Capítulo 16

– ¡Tú dime por qué! -Henri Kanarack estaba borracho. Pero no era el tipo de borrachera que le destroza a un hombre la cabeza y le turba la lengua y no lo deja ni pensar ni hablar coherentemente. Estaba borracho porque tenía que estarlo. Así iba la cosa.

Faltaba media hora para la medianoche, y Kanarack se sentaba y paseaba alternativamente por el pequeño piso de Agnés Demblon en la Porte D'Orléans, diez minutos en coche de su propio piso en Moni rouge. A primera hora de la tarde había llamado a Michele y le había dicho que el señor Lebec, el dueño de la fábrica, le había pedido que lo acompañara a Rouen a ver un local donde pensaba abrir una segunda panadería.

Estaría ausente un día, tal vez dos. Michéle estaba entusiasmada. ¿Quería decir eso que iban a ascender a Henri? ¿Que si el señor Lebec abría una panadería en Rouen, designaría a Henri para administrarla? ¿Tendrían que trasladarse? Sería fantástico criar a su hijo lejos de la locura de París.

– No lo sé -dijo él, malhumorado. Le habían pedido que fuera, y no sabía nada más. Y acto seguido, colgó. Ahora miraba a Agnés Demblon, esperando que ella dijera algo.

– ¿Qué quieres que te diga? -reclamó ella-. ¿Que sí, que el americano te reconoció y contrató a un detective privado para que te buscara? Y que luego entró en la tienda y esa chica estúpida le dio los nombres de los empleados, por lo que podemos suponer que te ha encontrado, o que te encontrará pronto. Y suponer que, sin duda, se lo ha contado al americano. Vale, supongamos que ha sucedido eso. ¿Qué vas a hacer ahora?

A Henri Kanarack le brillaron los ojos. Negó con la cabeza y cruzó la sala para servirse otra copa de vino.

– Lo que no entiendo es cómo el americano pudo reconocerme. Debe de ser doce años menor que yo, tal vez más. Hace veinticinco años que salí de Estados Unidos. Quince años en Canadá, diez años aquí.

– Henri, tal vez sea un error. Puede que te confunda con otra persona.

– No hay ningún error.

– ¿Cómo lo sabes?

Kanarack bebió un trago y miró al vacío.

– Henri, eres un ciudadano francés. No has hecho nada aquí. Por primera vez en tu vida, la ley está de tu lado.

– La ley no significa nada si me han encontrado. Si son ellos, estoy muerto, ya lo sabes.

– No es posible. Albert Merriman ha muerto. Y tú no. ¿Cómo es posible que alguien haya establecido la relación, después de tantos años? Sobre todo un hombre que no tenía más de diez o doce años cuando te fuiste de Estados Unidos.

– Entonces; ¿por qué diablos me persigue, eh? -le espetó Kanarack con una mirada cortante. Era difícil saber si tenía miedo o rabia. O ambas cosas a la vez-. Tienen fotos de aquel entonces. La policía las tiene, y ellos las tienen. Y no he cambiado tanto. Cualquiera de los dos podría haber enviado a ese tipo a buscarme.

– Henri -dijo Agnés con voz pausada. Necesitaba pensar, razonar, y no lo estaba haciendo-. ¿Por qué iban a buscar a un hombre muerto? O, incluso si así fuera, ¿por qué lo iban a buscar aquí? ¿Crees que envían a este tipo a todas las ciudades del mundo, esperando que te encuentre en la calle por casualidad? -preguntó, y sonrió-. Te estás ahogando en un vaso de agua. Ven, siéntate a mi lado -dijo, sonriendo amablemente y dando golpecitos en el sofá a su lado.

La manera en que Agnés lo miró y el tono de su voz le recordó otros tiempos, cuando ella era más atractiva que ahora. Recordó la época en que había comenzado a descuidar su aspecto deliberadamente por esa misma razón, para que ya no la deseara. Recordó los días en que ella lo rechazaba en la cama, hasta que al cabo de un tiempo ya no la deseó más. Era indispensable que Henri pudiera integrarse completamente, absorber la cultura francesa y convertirse en un ciudadano francés. Para eso, tenía que tener una mujer francesa. Con ese fin, Agnés Demblon no formaría más parte de su vida. Había vuelto a inmiscuirse sólo cuando Henri no encontraba empleo y ella pudo convencer a Lebec de que necesitaban un obrero más en la fábrica. Después de ese episodio, sus relaciones habían sido platónicas, como lo eran ahora, al menos desde su punto de vista.

Para Agnés era diferente, no había día en que el corazón no se le partiera al verlo. No había ni un momento en que no quisiera darle cobijo en sus brazos y en su cama. Desde el principio, lo había hecho todo ella. Le había ayudado a falsear su propia muerte, había actuado como su mujer al cruzar la frontera con Canadá y le había conseguido el pasaporte falso, hasta convencerlo finalmente de que dejara Montreal y se estableciera en Francia, donde ella tenía parientes y él podría desaparecer para siempre. Ella lo había hecho todo, hasta el punto de entregárselo a otra mujer, y su única razón era el amor inmenso que sentía por él.

– Agnés, escúchame. -Kanarack no fue a sentarse a su lado. Se quedó en medio de la habitación, mirándola fijamente. Había dejado la copa a un lado, y en la habitación reinaba un silencio absoluto. No había ruido de coches fuera, ni se escuchaba a la pareja de abajo riñendo. Durante un momento, Agnés pensó que aquella noche habrían renunciado a sus riñas habituales y habrían ido al cine. O que ya dormían.

De pronto se percató del aspecto de sus uñas, largas y estriadas. Debería habérselas cortado hacía días.

– Agnés -insistió Henri. Esta vez su tono era apenas un murmullo-. Si hay algo que no sabemos, tenemos que descubrirlo. ¿Me entiendes? -preguntó.

Ella siguió mirándose las uñas un rato largo. Al final, levantó la cabeza. Habían desaparecido del rostro de Henri el miedo, la rabia y la ira, como ella temía. Lo que había ahora era hielo.

– Tenemos que descubrirlo.

– Je comprends -murmuró ella, y volvió a mirarse las uñas-. Je comprends. Ya entiendo.

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