Eran las tres menos veinte de la tarde. Osborn había llamado a McVey al hotel tres veces sólo para que le dijeran que el señor McVey no estaba, que no había dicho cuándo volvería pero que llamaría regularmente para recibir los mensajes. Cuando llamó por tercera vez, Osborn estaba desesperado. Además estaba sumido en una ansiedad corrosiva porque finalmente había tomado una decisión, pero ahora no lograba dar con el paradero de McVey. Ya había decidido entregarse al arbitrio del policía, racional y emocionalmente, y ahora estaba preparado para las consecuencias. Tal vez su compatriota americano lo entendería y lo ayudaría o tal vez lo encerrarían sin rechistar en una cárcel francesa. Se sentía como un globo aplastado contra el techo, atrapado pero a la vez libre. Sólo esperaba que lo bajaran, pero no había nadie para tirar de la cuerda.
Estaba solo, recién duchado y afeitado, en el sótano del piso de Philippe, y ahí dudaba del paso que iba a dar. Vera había viajado a casa de su abuela en Calais vigilada por una escolta de policías. Y aunque era Philippe quien había llamado, Osborn confiaba que Vera entendiera que él, Paul, lanzaba la advertencia, y que Philippe no era más que su intermediario. Vera debía entender que él le pedía que se marchara no sólo por su propia seguridad sino también porque la amaba.
Al ver su estado, Philippe le había dicho que entrara en su apartamento para asearse. Le dio toallas limpias, una barra de jabón y una maquinilla de afeitar nueva. Le dijo que sacara lo que quisiera de la nevera y, después de ajustarse el nudo de la corbata, volvió al trabajo. Desde el salón de la entrada podía observar las maniobras de la policía. Si sucedía algo, le dijo, lo llamaría de inmediato.
Philippe se había portado como un verdadero ángel guardián. Pero estaba cansado y Osborn tenía la sensación de que una sorpresa cualquiera lo haría flaquear. Habían pasado demasiadas cosas durante las últimas veinticuatro horas que ponían a prueba no sólo su lealtad sino también su equilibrio mental. A pesar de toda su generosidad, Philippe era por decisión propia nada más que un conserje. Nadie, empezando por él mismo, esperaba que siempre actuara con tanto valor. Si Osborn volvía a su escondrijo bajo los aleros del tejado, era imposible saber cuánto tiempo estaría a salvo. Sobre todo si el hombre alto encontraba un medio de eludir a la policía y volvía a seguirle el rastro.
Al final decidió que sólo le quedaba una alternativa. Cogió el teléfono y llamó a Philippe a la recepción. Le preguntó si los policías aún estaban fuera.
– Oui, monsieur. Hay dos frente al edificio y dos más atrás.
– Philippe, ¿hay alguna otra salida del edificio que no sea por la entrada ni por la puerta de servicio?
– Oui, monsieur, justo donde se encuentra usted ahora. La puerta de la cocina da a un pequeño pasillo y al final hay una escalera que sube hasta la acera. Pero ¿por qué? Aquí está a salvo y…
– Mera, Philippe. Mero beaucoup -dijo Osborn.
Colgó y volvió a llamar al hotel Vieux. Si McVey recibía sus mensajes, el presente le subiría los ánimos. Fijaría un lugar y una hora para que se encontraran.
A las siete de la tarde, en la terraza principal de La Coupole en el bulevar de Montparnasse. Era el lugar donde había visto vivo por última vez a Jean Packard y el único sitio en París que le era lo bastante familiar para saber que a esa hora estaría lleno de gente. Sería difícil que en esas condiciones el hombre alto se arriesgara a dispararle.
Cinco minutos más tarde abrió una puerta y subió los pocos peldaños hasta la acera. El aire de la tarde era claro y limpio, y las barcazas se deslizaban río abajo por el Sena. Al final de la calle divisó a los policías que montaban guardia frente al edificio. Dio media vuelta y caminó en dirección opuesta.
A la cinco y veinte, Paul Osborn salió de Aux trois quartiers, una gran galería comercial del bulevar de la Madeleine, y caminó una manzana hasta la estación de metro. Se había cortado el pelo y vestía un traje azul oscuro a rayas, camisa blanca y corbata. Su aspecto ya no era el de un fugitivo.
Se detuvo en la consulta del doctor Alain Cheysson en la rué de Bassano, cerca del Arco de Triunfo. Cheysson era urólogo, dos o tres años más joven que él. Habían comido juntos en Ginebra y habían intercambiado tarjetas con la promesa de llamar si Osborn iba a París o Cheysson a Los Ángeles. Osborn se había olvidado por completo de él hasta que decidió que le examinaran la mano y hacerlo de la manera menos conspicua posible.
– ¿Qué pasó? -preguntó Cheysson. Entraba en la consulta donde esperaba Osborn con las radiografías que había hecho su ayudante.
– Prefiero no decírselo -dijo él con una sonrisa forzada.
– De acuerdo -dijo Cheysson sonriendo comprensivo, y le puso un vendaje nuevo-. Fue un cuchillo. Muy doloroso, desde luego, pero teniendo en cuenta que es cirujano, ha tenido mucha suerte.
– Sí, ya lo sé…
Eran las seis menos diez cuando Osborn salió de la boca del metro y echó a caminar por el bulevar Montparnasse. La Coupole quedaba a menos de tres manzanas y aún faltaba una hora. Tiempo de observación o al menos para intentar observar en caso de que la policía quisiera montar un cerco. Se detuvo en una cabina telefónica y llamó al hotel de McVey. Le comunicaron que el inspector había recibido su mensaje.
– Mera.
Colgó y salió. Empezaba a oscurecer y las aceras se llenaban de la multitud que salía del trabajo. Al otro lado de la calle, unos metros más allá estaba La Coupole. Directamente a su izquierda había un pequeño café con una ventana lo bastante amplia para observar el ajetreo de la calle. Entró y escogió una mesa pequeña cerca de la ventana con vistas a la calle, pidió una copa de vino y se sentó a esperar.
Había tenido suerte. Los resultados de las radiografías de la mano, tal como había pensado, eran negativos. A pesar de que Cheysson era urólogo y no especialista de la mano, le había asegurado que no había daños permanentes. Osborn le agradeció su ayuda y quiso pagar la consulta, pero Cheysson se negó.
– Mon ami -dijo, con tono algo irónico-, si algún día me anda buscando a mí la policía de Los Ángeles, sé que cuento con un amigo que me ayudará sin decirle nada a nadie. Un amigo que ni siquiera guarde un comprobante de la consulta, ¿me entiende?
Cheysson lo había invitado a pasar inmediatamente y lo atendió sin hacer preguntas, a sabiendas de que a Osborn lo buscaba la policía y que, al ayudarlo, corría un riesgo. Sin embargo no había dicho nada. Al final se habían abrazado y Cheysson le había estampado un beso en la mejilla, a la manera de los franceses, deseándole suerte. Era lo menos que podía hacer, dijo, con un colega que había compartido su mesa en Ginebra.
De pronto Osborn dejó la copa y se inclinó para mirar. Un coche de policía había aparcado enfrente. Se bajaron dos gendarmes y entraron en La Coupole. Un momento después salieron con un hombre esposado. El tipo iba bien vestido y estaba alegre, algo agresivo y aparentemente borracho. Los transeúntes se detuvieron a observar mientras los agentes lo introducían en el asiento trasero. Un gendarme se sentó a su lado y el otro al volante. El coche se alejó acompañado del ulular de la sirena y del destello de las luces azules.
Todo podía suceder así de rápido. Osborn levantó la copa y miró el reloj. Eran las seis y cuarto.