La celda de interrogatorios en el sótano del edificio de la Kaiser Friedrichstrasse estaba pintada toda de blanco. Suelo, techo y paredes. El mismo decorado que las seis celdas adyacentes, todas de dos metros por tres. Muy pocos conocían la existencia de ese lugar, incluso los que trabajaban en el edificio, sede de la oficina de impuestos del departamento de Obras Públicas del Ayuntamiento. Sin embargo, una tercera parte de la superficie de los dos mil metros cuadrados del semisótano estaba ocupada por una unidad especial de inteligencia de la BKA. Construida inmediatamente después del episodio de la masacre de los Juegos Olímpicos de Munich en 1972, sirvió como lugar de reclusión para los terroristas y sus colaboradores. Después había servido como cárcel clandestina para retener a los miembros de la banda Baader-Meinhoff de la Fracción del Ejército Rojo, del Movimiento Palestino de Liberación y para retener a los acusados del derribo del avión PANAM, vuelo 103. Además de la blancura absoluta de techos y paredes, otra de sus principales características era que las luces nunca se apagaban. Al cabo de treinta y seis horas, los detenidos perdían completamente el sentido de la orientación, lo cual facilitaba enormemente el trabajo.
Vera estaba sola en la primera celda, sentada en un banco de plástico que parecía fundido en el suelo. No había ni mesa ni sillas. Sólo aquel banco. Le habían sacado fotos y habían tomado sus huellas dactilares. Estaba vestida con un chándal de un gris claro casi blanco y unas zapatillas más oscuras. En el dorso, estampado en color naranja fosforescente, se leía Gefanger, Bundesrepublik Deutschland-Preso, República Federal de Alemania. Parecía desconcertada y cansada, pero aún estaba lúcida cuando se abrió la puerta y entró Osborn. Una mujer policía bajita y de constitución robusta permaneció en el umbral durante un momento. Luego dio un paso atrás y cerró la puerta.
– Dios mío -murmuró Osborn-. ¿Te encuentras bien?
Vera había abierto la boca. Parecía que intentaba decir algo, pero no podía. Brotaron las lágrimas y se abrazaron llorando.
– François… muerto… ¿Por qué estoy aquí?… Los mataron a todos en la granja… ¿Qué he hecho?… He venido a Berlín… porque era… el único lugar que me quedaba para… encontrarte -la oyó decir Osborn entre sollozos y caricias.
– Vera… Shh. Ya está bien, cariño… -la consoló Osborn y la estrechó con fuerza, protector, como quien acoge a un niño-. Ya ha pasado todo… todo se arreglará… -repetía, acariciándole el pelo.
Le besó las lágrimas y le secó las mejillas con las manos.
– Me quitaron hasta el pañuelo -dijo Osborn intentando sonreír. No llevaba cinturón ni cordones de zapatos. Luego volvieron a abrazarse estrechándose el uno contra el otro, rodeándose con los brazos.
– No me dejes ir -dijo ella-. Nunca más…
– Vera, dime qué ha pasado. -Ella le cogió la mano y se la apretó y luego se sentaron en el banco. Vera se enjugó las lágrimas, cerró los ojos y comenzó a recordar todo lo que había sucedido desde el día anterior.
Aún podía ver la granja en las afueras de Nancy y los cuerpos inertes de los tres agentes de los servicios secretos en el lugar donde habían caído. A escasa distancia estaba Avril Rocard, los ojos abiertos hacia el vacío y la sangre fluyendo lentamente del corte en el cuello.
Encontró la línea del teléfono cortada cuando volvió al interior. Buscó infructuosamente las llaves del Ford de los agentes. Cogió el Peugeot negro de la policía conducido por Avril Rocard y partió en dirección a la ciudad.
Desde un teléfono público intentó ponerse en contacto con François en París. Lo había buscado en su casa y en el despacho pero en ambos comunicaban sin cesar. Pensó que sin duda se debía a que acababa de hacerse pública la noticia de su dimisión. Aún bajo el impacto emocional de la matanza en la granja, volvió a subir al Peugeot y condujo hasta un parque en las afueras de la ciudad.
Allí sentada dentro del coche, intentando aclararse en medio de una nebulosa de temores y emociones, pensando en lo que debería hacer, vio el bolso de Avril Rocard en el suelo bajo el asiento de al lado. Lo abrió y encontró su chapa de la policía francesa y el estuche de su pasaporte. Dentro del estuche, detrás del pasaporte, había un billete de avión de primera clase París-Berlín y un sobre con la confirmación de reserva en el hotel Kempinski. También había un sobre muy fino con el grabado de una invitación en alemán a una cena de gala que se celebraría en el palacio de Charlottenburg a las ocho de la noche el viernes 14 de octubre, en homenaje a un tal señor Elton Lybarger. Entre los anfitriones vio el nombre de Erwin Scholl. Era el mismo hombre que había contratado a Albert Merriman para matar al padre de Osborn.
Vera sólo acertó a pensar que si Scholl estaba en Berlín, tal vez Osborn lo sabía y había ido allí. No era una pista demasiado segura pero era lo único que tenía. Aunque varios años más joven, descubrió que se parecía lo bastante a Avril Rocard como para hacerse pasar por ella, a menos que alguien la conociera personalmente. Todo aquello había sucedido el jueves y la cena en el palacio de Charlottenburg era el viernes. La vía más rápida de Nancy a Berlín era en tren desde Estrasburgo y allí se dirigió.
En el trayecto de Nancy a Estrasburgo se detuvo dos veces para llamar a François, pero las líneas seguían ocupadas. La segunda vez, en una zona de descanso de la autopista, logró contactar con el despacho del ministerio. Eran casi las cuatro de la tarde y de François no se había sabido nada desde que saliera de la casa a las siete de la mañana. Aún no se había informado a los medios de comunicación de su desaparición, pero los servicios secretos y la policía estaban en alerta roja. El Presidente había dado órdenes para que trasladaran a su mujer e hijos a un lugar secreto bajo la protección de guardias armados.
Vera recordaba haber colgado sintiéndose presa de un gran vacío. Nada existía, ni François Christian, ni el doctor Paul Osborn de Los Ángeles. Tampoco existía aquella Vera Monneray que pudiese volver a su piso y a su vida en París y continuar como si no hubiera sucedido nada. Atrás quedaban cuatro personas muertas en la granja y los únicos hombres que había amado en su vida, que había amado tan profunda y plenamente, no estaban, se habían esfumado como vapor en el aire. De pronto tuvo el presentimiento de que lo que estaba sucediendo en ese momento era sólo el preludio de lo que pasaría después. Volvió a sumirse en el recuerdo macabro del pasado de su abuela y del terror irracional que lo acompañaba. La respuesta, como había sucedido en tiempos de su abuela, sólo podía estar en Berlín. Pero ahora se había convertido en una cuestión bastante más personal. Lo que le había sucedido a François era parte del asunto y Osborn también, porque se encontraba en la misma encrucijada.
En Berlín se registró en el hotel bajo el nombre de Avril Rocard y al llegar a la habitación descubrió que su ropa ya había llegado. El servicio de habitación le trajo el desayuno. Sobre la bandeja había un periódico y Vera leyó la noticia del suicidio de François. Por un momento pensó que iba a desmayarse y se dio cuenta de que necesitaba aire fresco para recuperarse, pensar y decidir qué haría si alguien se ponía en contacto con ella, o si no la contactaban, o si debía ir sola a Charlottenburg aquella noche. Escondió el pasaporte bajo el colchón por miedo a que alguien descubriera su verdadera identidad y salió de la habitación.
Su paseo la condujo a la Iglesia de María Reina de los Mártires. Paradójicamente, la iglesia era un monumento religioso en homenaje a los mártires caídos entre 1933 y 1945 en defensa de las libertades de expresión y de culto. Vera sintió una premonición y pensó que en el interior encontraría una respuesta a lo que estaba sucediendo. Pero sólo encontró a los policías alemanes que la esperaban a la salida.
El agente Schneider había mentido al decirle a Osborn que si algo sucedía, tenía órdenes de llevarlo al hotel. La verdad era que si encontraban a Vera Monneray, debía llevar a Osborn inmediatamente a verla. McVey quería que Osborn y Vera Monneray creyeran que tenían la oportunidad de estar solos para obtener la mayor información posible. Tenían que hacerle creer a Osborn que tomaba él la iniciativa de reunirse con Vera. Y gracias a la complicidad de Schneider, eso era precisamente lo que Osborn estaba haciendo.
De pronto se abrió la puerta del cuarto de interrogatorios. Osborn se volvió rápidamente y vio entrar a McVey.
– ¡Sacadlo de aquí ya! -exclamó McVey enfurecido, y en un instante dos policías federales cogieron a Osborn para arrastrarlo fuera de la celda.
– ¡Vera! -exclamó intentando volverse-. ¡Vera! -El grito fue apagado por el estruendo de la puerta de acero al cerrarse. Lo condujeron por un estrecho pasillo y luego por unas escaleras. Abrieron una puerta y lo introdujeron en otro módulo blanco. Los policías salieron y cerraron con llave.
Al cabo de diez minutos entró McVey. Tenía la cara roja y resoplaba ruidosamente, como si acabara de subir un largo tramo de escaleras.
– ¿Qué ha sacado en limpio de la grabación? ¿Alguna cosa de interés? Preguntó Osborn frío nada más abrirse la puerta-. Fue bastante conveniente que yo llegara antes, ¿no? Porque a Vera podría ocurrírsele decirme a mí lo que no le diría a la policía alemana y los micrófonos lo habrían grabado todo. Pero al parecer no ha ido bien, ¿eh? Lo único que ha conseguido ha sido la verdad de una mujer aterrorizada.
– ¿Cómo sabe que dice la verdad?
– ¡Porque lo sé, maldita sea!
– ¿Le ha mencionado alguna vez al capitán Cadoux de Interpol? ¿Alguna vez habló de él o mencionó su nombre?
– No. No.
McVey le lanzó una mirada rabiosa y al cabo de un instante se calmó.
– Está bien, creámosle. Los dos.
– Entonces, suéltela.
– Osborn, está usted aquí gracias a mí. Y quiero decir con eso que no está muerto en el suelo de un bar en París con la bala de un asesino de la Stasi entre ceja y ceja.
– McVey, ¡eso no tiene nada que ver con esto y usted lo sabe! Y por lo mismo, no tiene ningún motivo para retenerla. ¡Eso también lo sabe!
McVey tenía la mirada fija en Osborn.
– ¿Usted quiere descubrir el porqué de lo de su padre?
– Lo que sucedió con mi padre no tiene nada que ver con Vera.
– ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede estar seguro? -McVey no quería ser cruel, sólo quería sondear a Osborn-. Dice que la conoció en Ginebra. ¿Se acercó usted a ella o ella a usted?
– No… no tiene nada que…
– Contésteme.
– Ella se… acercó a mí.
– Vera Monneray era la amante de François Christian, y exactamente el día de ese asunto de Lybarger, él aparece muerto y ella en Berlín con una invitación a la cena.
Osborn estaba irritado. Irritado y confundido. ¿Qué insinuaba McVey? Era una locura pensar que Vera pertenecía a la Organización. Imposible. Él creía todo lo que acababa de contarle. ¡Se amaban demasiado como para desconfiar! El amor de Vera significaba muchas cosas. Osborn se volvió y miró al techo. A una altura imposible de alcanzar desde el suelo, colgaban las hileras de la intensa luz artificial, bombillas de ciento cincuenta vatios que no dejarían de brillar.
– Puede que sea inocente, doctor -dijo McVey-. Pero no le corresponde a usted resolverlo, sino a la Policía Federal.
Se abrió la puerta a su espalda y entró Remmer.
– Tenemos el vídeo de la casa de Hauptstrasse. Noble nos espera.
McVey le lanzó una mirada a Osborn.
– Quiero que vea esto -dijo escueto.
– ¿Por qué?
– Es la casa donde tenemos que reunimos con Scholl. Y cuando digo «tenemos», quiero decir usted y yo, doctor.