Capítulo 136

Faltaban cuarenta y cinco minutos para llegar a Berna y Osborn necesitaba pensar qué haría al llegar. Había atajado considerablemente la ventaja que le llevaba Von Holden, pero aún existía una diferencia de treinta y cuatro minutos. Von Holden sabía adonde se dirigía y Osborn no. Debía situarse en el lugar de Von Holden. ¿De dónde venía? ¿Adonde se dirigía y para qué?

Según se había informado en Frankfurt, Berna tenía un pequeño aeropuerto con conexiones a Londres, París, Niza, Venecia y Lugano. Sin embargo, los vuelos no eran frecuentes sino uno al día. Un aeropuerto pequeño se podía vigilar fácilmente y Von Holden se lo pensaría. Su única salida consistía en coger un vuelo privado y podía ser que lo esperara un avión.

Se oyó un estruendo cuando un tren cruzó en dirección opuesta. Luego apareció un paisaje de verdes predios agrícolas y, más allá, los cerros abruptos recubiertos de extensos bosques. Durante un momento Osborn se distrajo en la belleza del paisaje, en la claridad del cielo azul en contraste con el verde profundo y la luz del sol brillando entre las hojas. Pasaron junto a un pueblo y luego subieron a lo largo de una curva. En una cima distante, Osborn divisó la silueta imponente de un inmenso castillo medieval. Le gustaría volver allí algún día.

De pronto quiso consolarse con la idea de que la mujer que acompañaba a Von Holden no era Vera Monneray sino otra. Estaba seguro de que a Vera la habían liberado de su detención legalmente y que en ese momento volvía a París.

Al pensar en ella de ese modo, imaginándola a salvo nuevamente en su apartamento, viviendo como siempre había vivido antes de que sucediera todo aquello, lo embargó una nostalgia que le resultó a la vez dolorosa y bella, una añoranza por ellos y por lo que podrían vivir juntos.

Observando el paisaje de la campiña suiza vio a unos niños y oyó risas, atisbo el rostro de Vera y sintió el contacto de su mejilla. Pensó en ellos contentos cogidos de la mano y…

– Fahrkarte, bitte. -Osborn levantó la mirada. A su lado había un joven revisor con un bolso de cuero negro colgándole del hombro.

– Lo siento, no…

– Su pasaje, por favor -pidió el revisor, con una sonrisa.

– Sí -dijo Osborn, y sacó su pasaje del bolsillo de la chaqueta. Luego tuvo una idea-. Perdón -dijo-, tengo que ver en Berna a una persona que viene de Frankfurt en el tren de las doce y doce. Él no… sabe que lo espero. Es una… sorpresa.

– ¿Dónde se hospeda en Berna?

– No, creo que… -balbuceó. Acababa de caer en la cuenta de que Von Holden no tenía Berna como destino final. Lo primero que pensaría después del tiroteo en el tren sería en salir del país lo más rápido posible. Si era así, la idea del avión esperándolo no era muy acertada-. Creo que piensa coger otro tren. Me parece que a… -No sabía adonde iría. No volvería a Alemania ni a ningún país del Este, donde había demasiados conflictos-. A Francia. O a Italia. Es vendedor.

El joven revisor lo estaba mirando.

– ¿Qué es lo que quiere saber?

– ¿Yo…? -sonrió Osborn, tímido. El revisor lo había ayudado a aclararse, pero tenía razón. ¿Qué podía decirle?-. Sólo intentaba aclararme para saber qué hacer si no lo encuentro. Imagínese, es posible que ni siquiera esté allí esperando otro tren.

– Le sugiero que consulte un folleto con el horario de trenes y vea los que han salido de Berna entre las doce y diez y la hora en que usted llegue. Puede usted avisarlo por el altavoz de la estación.

– ¿Por el altavoz?

– Sí, señor -asintió el revisor con un gesto de cabeza, le entregó un horario de trenes y continuó por el pasillo.

«Por el altavoz», pensó Osborn mirando a la distancia.

Von Holden esperaba en la puerta de una pastelería en un ángulo de la estación de Berna. Vera había entrado en el lavabo de mujeres que había enfrente y no había otra salida. Vera estaba agotada y había hablado poco durante el viaje, pero Von Holden sabía que pensaba en Osborn, y puesto que estaba segura de que la llevaban con él, no cabía duda de que lo seguiría tal como había prometido.

La primera hora de trayecto entre Frankfurt y Berna había sido la más inquietante. Si Von Holden no había logrado intimidar al negro del bar con la amenaza de los cabezas rapadas y éste había confesado en qué tren se había marchado él efectivamente, la policía no habría tardado en detenerlo. Pero no había sido así. Al llegar a Berna, Von Holden había observado sólo las habituales medidas de seguridad.

A la una menos siete, Vera salió del lavabo de mujeres y lo acompañó a obtener unos pases de Eurorraíl para viajar a cualquier dirección del continente. Von Holden le decía que les daría flexibilidad de movimiento. Pero no le dijo que de ese modo podían subir a cualquier tren cuyo destino fuera desconocido por Vera.

– Achtung, Herr von Holden, Telephonanruf, bitte! Herr von Holden, Telephon, bitte! -llamó el altavoz. Von Holden se sobresaltó. ¿Qué sucedía? ¿Quién podía saber que se encontraba allí?

– Achtung, Herr von Holden, Telephonanruf, bitte!

Osborn esperaba junto a las cabinas telefónicas, de espaldas al muro. Desde allí dominaba toda la estación, incluyendo las ventanillas de los pasajes, las tiendas, los restaurantes y la oficina de cambio de divisas. Si Von Holden estaba en la estación, lo cual era una posibilidad remota, desde el momento de su llegada hasta entonces habían salido de Berna trece trenes. Seis de ellos tenían como destino ciudades suizas, otro Amsterdam y el resto Italia. Pero si Von Holden estaba allí y se le ocurría contestar la llamada, Osborn seguramente lo vería. La otra posibilidad es que esperara un tren en los andenes de arriba.

Osborn había contado ocho andenes al entrar en la estación.

– Lo siento, señor. El señor Von Holden no con testa -dijo la operadora en inglés.

– Por favor, ¿podría intentarlo una vez más? Es muy urgente.

Se volvió a oír la llamada. Von Holden cogió a Vera por el brazo y se alejó rápidamente de las ventanillas de los pasajes en dirección al pasillo que conducía a los andenes.

– ¿Quién es? ¿Quién lo llama?

– No lo sé -contestó Von Holden mirando hacia atrás por encima del hombro. No reconoció ningún rostro. Doblaron en una esquina y subieron las escaleras hacia los andenes. Llegaron arriba y caminaron por el andén. Al otro extremo de la estación había un tren esperando.

Osborn colgó y se dirigió a los andenes. Si Von Holden estaba en la estación, no había contestado la llamada, y tampoco lo había visto entre los pasajeros que se dirigían a los andenes. Si estaba aún allí, sólo cabía la posibilidad de que ya hubiera abordado un tren o que estuviera a punto de abordarlo.

Osborn caminó por la galería que conducía a los trenes. Había escaleras a izquierda y derecha y tenía que escoger entre cuatro andenes. Se dirigió al tercero sabiendo que lo situaría más o menos en medio.

El corazón le palpitaba aceleradamente cuando llegó al final de las escaleras. Esperaba encontrar la estación llena de gente, tal como estaba a su llegada. Le sorprendió encontrarla casi desierta. Entonces vio un tren al final de la estación, dos andenes más allá. Una mujer y un hombre caminaban rápidamente en aquella dirección. No distinguía a ninguno de los dos con claridad, pero observó que el hombre llevaba un bulto al hombro. Osborn corrió por el andén y no se atrevió a saltar por encima de las vías porque sabía que si había un tercer conducto, moriría electrocutado. La pareja había llegado casi al tren y ambos caminaban dándole la espalda. Osborn corría lo más rápido posible, casi a la misma altura que ellos. Los vio llegar al tren. El hombre ayudó a la mujer a subir y luego se quedó inmóvil y miró hacia el otro lado. Osborn se detuvo en ese momento. Por un instante brevísimo, las miradas se cruzaron. Luego el hombre subió y desapareció en el interior. Al cabo de un instante, el tren se sacudió y comenzó a avanzar. Cobró velocidad y salió de la estación.

Osborn se quedó paralizado. El rostro que lo había mirado desde el vagón era el mismo rostro que vio aquella noche en el Tiergarten. El mismo rostro siniestro de la casa de Hauptstrasse una vez ampliada la imagen que habían visto en vídeo. Era Von Holden.

A la mujer la había visto durante una fracción de segundo cuando subía al tren. Y en ese preciso instante se derrumbó su mundo y todas sus esperanzas. No cabía duda de ningún tipo. Vera Monneray.

Загрузка...