había dicho sobre la dimisión de François Christian y la nueva Europa, cuando le habló de los recuerdos recurrentes de su abuela sobre la ocupación de Francia por los nazis, de la gente que era detenida y que nadie volvía a ver, de los vecinos que se espiaban unos a otros, lo mismo que las familias y, en todas partes, hombres armados. «Siento esa misma sombra ahora.» El sonido de su voz era tan claro como si estuviese sentada a su lado y el miedo que transmitía le heló los huesos.
Los coches disminuyeron la velocidad al llegar a las afueras de una pequeña ciudad. Osborn miró por la ventana y vio el sol de la mañana sobre los tejados. Las hojas de otoño cubrían las calles de rojos y dorados. Un grupo de chicos esperaba para cruzar una esquina y una pareja de viejos caminaba por la acera, la anciana apoyada en un bastón y con el otro brazo enfundado en el de su marido. Cerca de una intersección, un agente de tráfico discutía con un camionero y en todas partes los tenderos comenzaban a colocar sus mercancías en la acera.
Era difícil calcular el tamaño de la ciudad. Tal vez dos mil o tres mil habitantes que uno adivinaba en las calles laterales y en otros barrios que no se veían. ¿Cuántos otros pueblos como ése despertaban esa mañana en toda Alemania? ¿Cientos, miles? En los pueblos, las aldeas y las pequeñas ciudades la gente seguía ocupada en las cosas de todos los días, viviendo en algún punto entre el nacimiento y la muerte. ¿Acaso era posible pensar que esa gente añorara en secreto los desfiles a paso de ganso de las tropas de asalto vistiendo camisas ceñidas y brazaletes con esvásticas? ¿Acaso echaban en falta los golpes de las lustrosas botas y polainas pasando frente a todas las ventanas y puertas del país?
¿Cómo era posible? Esa terrible época llevaba medio siglo sepultada. El bien y el mal de la moral del nazismo era un objeto en desuso, un lugar común. La culpa y la vergüenza colectivas aún pesaban sobre las generaciones nacidas décadas después de que la conflagración hubiera llegado a su fin. El Tercer Reich y todo lo que representaba estaba muerto. Tal vez el resto del mundo querría recordar siempre, pero Alemania quería olvidar. De eso Osborn estaba seguro. Remmer tenía que estar equivocado.
– Tengo otro nombre para ti -dijo Remmer rompiendo el silencio-. Es el hombre que se ocupaba de que Klass y Halder gozaran de una posición solvente dentro de Interpol. Es su actual director de misiones, un antiguo inspector de la Prefectura de Policía de París. Creo que lo conoces.
– ¿Cadoux? ¡No, no puede ser! Lo conozco desde hace años.
Noble no cabía en sí de asombro. -Así es -dijo Remmer. Relajó la mano en el volante y encendió otro cigarrillo-. Cadoux.