Von Holden veía la ciudad a través de un velo y tenía que acelerar y reducir continuamente la marcha del BMW, encajar el punto muerto en medio del intenso tráfico de mediodía para volver a avanzar al cabo de un momento. Llevaba el piloto automático y sentía la mente desgarrada por la ira y el absurdo. Tres de los cuatro hombres que había jurado matar, incluyendo al propio McVey, habían entrado en su despacho y requerido su colaboración como si se tratara de un mercachifle cualquiera. Peor aún, se había sentido impotente, incapaz de hacer nada, obligado a dejarlos entrar, teniendo que observarlos tras la puerta cerrada. Le daba miedo que la Policía Federal invadiera el lugar reglamentariamente.
Lo más demencial era que toda la operación había sido provocada por el apetito emocional de Cadoux hacia una mujer que, de no ser por la información que le transmitía él en relación a la lealtad de los agentes de Interpol, no tenía ningún otro interés. Fue entonces, en medio de su irritación por la estupidez de Cadoux, cuando las últimas piezas de su estrategia encajaron a la perfección,
72, Hauptstrasse.
12.15
Joanna vio que el BMW giraba desde la calle, se detenía brevemente en la caseta de seguridad y luego cruzaba la verja y entraba por el camino circular hasta frenar ante la puerta de la residencia. Desde la ventana donde estaba ella en la segunda planta, le era difícil vislumbrar hasta abajo, pero estaba casi segura de haber reconocido a Von Holden en un momento dado cuando bajó del coche y se dirigió a la entrada. Fue rápidamente hasta el espejo, se cepilló el pelo y se retocó los labios con ese elegante rouge que Uta Baur le había obsequiado y que le dejaba en la boca un «look» húmedo.
Por razones que no podía explicar o que no comprendía, y a pesar de todo lo que le había sucedido, Joanna se sentía sexualmente más excitada que nunca. Era como si la hubiera invadido un apetito o sed insaciables, y con tanto vigor que sólo podría aplacar librándose al acto amoroso.
Abrió la puerta y salió al pasillo. Vio a Von Holden conversando con Eric y Edward en el recibidor de abajo. Al cabo de un momento, Von Holden se despidió y desapareció. Su primer impulso fue correr escaleras abajo para atajarlo, pero no podía comportarse de esa manera en presencia de los sobrinos de Lybarger.
No quiso ceder a su impulso y optó por cruzar el salón discretamente. Llamó a una puerta cerrada. Esta se abrió de inmediato y apareció un hombre de pelo blanco, rostro pálido y facciones porcinas. Vestía de frac. Tenía la piel tan poco pigmentada que Joanna creyó que era albino.
– Soy la… el señor Lybarger… -balbuceó. El aspecto del hombre y su mirada de superioridad la intimidaron.
– Ya sé quién es usted -afirmó él con voz cavernosa.
– Quisiera ver al señor Lybarger -dijo, y la dejaron entrar sin vacilar.
Elton Lybarger estaba sentado en una silla junto a la ventana leyendo un montón de papeles impresos en tipos muy grandes. Era el discurso que tenía que leer esa noche y durante los últimos días no había hecho otra cosa que repasarlo.
– Quería asegurarme de que se sentía cómodo y de que todo marcha bien, señor Lybarger -precisó Joanna. Se percató de la presencia de otro hombre, también vestido de frac, de pie junto a una ventana más apartada que daba a un enorme jardín en la parte de atrás. Joanna no entendía por qué permanecía el señor Lybarger en su habitación acompañado de dos guardaespaldas, en una casa tan elegante y distinguida como aquélla y protegido por los guardias de la entrada y en la verja que rodeaba la propiedad.
– Gracias, Joanna, todo va bien -contestó él sin mirarla.
– Entonces, lo veré más tarde -dijo ella afectuosa.
Lybarger asintió abstraído y siguió leyendo. Joanna saludó amablemente al guardia con cara de cerdo, dio media vuelta y salió.
Von Holden estaba solo en la biblioteca recubierta de madera oscura cuando entró ella y cerró la puerta sin hacer ruido. El estaba sentado en una silla dándole la espalda y hablaba por teléfono en alemán. La habitación estaba a oscuras en contraste con el esplendoroso sol del jardín. El césped era de un verde intenso en el que se desplegaba un manto de brillantes hojas amarillas y rojas que caían flotando de la copa de una inmensa haya en el otro extremo del jardín. A la izquierda de la haya, Joanna divisó un garaje con cabida para cinco coches y más allá una verja de hierro que parecía conducir a la salida de servicio en la parte posterior de la propiedad. De pronto, Von Holden colgó y se volvió rápidamente en su silla.
– No deberías entrar cuando estoy hablando por teléfono, Joanna.
– Tenía ganas de verte.
– Pues ya me ves.
– Sí -afirmó Joanna sonriendo. Le pareció que jamás lo había visto tan cansado-. ¿Has comido?
– No me acuerdo.
– ¿Desayunaste?
– No lo sé.
– Estás cansado y necesitas un afeitado. Sube a mi habitación. Te puedes duchar y descansar un poco.
– No puedo, Joanna.
– ¿Por qué?
– Porque estoy ocupado. -De pronto Von Holden se levantó del asiento-. No me trates como a un niño, no me gusta.
– No quiero tratarte como a un niño… Quiero… hacer el amor contigo -sonrió humedeciéndose los labios-. ¿Por qué no subes ahora? Por favor, Pascal. Puede que no volvamos a vernos.
– Pareces una colegiala.
– No soy una colegiala… y tú lo sabes -contestó, y se acercó hasta que estuvo frente a él. Deslizó la mano hasta su entrepierna-. Hagámoslo aquí, ahora mismo. -Todo en Joanna, desde el ronroneo de la voz hasta el movimiento de su cuerpo al acercársele, era abiertamente sexual-. Estoy mojada -murmuró.
Von Holden le apartó bruscamente la mano.
– No -dijo-. Ahora vete. Te veré esta noche.
– Pascal, te… amo.
Él se la quedó mirando.
– A estas alturas, ya deberías saberlo…
Las pupilas de Von Holden se convirtieron en dos puntos diminutos y hasta la cuenca de los ojos pareció hundírsele en el cráneo. Joanna se sobresaltó y tuvo que retroceder. Jamás en su vida había visto a nadie tan enajenado por la ira o tan amenazante como Von Holden le parecía ahora.
– Vete -dijo él en un susurro sibilante.
Joanna gritó y se volvió, tropezó con una silla, la esquivó y salió corriendo de la habitación dejando la puerta abierta. Von Holden oyó el ruido de sus tacones contra el suelo de piedra y luego cuando subía corriendo las escaleras. Estaba a punto de cerrar la puerta cuando entró Salettl.
– Estás irritado -comentó Salettl.
Von Holden se volvió y se quedó mirando por la ventana. Von Holden había llamado a Scholl desde el coche con los últimos detalles del plan. Scholl escuchó y luego dio su aprobación. Pero, con la misma rapidez, le comunicó que él no participaría en la ejecución del plan. Era demasiado peligroso, dijo, porque Von Holden era de sobras conocido como su jefe de Seguridad en Europa y él no podía correr el riesgo de que algo saliera mal. A Von Holden podían matarlo o apresarlo, y si eso sucedía, llegarían hasta él. La policía estaba demasiado cerca. No, Von Holden lo planearía todo, pero sería Viktor Shevchencko quien lo ejecutara. Aquella noche, Von Holden escoltaría personalmente al señor Lybarger hasta el palacio de Charlottenburg. Más tarde saldría discretamente para ocuparse de «lo otro», como Scholl solía decir. Ésas eran las órdenes, y luego Von Holden había colgado.
– Ya sabe usted, Herr Leiter der Sicherheit -dijo Salettl suavemente-. En este día, más que nunca, su seguridad personal tiene un valor incalculable.
– Sí, ya lo sé -contestó Von Holden, y se volvió para mirarlo. Era evidente que Salettl sabía lo que había ocurrido entre él y Scholl, porque con esa frase Salettl se refería a «lo otro». Inmediatamente después de la ceremonia de Charlottenburg, se celebraría una segunda reunión sólo con algunos invitados privilegiados. Se trataba de algo secreto y tendría lugar en el mausoleo, el edificio de Charlottenburg construido como templo donde yacían enterrados los emperadores prusianos. Von Holden se presentaría con un material sumamente delicado que sería expuesto ante los presentes. Y los códigos de acceso habían sido programados especialmente para él y únicamente para él, de modo que era imposible modificarlo.
Habían elegido a Von Holden para la tarea en reconocimiento de la alta estima que se le tenía y en virtud del poder que había recibido. A pesar de su irritación, sabía que Scholl, al igual que Salettl, tenía razón. Había sobrados motivos por los que, en ese día más que nunca, su seguridad personal cobraba un valor incalculable. Había dejado de ser el soldado de la Spetsnaz que antes llevaba en la sangre. Ya no era un Bernhard Oven o un Viktor Shevchenko. Ahora era el Leiter der Sicherheit. Ser jefe de Seguridad no era el simple rótulo de un cargo sino un mandato para el futuro. Von Holden era el hombre que un día se encargaría de la sucesión de poderes en la Organización. Y eso lo convertía, a todos los efectos, en «el guardián de la llama». Y si antes no lo había entendido cabalmente, debía entenderlo ahora mejor que nunca.