Una niebla húmeda se agitaba en el aire y había comenzado a caer la bruma. Los faros amarillos de los pocos coches que todavía circulaban a esa hora proyectaban haces misteriosos a su paso por el bulevar Saint Jacques y la cabina telefónica permanecía en la oscuridad.
– ¡Hola, McVey! -Era la voz de Benny Grossman transportada a más de cuatro mil kilómetros por cable submarino de fibra óptica. A Benny se le escuchaba radiante. Las doce y cuarto de la noche del martes en París eran las seis y cuarto del lunes por la noche en Nueva York y Grossman acababa de volver al despacho para recoger sus mensajes telefónicos después de una larga jornada en los tribunales.
Más abajo, entre la llovizna y los árboles que separaban la calle de dos sentidos, McVey sólo alcanzaba a ver el hotel.
No se había atrevido a llamar desde la habitación y no quería arriesgarse a llamar desde la recepción en caso de que volviera la policía.
– Benny, ya sé que te estoy volviendo loco.
– No te preocupes, McVey -rió Benny. Benny siempre reía-. Pero mándame mi regalo de Navidad en billetes de a cien. Ya ves, no pasa nada, así que si quieres puedes volverme loco.
McVey lanzó una mirada a la calle y palpó el bulto reconfortante del revólver calibre 38 bajo su chaqueta. Luego volvió a mirar sus notas.
– Escúchame, Benny. 1966, en Westhampton Beach. Un tal Erwin Scholl. Averigua quién es. Si vive. Si la respuesta es afirmativa, dime dónde. También en 1966 en primavera o a finales del 65, tres asesinatos sin resolver. En los estados de… -McVey volvió a mirar sus notas-:…Wyoming, California, Nueva Jersey.
– Está chupado, colega. Ya que estoy, podría averiguar quién cojones mató a Kennedy.
– Benny, si no lo necesitara… -dijo McVey, y miró hacia el hotel. Osborn estaba en la habitación con la CZ del hombre alto como la primera vez y con las mismas órdenes de no contestar el teléfono ni abrirle la puerta a nadie más que a él. A McVey le desagradaba visceralmente este tipo de situaciones, verse amenazado sin tener la más mínima idea de cuándo surgiría el peligro ni de qué forma. Durante los últimos años se había dedicado principalmente a reunir los cabos sueltos y luego a recomponer las pruebas cuando los narcotraficantes ya habían cerrado sus negocios. La mayoría de las veces no había riesgos porque los muertos no solían matar a nadie.
– Benny -dijo McVey, volviendo al teléfono-. Seguro que las víctimas habían trabajado en algún proyecto de alta tecnología. Han sido inventores, diseñadores de instrumentos de alta precisión o puede que científicos o profesores universitarios. Gente que ha experimentado con temperaturas muy bajas, trescientos, cuatrocientos o quinientos grados bajo cero. O puede que al revés, gente que investigara el calor. ¿Quiénes eran? ¿En qué trabajaban cuando los asesinaron? Finalmente, Microtab Corporation en Waltham, Massachusetts, en 1966. ¿Aún siguen en el negocio? Si la respuesta es afirmativa, ¿quién lo dirige y quién es el dueño? Si no, ¿quiénes eran los dueños en 1966 y qué les sucedió?
– McVey, ¿quién te crees que soy? ¿Wall Street? ¿El Ministerio de Hacienda, o el Departamento de Personas Desaparecidas? ¿Crees que basta con introducir los datos en el ordenador y ya está? ¿Para cuando lo quieres, para el uno de enero de 1995?
– Te llamaré mañana por la mañana.
– ¿Qué dices?
– Benny, es muy, pero que muy importante. Si tienes problemas, llama a Fred Hanley, del FBI en Los Ángeles. Dile que es para mí, que he pedido ayuda -dijo McVey. Hubo una pausa-. Y otra cosa. Si no has tenido noticias mías mañana a mediodía, hora de Nueva York, llama a Ian Noble en Scotland Yard y entrégale toda la información que tengas.
– McVey -dijo Benny Grossman. Su voz había perdido el tono entusiasta e inquieto-. ¿Te has metido en un lío?
– Y muy grande.
– ¿Muy grande? ¿Qué diablos significa eso?
– Oye, Benny, te debo una…
Osborn estaba en el rincón oscuro de la ventana mirando a la calle. La niebla era densa y casi no circulaban coches. Nadie caminaba por las aceras. La gente estaba en casa durmiendo, esperando que llegara el martes. Vio pasar una silueta bajo la luz de una farola y cruzar el bulevar en dirección al hotel. Pensó que era McVey pero no estaba seguro. Volvió a cerrar la cortina, se sentó y encendió una pequeña lámpara junto a la cama e iluminó la CZ 22 de Bernhard Oven. Se sentía como si llevara medio siglo ocultándose y sin embargo sólo habían pasado siete días desde que había visto a Albert Merriman sentado frente a él en la cervecería Stella.
¿Cuántas personas habían muerto en siete días? ¿Diez, doce? Tal vez más. Si no hubiera conocido a Vera y no hubiese venido a París, toda esa gente aún estaría viva. ¿Acaso era culpa suya? No había respuesta posible porque aquélla no era una pregunta razonable. Pero había conocido a Vera y había venido a París y nada podría cambiar lo que había sucedido desde entonces.
En las últimas horas, desde que McVey había salido, intentaba no pensar en Vera. Pero cuando la recordaba, porque no podía dejar de hacerlo, se decía que estaba a salvo y que los policías que la habían llevado a casa de su abuela en Caláis eran leales, agentes de confianza y no tentáculos corruptos de la máquina infernal que los perseguía.
La violencia le había asestado un golpe temprano en la vida y las consecuencias lo habían perseguido desde entonces. La pesadilla después del asesinato de Merriman y la paralizante crisis nerviosa que había terminado en brazos de Vera en el escondrijo del ático, eran apenas un intento desesperado para librarse de una verdad espantosa, a saber, que la muerte de Albert Merriman no había solucionado nada. El sórdido asesino de la cara cortada que había perseguido desde la infancia había sido reemplazado por un nombre y poca cosa más. Al abandonar el edificio de Vera y salir de su escondrijo arriesgándose a que lo cazara el hombre alto o la policía de París o a que al encontrarse cara a cara con McVey éste lo detuviera sin protocolos, se había rendido a la evidencia de que ya no podía enfrentarse a todo ese asunto en solitario. No había recurrido a McVey pidiendo clemencia sino ayuda. La llamada en la puerta lo sobresaltó como un disparo. Levantó la cabeza y se volvió de golpe como si lo hubieran sorprendido con los pantalones bajados. Se quedó mirando la puerta dudando si su mente le jugaba una mala pasada.
Llamaron a la puerta por segunda vez.
Si fuera McVey, pensó, diría algo o usaría la llave. Osborn empuñó firmemente la CZ justo en el momento en que empezó a girar el pomo de la puerta. Ésta cedió un poco, lo suficiente para que quienquiera estuviese al otro lado se diera cuenta de que estaba con llave. La presión cedió igual de rápido.
Osborn cruzó la habitación y se apoyó contra la pared justo al lado de la puerta. Sentía que se le acumulaba el sudor al contacto con el arma. Lo que sucediera ahora dependía de quien estaba en el pasillo.
– Lo siento, cariño. Te has equivocado de puerta. -Era McVey que hablaba con voz monótona y pesada desde el otro lado. Le respondió una voz desenfadada de mujer hablando francés-. Te has equivocado, cariño. Hazme caso. Prueba en el piso de arriba, ¡te has equivocado de piso!
La mujer respondió con un francés hosco, indignada.
Se oyó una llave en la cerradura. Luego se abrió la puerta y entró McVey. Llevaba con él a una chica de pelo oscuro cogida del brazo y del bolsillo de la chaqueta le asomaba un periódico enrollado.
– ¿Quieres entrar? Pues entra -le dijo a la chica, y luego miró a Osborn-. Cierre esa puerta.
Osborn cerró la puerta, le echó llave y deslizó la cadena.
– Vale, cariño, ya estás dentro. ¿Y ahora qué? -*-dijo McVey a la chica, que se quedó en medio de la habitación con una mano en la cadera. Miró a Osborn. Debía de tener unos veinte años, un metro sesenta y no parecía asustada. Llevaba una blusa de seda ceñida y una falda muy corta, medias de red y tacones altos.
– Mete-saca, mete-saca -dijo, y sonrió seductora mirando a Osborn y luego a McVey.
– ¿Quieres follar con los dos? ¿Es eso lo que quieres?
– Claro, ¿por qué no? -La chica sonrió y su acento en inglés mejoró bastante.
– ¿Quién te ha enviado?
– Vengo por una apuesta.
– ¿Qué tipo de apuesta?
– El de la recepción dice que sois maricas. El botones dice que no.
McVey lanzó una carcajada.
– ¿Y te han enviado para que te enteraras?
– Sí -dijo, y sacó un fajo de billetes de cien francos del escote como prueba de que decía la verdad.
– ¿Qué coño es esto? -Osborn estaba intrigado.
McVey sonrió.
– Pues bien, resulta que estábamos engañándolos, cariño. El botones gana. -McVey miró a Osborn-. ¿Quieres follártela tú primero?
– ¿Quéé? -Osborn no se lo podía creer.
– ¿Por qué no? Si ya le han pagado y todo -dijo McVey, y miró a la chica-. Sácate la ropa.
– Claro -respondió ella. Lo decía en serio y lo hacía bien. No les sacó los ojos de encima a ninguno de los dos. Primero miraba a uno y luego al otro, como si cada prenda que se sacara fuera un espectáculo privado para cada uno de ellos. Y, lentamente, se lo fue sacando todo.
Osborn miraba boquiabierto. No podía creer que McVey pensara hacerlo. ¿Así, sin más, y con él allí presente? Había oído hablar de cómo se lo hacían los polis en ciertas situaciones, todo el mundo había oído hablar de aquellas historias pero nadie se las creía. Y sobre todo, jamás había pensado que fuera él uno de los protagonistas.
McVey le lanzó una mirada.
– Yo voy primero, ¿vale? -sonrió-. ¿No le importará si entramos en el baño, doctor?
– No, sírvase usted.
McVey abrió la puerta del baño y la chica entró. Él la siguió y cerró la puerta. Al cabo de un segundo, Osborn oyó que la chica lanzaba un chillido y luego un golpe sordo contra la puerta. Ésta se abrió y salió McVey, vestido.
Osborn se quedó mudo de asombro.
– Venía a espiarnos. Me vio en el pasillo y con eso le bastaba -sentenció McVey.
Se sacó el periódico de la chaqueta, se lo pasó a Osborn y entró en el baño para coger la ropa de la chica. Osborn abrió el periódico. Ni se fijó en el nombre, sólo en los grandes titulares en francés: Inspector de Hollywood buscado por el tiroteo de La Coupole. Más abajo, en letra más pequeña: «Vinculado al médico americano en el asesinato de Merriman.» Más abajo, Osborn vio la misma foto de archivo de la policía de París que antes había publicado Le Fígaro, junto a una foto de un McVey sonriente dos o tres años antes.
– Ésa la sacaron del Los Angeles Times Magazine. Un reportaje sobre la vida rutinaria de un inspector de Homicidios. Los lectores esperaban follón y sólo les dieron aburrimiento. Pero la publicaron de todas formas -dijo McVey, mientras metía la ropa de la chica en una bolsa de lavandería del hotel y abría la puerta. Miró hacia el pasillo y dejó la bolsa fuera.
– ¿Cómo sabían dónde estábamos? ¿Cómo pudieron averiguarlo? -dijo Osborn incrédulo.
McVey cerró la puerta y volvió a echar llave.
– Sabían quién era su hombre y que nos seguía a uno de los dos. Sabían que yo trabajaba con Lebrun. Lo único que tenían que hacer era enviar a alguien al restaurante con un par de fotos y preguntar: «¿son éstos los tipos?» No es nada difícil. Por eso lo de la chica. Querían estar seguros de que éramos los que buscaban antes de entrar con la artillería. Ella pensaba que podía echar un vistazo, inventarse una historia y marcharse. Por lo visto estaba dispuesta a hacer lo que fuera si las cosas no le iban bien.
Osborn miró por encima del hombro de McVey a la puerta del baño.
– ¿Qué le ha hecho? ¡
McVey se encogió de hombros.
– Pienso que no sería buena idea dejar que bajara enseguida.
Osborn le devolvió el periódico a McVey y abrió la puerta del baño. La chica estaba desnuda y sentada en el water esposada a una tubería en la pared. Tenía una toalla metida en la boca y los ojos, furibundos, estaban a punto de saltársele de las órbitas. Osborn no dijo nada y cerró la puerta.
– Es una de esas tías duras -dijo McVey con un asomo de sonrisa-. Cuando la encuentren, armará un tremendo jaleo por su ropa antes de dejar que nadie llame por teléfono. Con suerte, ese lapso de tiempo agregará unos cuantos segundos a nuestra ya deteriorada expectativa de vida.