– Gustav Dortmund, Hans Dabritz, Rudolf Kaes, Hilmar Granel… -leyó Remmer y dejó la hoja del fax. Miró hacia McVey, sentado enfrente, que sostenía una copia de la lista de invitados a Charlottenburg, de cinco páginas-. Herr Lybarger tiene amigos muy adinerados e influyentes.
– Y algunos no tan adinerados pero igualmente influyentes -dijo Noble estudiando su propia lista-. Gertrude Biermann, Mathias Noli, Henryk Steiner.
– Políticamente, desde la extrema izquierda a la extrema derecha. Por lo general sería difícil verlos juntos en una misma habitación -dijo Remmer. Sacó un cigarrillo, lo encendió y se inclinó sobre la mesa para servirse un vaso de agua mineral.
Apoyado contra la pared, Osborn observaba. No le habían dado una copia de la lista de invitados ni él la había pedido. En las últimas horas, a medida que llegaba la información y los policías se concentraban en su trabajo, lo habían ignorado casi por completo. Como resultado, se sentía aún más ajeno y se intensificaba su presentimiento de que cuando fueran a por Scholl no contarían con él.
– Aunque sea nacionalizado, Scholl parece ser el único americano, ¿no? -preguntó McVey, volviendo a mirar la lista.
– Sí, todos los demás son alemanes -dijo Remmer, y soltó una nube de humo que McVey apartó de un manotazo cuando pasaba junto a él.
– Dime una cosa, Manfred, ¿por qué no lo dejas y ya está, eh? -protestó McVey.
Remmer le lanzó una mirada dura y se disponía a contestar, pero McVey lo interrumpió levantando una mano.
– Ya sé que voy a morir. Pero no quiero que seas tú el responsable.
– Lo siento -dijo Remmer, y apagó el pitillo.
Retazos de conversación cada vez más encrespados, jalonados por largos silencios, acusaban la frustración colectiva. Los tres hombres, visiblemente cansados, seguían empecinados en descifrar lo que estaba sucediendo. Aparte del hecho de que la celebración tendría lugar en Charlottenburg y no en la sala de conferencias de un gran hotel, a primera vista no parecía ser otra cosa que eso, a saber, uno de los miles de acontecimientos celebrados todos los años por agrupaciones en todo el mundo. Pero eso no era más que el aspecto superficial y a ellos les interesaba saber qué había debajo. Entre los tres, sumaban más de cien años de experiencia como policías profesionales y eso les procuraba un singular instinto para descifrar los hechos. Habían venido a Berlín por Erwin Scholl y, según observaban, Erwin Scholl estaba en Berlín por Elton Lybarger. La pregunta era ¿por qué?
El «¿por qué?» se volvió aún más intrigante cuando uno de ellos cayó en la cuenta de que, de todos los invitados ilustres de la reunión en honor de Elton Lybarger, éste era el menos ilustre y conocido de todos.
Una búsqueda en los archivos de Bad Godesburg había revelado que había nacido Elton Karl Lybarger en Essen, Alemania, en 1933, siendo el hijo único de un albañil de escasos recursos. Después de terminar sus estudios en 1951, había desaparecido en la Alemania de la posguerra. Y luego, algo más de treinta años después, en 1983 había reaparecido como millonario rodeado de sirvientes y residiendo en Anlegeplatz, una mansión que parecía un castillo, a veinte minutos de Zúrich. Además figuraba como propietario de una cantidad considerable de acciones de innumerables empresas de primera línea en Europa occidental. La pregunta era ¿cómo?
Las primeras declaraciones de impuestos desde 1956 hasta 1980 consignaban su profesión como «contable» y las direcciones que figuraban eran complejos de apartamentos en barrios grises de clase baja en Hannover, Dusseldorf, Hamburgo y Berlín y, finalmente, en 1983 en Zúrich. Todos los años, hasta 1983, su declaración había superado apenas la de un salario medio. Luego, en la declaración de ese año, sus ingresos se dispararon. Hacia 1989, el año de su infarto, los ingresos alcanzaron una suma estratosférica, más de cuarenta y siete millones de dólares.
Y no había nada en ninguna parte que lo explicara. Era verdad que la gente triunfaba. A veces de la noche a la mañana. Pero ¿cómo era posible que, después de años de trabajo como contable itinerante, viviendo en condiciones apenas por encima de la pobreza, alguien pudiera aparecer de pronto como dueño de una inmensa fortuna e influencia?
Hasta ahora seguía siendo un misterio. Lybarger no era miembro de ninguna de las juntas de sus empresas, universidades, hospitales o instituciones de beneficencia en Europa. No pertenecía a ningún club privado y no se le conocía filiación política. Ni carné de conducir ni acta de matrimonio, Lybarger ni siquiera tenía una tarjeta de crédito a su nombre. ¿Quién era, entonces? ¿Y por qué razón habrían de venir de todas partes a felicitarlo por su estado de salud cien ciudadanos de los más importantes e influyentes de Alemania?
Remmer suponía fundadamente que durante todos esos años Lybarger había tenido negocios con el mundo de la droga, que había vivido en distintas ciudades amasando una fortuna en dinero efectivo y blanqueándolo en bancos suizos. En 1983 había llegado a acumular lo suficiente para tener una fachada legal.
McVey negaba con la cabeza. Al leer la lista, tanto él como Noble habían reparado en algo que no habían compartido con Remmer. Dos invitados, Gustav Dortmund y Konrad Peiper eran, junto con Scholl, nombres destacados en GDG, Goltz Development Group, el holding que había adquirido Standard Technologies de Perth Amboy, Nueva Jersey, la empresa que en 1966 había empleado a Mary Rizzo York para experimentar con gases a bajas temperaturas. La misma Mary Rizzo York que Merriman había asesinado aquel año, supuestamente contratado por Erwin Scholl.
Era verdad que la adquisición databa de un período en que sólo Scholl y Dortmund estaban asociados a GDG. Konrad Peiper se había integrado en 1978. Pero desde entonces, como presidente y gracias a subterfugios ilegales, había convertido a GDG en uno de los principales exportadores de armamento. Era evidente que, antes y después de Peiper, GDG no había sido nunca una empresa totalmente transparente.
Cuando McVey le preguntó a Remmer qué sabía de Dortmund, el alemán bromeó diciendo que aparte de esa posición irrelevante como presidente del Bundesbank, el Banco Central de Alemania, Dortmund pertenecía a una de las familias más adineradas del país. Al igual que los Rothschild, el nombre de su familia pertenecía a los grandes de la banca desde hacía más de dos siglos.
– De modo que al igual que Scholl -dijo McVey-, está por encima de toda sospecha.
– Se necesitaría un verdadero escándalo para sacarlo de donde está, si a eso te refieres.
– ¿Y qué pasa con Konrad Peiper?
– De él no sé casi nada. Es rico y tiene una mujer extraordinariamente bella con mucho dinero e influencias propias. Aunque lo único que hay que saber de Konrad Peiper es que su tío abuelo paterno, Friedrich, fabricó armamento para medio planeta durante las dos guerras mundiales. Hoy en día, esa compañía es famosa por sus cafeteras eléctricas y sus lavavajillas.
McVey miró a Noble que sacudía la cabeza de un lado a otro. Aquello tenía visos tan turbios como al principio. La celebración de Charlottenburg había congregado a ciertos personajes incluyendo a Scholl, al presidente del Bundesbank, al director de una empresa exportadora de armas y seguía una lista de ciudadanos alemanes identificados como la élite de los más ricos y poderosos, los grandes de la política. En otras circunstancias, muchos de ellos estarían a punto de degollarse mutuamente en términos filosóficos y tal vez hasta físicos. Y sin embargo ahí estaban todos reunidos, congregados en la antigua residencia de emperadores prusianos para celebrar la buena salud de un hombre con una historia insustancial y oscura.
Y luego estaba la historia de Albert Merriman y la saga de horrores que se había desencadenado a partir de él, incluyendo el sabotaje del tren París-Meaux y los asesinatos de Lebrun en Inglaterra, de su hermano en Lyón y de Benny Grossman en Nueva York. Ni cabía mencionar el oscuro pasado nazi de Hugo Klass, el respetable experto en huellas dactilares de Interpol en Lyón y de Rudolf Halder, responsable de Interpol en Viena.
– Al primero que liquidaron fue al padre de Osborn, en abril de 1966, justo después de que diseñara un bisturí muy especial -dijo McVey. Dio unos pasos hasta la ventana y se sentó en el borde-. El último fue Lebrun, esta mañana -dijo, con expresión triste-. Poco después de haber descubierto la conexión de
Hugo Klass con el asesinato de Merriman… Y de cabo a rabo, el único hilo conductor de todos estos acontecimientos, sin lugar a dudas, es…
– Erwin Scholl -dijo Noble completando la frase.
– Y ahora sólo tenemos las mismas preguntas que teníamos al principio. ¿Por qué? ¿Por qué motivo? ¿Qué diablos está sucediendo? -McVey había pasado la mayor parte de su carrera en un círculo de nunca acabar, formulando las mismas preguntas cientos de veces. Eso es lo que se hacía en Homicidios, a menos que uno llegara y encontrara a alguien con una pistola echando humo delante de un cadáver. Y casi siempre el círculo se rompía gracias a un detalle que McVey había pasado por alto, un detalle que de pronto se volvía tan nítido como una enorme roca en el camino con la palabra «clave» pintada en letras rojas.
Pero esta vez era diferente. Éste era un círculo sin fin. Era perfectamente redondo y se mordía la cola. Mientras más información conseguían, más grande se hacía el círculo y de ahí no salían.
– Los cuerpos decapitados -dijo Noble.
McVey levantó los brazos en un gesto desesperado.
– ¡Vale! ¿Por qué no? Trabajemos ese ángulo.
– ¿Qué ángulo? ¿De qué estáis hablando?… -preguntó Remmer, mirando alternativamente a McVey y luego a Noble.
La BKA donde Remmer trabajaba, al igual que los cuerpos de policía de todos los países donde habían aparecido los decapitados, recibía copias de los informes semanales de Interpol. Pero dichos informes no incluían información sobre la congelación a bajas temperaturas ni sobre las especulaciones formuladas en torno a esos experimentos. Así, era natural que Remmer no estuviera enterado y se sintiera perdido. Considerando las actuales circunstancias, parecía el momento más propicio para contárselo.