Osborn empezó a sentir la presión de la gravedad cuando el tren salió de Kleine Scheidegg e inició la larga ascensión hacia el Eiger. La rubia teñida divorciada, que se llamaba Connie -y que, de hecho, contaba con dos divorcios en su haber- seguía intentando entablar conversación con él. Finalmente, Osborn se disculpó y se dirigió al primer vagón. Necesitaba pensar. Faltaban poco más de cuarenta minutos para llegar a Jungfraujock. Tenía que saber qué haría desde el momento en que bajara en la estación. Volvió a sentir el bulto del revólver de McVey en la cintura. Por algún motivo, le hizo pensar en una avalancha.
En más de una ocasión, los disparos de arma habían desatado avalanchas arrolladuras. Sabía que en las estaciones de esquí, los equipos de alta montaña utilizan rifles sin retroceso para precipitar las avalanchas antes del comienzo de temporada. Sin embargo, estaban a mediados de octubre y el tiempo era despejado. Una avalancha era lo último en que pensar.
Pero no era lo último.
Algo se agitaba en el subconsciente de Osborn. ¿Qué era? Estaban a mediados de octubre, pero Von Holden se había internado en la región de las nieves. El Jungfraujock tenía casi cuatro mil metros de altura y descansaba sobre un glaciar. Su interior de hielo contenía salas excavadas y exposiciones para turistas.
El hielo.
El frío.
El frío extremo. Los glaciares eran la expresión más fría de la naturaleza. Sobre todo si uno podía internarse en ellos. En sus entrañas habían aparecido, al cabo de muchos siglos, hombres y animales en perfecto estado de conservación. ¿Era el Jungfraujock el escenario donde se habían llevado a cabo las operaciones experimentales? En ese caso, en apariencia una atracción turística, en realidad cobijaba las instalaciones secretas.
El chirrido del motor y de los dientes contra el engranaje de las vías se hizo más agudo.
Entonces Osborn volvió al segundo vagón.
– Connie -dijo sentándose a su lado-. ¿Has estado alguna vez en Jungfraujock?
– Por supuesto, cariño.
– ¿Hay algún lugar fuera de los circuitos turísticos?
– ¿En qué estás pensando, cariño? -preguntó ella con sonrisa maliciosa, y deslizó provocadoramente sus uñas rojas sobre el muslo de Osborn.
Osborn estaba seguro de que aquella mujer podía perder la cabeza con un par de martinis, pero no le gustaría confirmarlo.
– Escucha, Connie. Sólo quiero un poco de información. Nada, y quiero decir «nada» más. ¿Vale? Por favor, sé buena conmigo e intenta recordar.
– Me gustas.
– Ya lo sé.
– Bueno, déjame pensar.
Osborn la vio incorporarse y mirar por la ventana. No era fácil porque el tren ascendía por una pared del Eiger y se inclinaba en un ángulo de casi cuarenta grados. De pronto todo se oscureció al penetrar en un túnel.
Cinco minutos más tarde, Osborn y Connie miraban por los ventanales recortados en la roca del Eiger en la estación de Eigerwand. Connie lo tenía cogido del brazo y no lo soltaba.
– No me gusta reconocerlo, pero la verdad es que me mareo.
Osborn miró su reloj. Von Holden debía de haber llegado o estaba a punto de llegar. Osborn podía haberse equivocado en lo relativo a las instalaciones. Puede que Von Holden sólo fuera a encontrarse con alguien como lo había pensado al principio. Si era así, entregaría el contenido de la mochila y volvería a bajar en el siguiente tren, y aquello podía suceder en cuestión de minutos.
– Hay una estación meteorológica.
– ¿Qué? -preguntó Osborn. Connie le hablaba al mismo tiempo que los llamaban al tren.
– Una estación meteorológica, ¿sabes?, un observatorio.
Ahora cruzaban el andén hacia el tren. En ese momento, otro tren bajaba del Jungfraujock serpenteando lentamente y rebasando al que esperaba en vía muerta.
– Cariño, ¿me escuchas o crees que estoy hablando por amor al arte?
– Sí, te oigo -contestó Osborn mientras se esforzaba en mirar en el interior del tren. Avanzaba tan lento como para distinguir las caras, pero no reconoció ninguna.
Volvieron al tren, se sentaron y éste comenzó a avanzar por el túnel cobrando velocidad.
– Perdón, has dicho algo sobre…
– Una estación meteorológica. ¿No me has preguntado si acaso hay lugares donde los turistas no puedan ir? Bueno, hay una estación meteorológica allá arriba. Arriba del todo, me parece. Debe de ser del gobierno. Y desde luego, está la cocina.
– ¿Qué cocina?
– La del restaurante. ¿Por qué quieres saberlo?
– Una investigación. Estoy… escribiendo un libro.
– Cariño -dijo Connie, y le volvió a colocar la mano en el muslo, inclinándose tan cerca que los labios casi le rozaban la oreja-, ya sé que no estás escribiendo un libro -murmuró-. Porque si estuvieras escribiendo un libro esperarías hasta llegar arriba y verlo con tus propios ojos. También sé -continuó soplándole un hálito de aire caliente en la oreja-, que una pistola asoma por tu cintura. ¿Qué vas a hacer? ¿Matar a alguien? -preguntó, y se reclinó en el asiento sonriendo-. Cariño, ¿me prometes una cosa? Antes de disparar, por favor grita, porque no quiero estar en medio cuando empiece el jaleo.